Al final usábamos harapos, trapos sobre trapos. Inmundos todos. Indistinguibles. A veces podíamos lavarlos en los chorrerones que bajaban del cerro. Pero el resto del tiempo se nos pegaban de la piel acumulando tierra, sudores, orines, sangre seca. Más que con ropa, íbamos vestidos con las sustancias que excretaban nuestros cuerpos y los de los demás. Vivos y muertos. Te limpias el primer rastro de carne ajena que te cae en el pantalón. Te secas las manos en la manga para poder agarrar bien el fusil o la lanza. Ya después dejas de darte cuenta. Te miras las uñas y no te acuerdas del tiempo en que estuvieron limpias. Ya no nos desatamos las trenzas ni nos pasamos los dedos entre los pelos mugres. Nos afeitamos a veces con los cuchillos afilados. Pero ya no tenemos ánimo de mirarnos las axilas ni de escudriñarnos la piel para decidir si eso que tenemos detrás de la rodilla es un morado que quedó de un golpe o una mancha de sarna que empieza a crecer. Todo pica y nos rascamos con saña o al descuido, de día y de noche. Imaginamos piojos y garrapatas que a veces se vuelven reales y nos caminan por las pantorrillas o dentro de las orejas. Espantamos las moscas que nos quieren comer vivos antes de tiempo. Tratamos de mantener los zapatos en su sitio amarrándolos con cuerdas, retazos, pedacitos de alambre. Es fundamental tener por lo menos una suela entre los pies y el terreno siempre lleno de piedras, vidrios, casquillos, clavos. Restos pequeños que cortan y penetran. Algunos han logrado conservar las gorras, uno que otro sombrero. Pero están en el colmo del desgaste porque han pasado de mano en mano como monedas romas. Sirven para los trueques cuando el sol aprieta y para enfrentar la lluvia, que cuando arrecia nos hace perder toda esperanza.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
martes, 21 de mayo de 2019
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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