Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

martes, 30 de abril de 2019

Estallidos


¿En qué momento se pierde una guerra? Esa era la pregunta que teníamos que habernos hecho, antes de imaginar que bastaba con buena voluntad y mejores intenciones. Pero llevábamos el impulso de los que sienten que tienen la razón y no dejan que la duda los asalte. Ellos eran los salvajes, los violentos, los delincuentes desatados. Nosotros estábamos del lado de la ley. Nos habían elegido para salvar la patria. La razón estaba de nuestro lado. Nos dejamos encandilar por el número de gente que podíamos reunir en las muchas marchas de protesta que convocábamos. Creíamos que marchar era lo mismo que enfrentarse bala contra bala y metralla a metralla con un enemigo dispuesto a todo. Por eso celebramos cuando estalló la guerra. En unos cuantos días llegarían los gobiernos aliados que habían reconocido que sólo nosotros éramos legítimos. Los gobiernos amigos no permitirían que ellos nos masacraran. Pero la ayuda externa se limitó a dejar pasar algunas armas por las trochas más remotas de las descuidadas fronteras. Cuando empezaron a arrinconarnos seguíamos creyendo que teníamos la razón, que éramos mejores. Lo seguimos creyendo con sobrada euforia las pocas veces que logramos avanzar apenas. Lo juramos tocando las banderas. Hasta que las bombas comenzaron a sacarnos de las casas, los edificios, los parques y las plazas. La destrucción se hizo al mismo tiempo inverosímil y meticulosa. No puede ser, pensábamos, que sean capaces de destruir esa manzana entera. Y lo hacían. Se van a detener frente a esa iglesia. Y no se detenían. Van a respetar por lo menos las matas del jardín botánico. Y las matas ardían día y noche. Salvarán aunque sea los museos. Dejarán intacta por lo menos la ciudad universitaria. No van a ser capaces de destruir los viaductos, los puentes, los distribuidores, los túneles. Pero todo, todo, todo estallaba en pedazos. Amábamos tanto la ciudad que nunca imaginamos un odio capaz de destruirla. Ante la tierra arrasada, que fue al final la última consigna que esgrimieron, no nos quedó otra salida que la fuga. Pero logramos resistir lo suficiente para hacer estallar sus cloacas y acueductos. Inundamos el centro con las aguas inmundas de ríos y quebradas. Dejamos tras nosotros un barrial extendido, un lodazal donde hasta los tanques se atascaban. Y emprendimos la retirada soñando con mareas altas y sabanas abiertas, seguros de que todavía esta guerra no se había perdido.  


lunes, 29 de abril de 2019

Sueños


No nos dimos cuenta de que estábamos soñando el mismo sueño hasta mucho tiempo después, porque a una de las muchachas más jóvenes se le ocurrió contar un sueño apenas abrió los ojos. Lo mantenía fresquito en la memoria. Soñé que el cerro se volvía una ola, dijo ella. Yo también sueño con olas enormes, le respondió la que estaba a su lado. Así fuimos escuchando los sueños de todos, a lo largo de días y semanas. Y descubrimos que muchos llevaban meses soñando con olas descomunales que no reventaban nunca. Maremotos estáticos. Masas enormes de agua que se hinchaban en el medio del sueño para no desinflarse jamás. Nos despertábamos con esas montañas de agua en el fondo de los ojos y después nos pasábamos el día entero mirando el cerro con una pizca de desconfianza. Los sueños duraron el tiempo que estuvimos escondidos en las casas más perdidas de las afueras, cuando ya no era posible rechazar los avances que hacían ellos cuadra por cuadra y tuvimos que aceptar la retirada. Calculamos mal su resistencia, su fuerza y su número. Parecían salir de debajo de las piedras, materializarse de la nada como dicen las crónicas que hacían los indios Caribes antes de trenzarse en el combate a muerte. Recibíamos refuerzos desde el interior. Oleadas tras oleadas de carne de cañón fresca. Pero ellos llevaban mucho más tiempo juntando tropas y contaban con ejércitos curtidos en guerras más lejanas. Cuando no nos quedó lugar para escondernos, el sueño se nos llenó de un mar en calma. Los maremotos desaparecieron de nuestras pesadillas y comenzamos a despertarnos con la mirada clara, inundada todavía por ese mar de un azul tan intenso como una promesa. Por eso algunos se fueron al norte. Porque leyeron literalmente el mensaje de los sueños, sin tomar en cuenta que una vez en la orilla el mar iba a volverse otro enemigo. Dicen que fue entonces que sus sueños se llenaron de sabanas abiertas.  


