Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

viernes, 7 de julio de 2017

Espantapájaros


Esperó que cambiara la luz y cruzó la calle con un susto en el estómago. Se alegró de ver que la panadería en la que había desayunado tantas veces estaba todavía ahí. Miró las mesas desplegadas enfrente, donde revoloteaban servilletas usadas y palomas. Se acercó al mostrador y escuchó una voz que le hacía preguntas desde atrás de una vitrina de plástico atiborrada de cajas de dulces, probablemente vacías. Le costó reaccionar y en el tiempo que le robó la duda otro cliente pidió en voz alta un café y un jugo. El cajero le dijo el monto que debía pagar y el hombre deslizó por la rendija unos billetes arrugados, recibiendo a cambio un ticket. Entonces recordó cómo era que había que hacer las cosas.
Pidió un café con leche, pagó una cifra que le pareció astronómica, recibió su ticket. En el mostrador del lado derecho un hombre bajito y malencarado manipulaba la máquina desde la que salía un vapor que se disipaba en el calor de la mañana. Tal vez la memoria ya no le alcanzaba, pero le pareció que el olor del café ya no era el mismo. Trató de explicar exactamente cómo quería el café, un marrón claro, no muy fuerte, pero tampoco muy aguado. El hombre le arrancó el ticket y lo partió en dos con un gesto de furia. Después mezcló el café con la leche en tres gestos rápidos, casi violentos. No se sorprendió al comprobar que el vasito de plástico que el hombre le puso enfrente tenía exactamente el color que debía tener. Esa era una de las cosas que recordaba bien.
Las mesas estaban vacías. Eligió una lejos de la calle. Quería mirar pasar los carros y la gente sin que el ruido y el tumulto le echaran a perder el café. Todavía no sabía si era posible tener hambre. Ya decidiría más tarde si pedía otro café para comerse uno de esos cachitos que vio en las bandejas metálicas. No parecían muy frescos, pero seguro que eran del día. Una paloma que había estado picoteando en el piso levantó vuelo y se paró en el respaldar de una silla. Dos niños se sentaron en la mesa más cercana. Miraban de reojo su ropa y sus zapatos. Hizo como si no se diera cuenta. Dos minutos después se acercó el más bajito y le extendió una mano pequeñita que no había visto ni agua ni jabón en mucho tiempo.


Tenía por norma no dar limosna. Ni aquí ni en ningún lado. Era una ley que se había impuesto desde la adolescencia. Una de esas respuestas automáticas que ayudan a eliminar las incertidumbres menores. Pero había estado lejos por demasiado tiempo y otra vez se le vino encima la duda. Justo cuando estaba a punto de revisarse los bolsillos buscando una moneda, el hombre que le había cobrado en la caja salió desde detrás de su trinchera a ahuyentar a los niños con palabras duras. Hacía aspavientos con los brazos como quien espanta pájaros. Los niños y las palomas salieron huyendo con el mismo revoloteo asustado. Las palomas volvieron un minuto más tarde. Los niños no tardarían en regresar.
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Basura


La calle estaba sola. Era difícil acostumbrarse a las aceras vacías. No eran todavía las seis de la tarde y en esa calle ya parecía de noche. Apuró el paso sin darse cuenta, como si escapara de un enemigo invisible. Una ansiedad creciente se escuchaba en sus pasos. Miró hacia atrás. Nadie. La calle se inclinaba en una bajada aguda que llegaba hasta el río. A lo lejos se escuchaba el rumor del tráfico en la avenida. Autobuses, carros, motos. Eran dos cuadras largas y sin embargo parecía que estaba en otra ciudad. Los pocos negocios que seguían abiertos despachaban a través de rejas sólidas que no habían sido pintadas en años. Los demás ya habían bajado las santamarías y algunos parecían cerrados para siempre. Un gato saltó desde una cerca hacia adentro del jardín de un edificio donde no parecía vivir nadie. Dos perros ladraron en un balcón.

Siguió caminando cada vez más rápido. Las gotas de sudor ya le corrían por la espalda y el pecho. Un camión de basura cruzó en la esquina y comenzó a subir la cuesta en primera, parándose y arrancando otra vez, como si estuviera a punto de quedarse muerto en medio del camino. Su ruido llenó la calle desierta y ocupó todo el espacio vacío, aliviando en algo la sensación de total soledad. En la acera de enfrente se acumulaban las bolsas negras que el camión del aseo venía a recoger. Escuchó un ruido entre las bolsas y se paró a mirar.

Dos niños escarbaban agachados. Habían abierto ya un par de agujeros en el plástico negro y con las manos embadurnadas palpaban, seleccionaban y sacaban lo que podían comerse. No estaban recolectando para llevar. Su hambre era urgente, inmediata. Observaban un segundo lo que habían elegido y se lo metían en las mínimas bocas masticándolo después sin pausa. El olor a basura le llegó de pronto y sintió que una arcada le hacía doblar el cuerpo. Resistió las ganas de vomitar y dio un par de pasos más hacia abajo, hacia la avenida y el río. El camión estaba ya a la altura de las bolsas. Se oyeron gritos.

Los hombres del aseo levantaron un par de bolsas y las echaron en el camión. Los niños seguían comiendo, sacando lo que podían antes de que se llevaran el resto de la basura. Hubo una pausa. Todos se detuvieron al mismo tiempo. No podía escuchar lo que decían, pero podía ver por sus gestos que estaban negociando una especie de tregua. Uno de los hombres movía los brazos con la cadencia de quien ordena el mundo y da instrucciones. Los niños se habían parado frente a las bolsas y escuchaban, respondiendo de vez en cuando con negativas breves. En sus cuerpos flacos había una determinación furiosa.

Otro par de bolsas fue lanzado al camión. Sobre la acera quedó una bolsa sola. Los niños recogieron fragmentos de basura que se habían dispersado, le hicieron un nudo a aquel tesoro oscuro y entre los dos cargaron con su botín calle abajo. Los siguió con la vista y arrancó otra vez a caminar. Sus pasos apurados volvieron a resonar sobre la acera vacía. La avenida estaba ya a la vista. Un semáforo cambiaba a verde, el tráfico se movía apenas. Sin esperar que nadie les diera paso, los dos niños cruzaron en medio de los carros sin mirar a los lados y sin dudar un segundo. Se oyeron cornetazos y gritos.  

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.