Al principio era solo una piedra. Alguien se acordaba y ponía una piedra al lado del camino o debajo de un árbol. En ese lugar donde habíamos visto morir a un valiente. O donde había agonizado por tres días la más atrevida de las guerreras. Después alguien más ponía flores, otra piedra, un pedazo de madera que parecía una cara llorando. Un devoto prendía una vela. Una curandera dejaba un manojo de hierbas amarradas. Así fueron creciendo los monumentos. Cada tanto pasábamos delante de ellos, porque en la guerra nos movimos muchas veces en círculos. Cada vez eran más grandes los lugares que reservábamos a la memoria. Los niños jugaban a poner piedritas en los bordes y se aprendieron las canciones que le cantábamos cada uno de los caídos ilustres. Cuando no había flores aparecían espigas. Cuando no había velas se prendían tizones que la brisa apagaba en un instante. Dejábamos monedas que habíamos encontrado en otra parte. Billetes inservibles. Por mucho tiempo lanzamos las ofrendas casi al paso, sin detenernos mucho. Pero cuando la guerra fue agarrando un ritmo más pausado, hubo tiempo para pararse a pedir por una jornada mejor que la del día anterior. Inventamos oraciones que parecían más bien refranes. Frases cortas y rimadas que podíamos recordar sin hacer mucho esfuerzo. Algunos todavía se hacían la señal de la cruz en el pecho y bajaban la frente mostrando devoción y respeto. Pero la mayoría se quedaba nada más mirando aquella acumulación de objetos que iba creciendo a medida que la fe nos abandonaba. Miraban largo y pedían corto. Que deje ya de llover. Que comamos completo una vez al día aunque sea. Que no haga tanto calor. Que me deje ya de doler la barriga. Que las balas del enemigo no me alcancen. Que se acabe de una vez esta maldita guerra. Amén.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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