domingo, 28 de abril de 2019

Manjares


Hay días en que lo único que cuenta es el estómago vacío. El dolor retorcido del hambre que resuena en mitad de los cuerpos magros. El centro del universo está ahí, en esos gases que retumban entre las costillas, en los ácidos digestivos que han estado demasiado tiempo sin nada que atacar. Cuando ya no podemos con el ruido de nuestras propias tripas, ni con el ardor que nos sube por la garganta y nos quema la lengua, exigimos matar para comer. Entonces empieza el inventario y el debate. Antes teníamos la opción de los saqueos. Ahora sólo podemos sacrificar lo que está vivo. Las ratas y las palomas desaparecieron primero. Casi todos los gatos después. Sólo conservamos los perros que nos ayudaban a montar guardia. Ya en medio de la fuga aprendimos a reconocer los granos y los tubérculos que siguieron creciendo salvajes aunque nadie los cultivara ya. Ordeñábamos las vacas y las cabras que alcanzamos a enlazar, para hacer cuajadas que envolvíamos en hojas de plátano pasadas por brasas. Algunas mujeres recordaban cómo era que hacían arepas las lentas bisabuelas, moliendo los granos del maíz jojoto que amasaban con agua y cocinaban después sobre piedras convertidas en budares. Cuando el azar permitía que coincidieran en un mismo momento las arepas y el queso, todo lo demás dejaba de importar y la guerra se volvía un espejismo apenas visible allá en el horizonte. No había fruta que se quedara quieta en su sitio si pasábamos cerca. Limones, aguacates, cemerucas, naranjas, ciruelas, tamarindos. Era la gloria encontrar en el suelo una patilla intacta. Y ya no recordábamos un gozo más entero que chupar un mamón pasado de maduro o abrir de par en par una parchita. Las guanábanas nos acompañaban por días, como tesoros que había que madurar. Cosechábamos los mangos y las piñas con una devoción casi mística y nos untábamos su olor como un perfume detrás de las orejas. Secábamos taparas para usarlas como recipientes, platos hondos, cuencos, tazas. Todos los líquidos que nos entraban en el cuerpo pasaban primero por una de esas nobles taparas secas. También recogíamos en ellas la sangre de los animales que sacrificábamos, pidiéndoles perdón, dándoles las gracias, mirándolos directamente a los ojos.


sábado, 27 de abril de 2019

Insomnios


Tratamos de no acordarnos de cuando éramos niños. Pero al final siempre llega la noche y con ella los terrores más antiguos. Ruidos extraños se adueñan de la oscuridad y el insomnio se anida en el aleteo del más mínimo insecto. Vemos sombras moviéndose dentro de otras sombras. En esas horas que tardamos en dormirnos nos aterra la cercanía de la muerte y nos damos cuenta de una manera seca y abrupta de que puede no existir un mañana. El cuerpo todo, ese cuerpo a la vez tan íntimo y tan público, se nos llena de temblores y lamentos. Buscamos en la oscuridad otras piernas y brazos en los que sea posible disolvernos. Y encontramos sin falta otras caderas y quijadas, huesos y músculos también aterrados y deseantes. Las horas de la madrugada se llenan entonces de quejidos y jadeos. Uno que otro grito que no se sabe bien si es de dolor o de placer. En la alta noche no hay cuerpo prohibido ni maniobra vetada. Nadie se niega nunca. Porque sabemos bien que esta puede ser la última vez que al cerrar los ojos nos encontremos con el puro vértigo de estar vivos. 


