Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

jueves, 29 de abril de 2010

La escena del crimen

A mi hermana Ruth, que tal vez olvidó también esta historia.

No es fácil tratar de recordar un asesinato. Sobre todo cuando no lo has presenciado, cuando sólo has visto lo que sucede fuera de la escena del crimen o a sus alrededores. Y más aún si tenías apenas seis o siete años. Lo único que recuerdas son los gritos. Porque lo que se queda en la memoria por más tiempo no son los hechos, sino las historias que imaginas a partir de eventos que no viste con tus propios ojos. Y los gritos.

Es posible que mis hermanas y yo escucháramos el grito de aquel joven desesperado, cuando bajó por la cuesta de la casa, las manos ensangrentadas, camino a la residencia del gobernador. Si no lo oímos, de todas maneras se quedó grabado en nuestras memorias como la primera imagen de una historia que escucharíamos contar a mucha gente, durante mucho tiempo, una y otra vez. El sonido de ese grito que tal vez escuchamos ha aparecido en mis sueños por más de cuarenta años sin que pueda ver con claridad la cara del que grita. Pero puedo imaginarla. Imagino los ojos abiertos en pleno horror, los saltos de los cachetes que se mueven junto con el resto del cuerpo en la carrera y las manos ensangrentadas.

¿Dónde estábamos nosotras cuando aquel muchacho, casi un niño, corrió despavorido calle abajo a pedir ayuda? Jugábamos a saltar la cuerda o a los yaquis o a las metras o patinábamos calle abajo hasta la esquina de la avenida que teníamos prohibido cruzar o estábamos subidas en los árboles de mango o tumbábamos guayabas en el patio de la casa de enfrente, donde podíamos entrar y salir a cualquier hora sin permiso, porque esa era la casa de mi madrina. No sé dónde estábamos ni qué hacíamos cuando se desató el grito. Pero en mi memoria, la historia que empezaría con aquel grito desesperado que se pierde calle abajo sucede así:

Estábamos en la calle misma que da a la casa de la maestra asesinada, que se llamaba algo así como Pilar o Mildred o Irene. No me acuerdo. Pero el asunto es que ahí estábamos, en esa calle por donde nunca pasaba un carro y que para nosotras era como la prolongación del patio de la casa. Ahí nos dejaban jugar en las tardes, porque no había peligro, pero nosotras sólo usábamos la esquina, donde comenzaba una pendiente suave, para impulsarnos y terminar siempre al borde de la avenida prohibida. Porque, ¿qué gracia tiene jugar en la calle menos peligrosa?

Ahí es donde estábamos, pues, en mi recuerdo de ese día, cuando un hombre alto y fuerte pasó caminando más rápido de lo que permite el calor en un pueblo como ése, a media tarde, en mitad del llano. Si lo miramos, si volteamos a verlo seguir derecho a paso raudo por la calle vacía, sin cruzar a ningún lado, fue porque nadie nunca caminaba a ese paso a las tres de la tarde. Eso fue antes del grito.

Cuando vino el grito, tal vez ya estábamos en otra cosa, ya no seguíamos jugando en la calle vacía, y por eso sólo podemos imaginar el grito del ahijado de la maestra que resuena en la calle, rumbo a la residencia del gobernador. ¡Mataron a mi madrina! escuchamos gritar o nos contaron que gritó el muchacho, corriendo a todo lo que le daban las piernas, con las manos ensangrentadas, para llegar a la entrada de la residencia del gobernador, donde había al menos cuatro policías a cualquier hora del día o de la noche.

En mi memoria se juntan estas tres cosas: el hombre alto y fuerte que camina rápido por la calle vacía, el grito del ahijado de la maestra y los policías de la residencia del gobernador. Después de esas tres imágenes que recuerdo en movimiento, como si viera retazos de una película que no han sido editados todavía, todo se paraliza. Y sé que lo que viene después nunca lo vimos, como tampoco escuchamos el grito. Lo que viene después nos lo contaron ése y todos los días que siguieron, durante años y años.

La maestra Pilar —supongamos que así se llamaba y no Mercedes o Carmen Amelia— había sido apuñalada dieciocho veces. Tal vez fueron quince o veinticuatro veces. Pero en mi memoria la maestra sufrió dieciocho veces el golpe del cuchillo y miró diecisiete veces cómo la mano asesina se alzaba de nuevo para terminar de arrancarle la vida. Porque, según nos contaron, la maestra Pilar estuvo viva hasta el último golpe de cuchillo que entró en su corazón. Sólo esa cuchillada la dejó para siempre muerta. Durante el resto del tiempo la maestra Pilar, que estaba retirada y tenía más de sesenta años y seguramente era lenta para todo, luchó por su vida con uñas y dientes, como se dice.