jueves, 25 de abril de 2019

Escudos


Pensamos que teníamos que distinguirnos de ellos de algún modo, aunque despreciábamos los fríos uniformes. Empezamos usando brazaletes y cintas tricolores que nos amarrábamos en la frente o en la cintura. Diseñábamos gorras y chaquetas que las tías y los abuelos cosían de madrugada, robándole horas al sueño porque por un milagro la luz había llegado y se quedaba un tiempo. Nos llenamos la ropa de chapas y consignas, fabricamos escudos de madera, que decorábamos con signos religiosos o esotéricos. El ying y el yang, la cruz de San Benito, alguna complicada runa celta, el ocho acostado del infinito, el árbol de la vida, el símbolo adinkra de la tierra dibujado en negro sobre fondo blanco. Sabíamos que los escudos no nos protegerían de las balas, ni de las lacrimógenas, ni de la insistente metralla, ni de las bombas cada vez más potentes que empezaron a lanzarnos desde los helicópteros. Y aún así los escudos se fueron convirtiendo en parte del uniforme que nos recordaba que estábamos en peligro de muerte cada ínfimo segundo de cada día. Con ellos nos armábamos de valor, en ellos descansábamos. Detrás de ellos nos dábamos los apurados besos que se dan en la guerra. Fueron, mientras duraron, la guarimba, la taima, el tiempo suspendido de la tregua. Trincheras precarias y portátiles. Resguardos fugaces que nos dejaban siempre medio cuerpo a la intemperie. Barricadas ilusas. Seguimos fabricándolos mientras duró la guerra en la ciudad, aferrados a la idea contagiosa de que mientras nos sostuvieran seríamos eternos e implacables. Convertidos en amuletos contra la muerte, los escudos se fueron haciendo cada vez más pequeños. Ahora que los cargamos al cuello como escapularios, les damos cada tanto un beso avergonzado, con la terca esperanza de que sigan cumpliendo sus promesas. 

miércoles, 24 de abril de 2019

Abandonos


Cuando dejamos la ciudad abandonamos a los viejos a una suerte que sabíamos adversa. Nos consolamos pensando que la muerte cierta que los esperaba era la misma que de todos modos los alcanzaría en el camino si hubiéramos decidido sumarlos a la fuga. Cuando nos despedimos, ellos se empeñaron en descargarnos de toda culpa, pronunciando hastaluegos y largas bendiciones, repitiendo que era mejor así, que se quedaban en paz con sus cosas y sus muertos. En ese terruño que ya se parecía tanto a ellos que no podía separarse de sus cuerpos. Pero cuando nos fuimos nos llevamos sus miradas borrosas, sus bocas entreabiertas, sus cabezas blancas o peladas, sus dedos deformados por la edad y la artritis, sus profundas ojeras, sus pasos temblorosos, sus caderas maltrechas, sus bastones, su lentitud de paquidermos grises. El modo como tiemblan mientras cuentan pastillas, el susto o la tristeza que se fija en sus gestos cotidianos, los cachetes hundidos, las manchas marrones conquistando cada vez más territorio, los dientes falsos que vigilan la noche desde un vaso, los hombros hundidos y el cuello tembloroso, las ropas cada vez más holgadas. Las protuberancias, los lunares, las verrugas. Los dolores de espaldas, de rodillas, de pies. Las uñas enterradas, las medias sin elásticos, las ruidosas chancletas. Los pasos que se arrastran por la casa en la alta madrugada en la que todos duermen menos ellos. Y sus voces, sobre todo sus voces. La cadencia ancestral que desgrana memorias de un tiempo ya ido en el que era imposible vislumbrar esta lenta catástrofe.


martes, 23 de abril de 2019

Alegrías


Por las noches cantábamos canciones. A veces eran viejos tangos o empalagosos boleros que hablaban de amores contrariados, mujeres abandonadas y hombres celosos. Pero los que se sabían de memoria esas canciones eran los más viejos y fueron ellos los que primero dejaron de cantar. Aunque algunos jóvenes trataron de aprenderse las canciones, en realidad lo que sobrevivió fue una mezcla de viejas melodías con nuevas letras. Palabras que iban cambiando con el tiempo. Tonadas que se iban modificando de maneras casi imperceptibles. A veces pensábamos que estábamos inventando una nueva canción, pero algunos de nosotros tuvimos la sospecha de que esos ritmos habían estado ahí desde antes. Ese tiempo que ya no sabíamos cómo nombrar porque no era ni siquiera un tiempo mejor. Era nada más aquel momento en el que habíamos tenido algunas cosas. Tocadiscos, reproductores, radios, aparatos varios de escuchar lo que pasaba en otras partes del mundo. Cuando la luz se fue para siempre y se descargó la última pila, sobrevivieron algunos instrumentos, pero los que sabían tocarlos se fueron yendo uno a uno. Así que nos tocó reinventar la música con lo poco que nos iba quedando. Lo más fácil era dar golpecitos con cualquier pedazo de madera para llevar el ritmo. También estaban los que silbaban con maestría y los que hacían sonidos increíbles con las manos ahuecadas. Pero sobre todo usábamos las voces. En cada campamento, cuando no era obligatorio estar callados, había siempre alguien que comenzaba a cantar en un susurro que apenas se escuchaba al principio y después iba creciendo poco a poco hasta volverse una pieza entera que otros iban reconociendo. Alguien se acordaba a medias de una letra o inventaba un verso. Cada quien se sumaba como podía, agregando tonos y rimas. No pocas veces logramos armar coros espontáneos que llenaban la tarde de algo muy parecido a la alegría. Cuando volvíamos al silencio y la noche se cerraba sobre los escombros y las ruinas, más de uno tenía los ojos llenos de lágrimas. Hasta los más jóvenes, que no tenían edad suficiente para reconocer la nostalgia se iban por los rincones para que no los vieran pasarse la mano por la cara. En los días en los que el silencio era obligatorio, escuchábamos atentos el canto de los pájaros.

lunes, 22 de abril de 2019

Territorios


Por un tiempo la guerra se concentró en las ciudades. Las calles se llenaron de alcabalas y puntos de control. La ciudad se dividió en sectores por los que sólo podían circular los que pertenecían al mismo bando. Al este, nosotros. En el oeste estaban ellos. El sur fue por largo rato un territorio en disputa, con su mezcla abigarrada de ranchos, superbloques, pequeños edificios y mansiones. Al norte estaba el cerro que todos queríamos preservar. No quisimos tocarlo hasta que ellos desataron los incendios. Entonces algunos de nosotros aprovechamos los meses de sequía para alimentar nuestro odio con la culpa de quemar lo más sagrado. El cerro terminó ardiendo por los cuatro costados. Pero ya para entonces habíamos volado las alcabalas. Los puntos de control se hicieron móviles, efímeros, volátiles. Al principio entrábamos y salíamos de territorios enemigos nada más para demostrar que se podía, que ellos no eran los únicos capaces de arriesgarse. Después íbamos a saquear, a cargar con todo lo que se podía mover. Nos organizamos en cuadrillas pequeñas y silenciosas que entraban a dejar constancia de que ya habíamos aprendido la lección aunque nos hubiéramos tardado tanto tiempo. Ya éramos capaces de matar en silencio y sin piedad. Hombres, mujeres y niños. Y cada incursión recibió una respuesta que nos costó vidas. Cuando nos sentíamos arrinconados hacíamos extraños movimientos envolventes y terminábamos atrapando en un remolino de pánico a los más débiles. Entonces ardían los palacios de gobierno, las cancillerías, los ministerios. Las iglesias, los cuarteles, los hospitales. Hasta los túneles por donde había circulado el metro se achicharraron. Pero ellos también se reagrupaban y cuando venía el contraataque no podía ser nada menos que feroz. Perdimos todo. Ellos y nosotros. Perdimos la ciudad en la que habíamos vivido por quinientos años. El centro histórico quedó reducido a escombros. Hubo cuadras enteras en las que ya no quedaba más que cenizas. Una arenilla negruzca que levantaba la brisa por las tardes y se posaba después sobre los árboles que quedaban en pie. Los pájaros se fueron al campo. Hasta las guacamayas, que nunca habían vivido en otra parte, abandonaron sus nidos para siempre. Cuando terminamos de destruir el sur, con sus cerros y sus hondonadas, era cuestión de tiempo que cayera primero el este y después el oeste o viceversa. Así fue como la guerra se fue mudando a los caminos. La fuga es desde entonces el único territorio que habitamos.