Todo sucedió a plena luz del día. Y eso es algo que nosotras sabemos porque vimos al hombre caminar apurado por la calle vacía. Creo recordar que el motivo del crimen fue una deuda. O era un empleado que había sido despedido y había regresado para vengarse. Ya no me acuerdo. Lo que sí quedó claro casi desde el primer día fue que no se trató de un robo. El hombre no se había llevado nada. En las historias que se repitieron después durante años aparece siempre un cofre lleno de viejas y valiosas prendas que encontraron intacto en el cuarto de la maestra muerta. Por eso los rumores apuntaban siempre a una venganza. Además, debido a la avanzada edad de la maestra Pilar, nadie tuvo imaginación suficiente para pensar en un crimen pasional. Así que la venganza quedó en pie como único motivo posible.

Pero aquella tarde en la que vimos al hombre caminar por la calle y escuchamos el grito del ahijado pasaron otras cosas. Los policías de la casa del gobernador subieron la cuesta en volandas detrás del muchacho, que nunca paró de gritar. Al llegar a la casa se encontraron con un espectáculo que, en un pueblo como aquél, era algo nunca visto. La sangre inundaba el piso y manchaba las paredes. Mechones de pelo, con todo y piel, iban marcando el camino de la lucha. Al final, el cuerpo roto y desarmado descansaba sobre el escalón que dividía la casa del patio de atrás, donde estaba el lavadero.

Tal vez un siglo antes, cuando era habitual que se peleara a muerte en el medio de la plaza y más de una vez la guerra redujo a cenizas las cuatro calles principales, los parroquianos estaban acostumbrados a presenciar escenas como ésta. Pero en el pueblo en el que acababan de matar a la maestra Pilar nadie vivo podía recordar nada parecido. Al menos eso fue lo que todos sentimos. Y ese fue el camino por el que comenzamos a olvidarnos de la maestra Pilar para concentrarnos sólo en los detalles escabrosos de su muerte.

Por eso nadie recuerda la historia de su vida, de dónde vino ni cómo terminó viviendo sola en aquella casa enorme. Y nadie tiene idea de lo que pasó después con el ahijado ni se sabe si encontraron al hombre que entró en su casa para asesinarla de dieciocho puñaladas. Cuando las historias se fueron desvaneciendo sólo quedó en pie la enorme casa, la escena del crimen, que estuvo cerrada por casi veinte años.

La gente juraba que se escuchaban gritos. Uno de los juegos más crueles y aterradores, que jugábamos con los otros niños del vecindario, era apostar a ver quién llegaba más cerca. La casa estaba como colgada en la falda del cerro, que comenzaba justo al final de la calle, rodeada de una pared altísima y blanca. Para entrar había que atravesar un portón con una reja más bien destartalada que se abría con un chirrido de película de misterio. Más allá de la reja estaba la loma de cemento empinada que subía hasta el porche.

Caminábamos por el borde de la calle, sintiendo el horror que se extendía detrás de aquel muro inmenso, hasta llegar a la entrada. Empujábamos la reja oxidada que se resentía en un chillido largo. Ese era el final del camino para los más cobardes. Los menos asustados nos quedábamos con los pies clavados en el suelo, pretendiendo que no nos aterraba aquel sonido de pájaro que huye. Dábamos un par de pasos hacia adentro, como si de verdad tuviéramos la valentía necesaria para llegar más allá. Y el mundo entero parecía quedar en suspenso.

Oíamos el silencio, paralizados. Escuchábamos los grillos, las chicharras y todos los sonidos que habían invadido la casa y el patio desde aquel día terrible. Pasaba un minuto o apenas segundos largos. Respirábamos en un mismo impulso sincronizado, como nadadores en competencia. Olía a monte húmedo y a pupú de pájaros, a frutas podridas y a aguas estancadas. Aquel era para mí, y tal vez sigue siendo, el olor de la muerte. Hasta que alguien gritaba y todos echábamos a correr despavoridos, por el mismo camino por el que había salido aquel día el asesino.

Jamás entré en la casa, pero me hice una imagen tan nítida de lo que había adentro que creo recordar todos los detalles del interior oscuro. La sala intacta, con sus cojines bordados encima de los muebles y sus discretos cuadros colgados en las paredes pintadas de un blanco opaco, el pasillo largo donde hay todavía la huella ensangrentada de una mano que se arrastra hasta el piso y, al fondo, una batea enorme donde el asesino se lavó la cara y los brazos antes de salir caminando apurado por la puerta de enfrente, en pleno día, sin miedo a ser reconocido.

No escuchamos nunca otros gritos que no fueran los nuestros. Tampoco le contamos a nadie que ese día habíamos visto a un hombre caminar apurado por la calle vacía. Nadie nos hubiera creído, de todos modos. No éramos más que unas niñas comiendo guayabas al borde de la acera, descansando un poco antes de volver a lanzarnos en patines calle abajo, hacia la avenida que teníamos prohibido cruzar.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.