domingo, 21 de abril de 2019

Velocidad


Eran buenos los tiempos en los que todavía podíamos correr a toda velocidad por las autopistas desiertas, quemando los últimos galones de gasolina que quedaban. En los pocos ratos en los que podíamos darnos el lujo de distraernos, nos montábamos en las camionetas y en las motos para atravesar la ciudad de un extremo a otro, desafiando a los francotiradores. Escuchábamos las balas pasar y nos reíamos a carcajadas cuando alcanzaban a romper un vidrio o abollar una puerta. No tenían que recordarnos que el riesgo era innecesario. En los peores momentos de la calma chicha las misiones suicidas eran lo único que tenía sentido. Mientras duró la gasolina no había nada mejor que desbocarse a grito pelado por las avenidas. Regresábamos con algo de comer y eso justificaba la osadía. Dejamos de usar los carros y las camionetas para ahorrar, pero nos negamos a abandonar las desbocadas carreras en mitad de la noche. Poco a poco las motos se fueron quedando donde se les acabó la última gota de gasolina. Entonces nos envolvió un silencio que costó mucho llenar con otros ruidos. Nada suena tan bien como un motor encendido. Envidiábamos sus tanques y sus aviones, los helicópteros con los que nos sobrevolaban cuando todavía podían operar las refinerías y a nadie se le había ocurrido hacerlas volar. Cuando nos fuimos retirando hacia las afueras, los más atrevidos enlazaron caballos que llevaban tiempo realengos por los campos. Conseguimos también burros y mulas que al principio sólo usábamos para mover la carga y después aprendimos a montar a pelo. Para el momento en que nos dividimos y salimos en grupos hacia el norte y el sur, nos repartimos las monturas con la misma meticulosidad con la que dividimos todo lo demás. Al llegar a la sabana abierta recuperamos el vértigo de la velocidad y aprendimos a sentir el galope tendido como si fuera parte de nuestros propios cuerpos. Nos volvimos centauros. Los tanques que nos perseguían se quedaron varados y secos en los caminos de tierra. Dejamos de escuchar los motores de los helicópteros. Hasta hoy, que ya nos hemos comido todos los caballos y las mulas, las refinerías siguen ardiendo.


viernes, 19 de abril de 2019

Sospechas


Aprendimos a mirar por encima del hombro, sin importar si estábamos avanzando o retrocediendo. No sabíamos de dónde iba a venir la última herida. Porque así como nosotros mandábamos a muchachos con aire de inocentes a infiltrarse en sus filas, ellos llevaban ya mucho más tiempo mezclándose en las nuestras. Sabíamos que estábamos inundados de espías. Orejas atentas que escuchaban todo lo que decíamos. Ojos abiertos que registraban el más mínimo movimiento. Cada emboscada despertaba un revuelo de sospechas que se extendía como una onda expansiva. Dudábamos de todos y conversábamos en susurros sólo con los que sentíamos más cerca. Mencionábamos algunos nombres entre signos de interrogación para ver cómo resonaba entre nosotros la pregunta. Algunas cabezas afirmaban, otras negaban. No había consenso sobre cómo proceder, a quién acusar con certeza, cómo castigar a los traidores. Por un tiempo ese fue nuestro talón de Aquiles. Porque sabíamos muy bien cómo actuaban ellos ante la más mínima sospecha. Los nuestros nos habían contado con lujo de detalles sobre los prolongados aislamientos, los días sin comer ni dormir, las muchas formas de amarrar y colgar un cuerpo inerte, los chorrerones de agua sobre la cara tapada con un trapo, los disparos tan cerca de la oreja que te dejan sorda, los cortes en la lengua que te dejan mudo, los tizones encendidos que se apagan en los senos o en los testículos, las mutilaciones genitales. Una lista de horrores que aceptábamos escuchar hasta el último detalle. Una y otra vez. Porque los que venían del otro lado a contarnos llegaban con los ojos desorbitados de terror y no podíamos con la culpa. Por eso fue cada vez más difícil convencer a alguien para que cruzara la línea borrosa que nos separaba de ellos. Apelamos a los que tenían familia o amigos del otro lado. Logramos que alguna muchacha inofensiva volviera a casa de sus padres o que algún jovencito insospechable se volviera a juntar con una vieja novia. Algunos alcanzaron a pasar inadvertidos y se disolvieron entre ellos como si nunca hubieran estado con nosotros. Eso nos hizo pensar en las viejas amistades que aparecían de pronto o en los primos lejanos que salían de la nada y venían con regalos. Comida y medicinas. Lo único valioso que podíamos intercambiar. Los sometíamos a largos interrogatorios. Los dejábamos aislados por días. Nos olvidábamos de darles de comer. En un descuido alguien les apagaba una colilla encima. En una mano, en un ojo. A muchos los dejamos ir. Unos pocos quedaron olvidados en sótanos oscuros. Cuando abandonamos la ciudad, alguien se encargó de bañarlos de querosén o gasoil y de dejarles cerca un cabo de vela encendido. No quisimos contar los incendios cuando nos volteamos a mirar desde lejos la mancha de escombros en que se había convertido la ciudad. En el camino siguieron las sospechas. Pero ya no había tiempo de hacer tantas preguntas. Todo se resolvía a paso redoblado. 


jueves, 18 de abril de 2019

Al filo

No. Las armas que usábamos al principio no eran arcos y flechas. Eso vino después. Al principio no costaba nada conseguir fusiles semi-automáticos, de esos que disparan ráfagas de cinco tiros por segundo. Ta-ta-ta-ta-ta. O eso decían. Eran las armas más buscadas y por supuesto las más caras. Pagábamos con bolsas llenas de billetes que no valían nada. Carretillas, después. Hasta que nos dejamos de estupideces y empezaron a circular las monedas duras sin ninguna restricción. Dólares, euros, libras esterlinas. Hasta los pesos eran preferibles a la moneda local. Pesos colombianos, mejicanos, chilenos, sucres ecuatorianos, balboas panameñas, soles peruanos, reales brasileños. Todo lo cambiábamos por armas. Fusiles y escopetas, pistolas y revólveres. Municiones de todos los calibres. Lo único más importante que las armas era la comida. Porque ya ni nos preocupábamos por la gasolina. Mientras tuviéramos poder de fuego, el resto nos importaba poco. Y usamos hasta la última bala. Cuando no pudimos comprar ni robar una bala más, empezamos a fabricarlas con cualquier metal que pudiéramos fundir. Hicimos balas de hierro y de cobre, de latón y de bronce. Hasta que los metales que teníamos a mano se agotaron y comenzamos a fundir las armas más pequeñas para alimentar a las más grandes. Por esa vía era inevitable que nos quedáramos sin armas de fuego. La guerra no tenía modo de terminar cuando sonó el último disparo. Hubo una tregua en la que tanto ellos como nosotros repensamos tácticas y estrategias, para adaptarlas a una forma menos mecánica, más cuerpo a cuerpo, de matarnos los unos a los otros. Entonces florecieron los filos. Machetes y cuchillos, lanzas y flechas. La sangre inundó la noche. Ya no hubo manera de limpiarnos las manos después de cada jornada. Nos impregnamos de este olor que no se quita. Hasta hoy.

martes, 16 de abril de 2019

Todos contra todos

¿Cómo empiezan las guerras? No nos hicimos esa pregunta lo suficientemente temprano. O, más bien, no pensamos con la anticipación debida que una vez lanzados a la guerra de todos contra todos, no íbamos a ser capaces de poner un pie afuera y frenar el carro. Cuando la furia se desata, la mecha dura más tiempo encendida de lo que podemos imaginar o prever. No hay lugar para las pausas. Lo que hay es un vertiginoso camino por andar mientras arda el combustible de la furia. Y así vamos, empujados por ese impulso ciego que nos hacía ver enemigos hasta debajo de las piedras. Todo el que levante la voz para llamar a la calma se vuelve un enemigo. El que se detenga un segundo a dudar se vuelve un enemigo. El que quiera descansar unas horas. El que se desconecte unos minutos. El que piense siquiera por un segundo que tal vez. No tenemos paciencia para los tiempos muertos y por eso cuando llegan, porque siempre llega el tiempo muerto, los encuentros se pueblan de conspiraciones. Hablamos de los traidores, como quien en medio de la guerra va imaginando al mismo tiempo otra guerra paralela, que se libra en la mente de cada uno de los que miran para atrás con ojos de sospecha. Las hogueras se encienden en la noche con los restos de las casas que hemos destruido y se alimentan con las historias que estamos construyendo para que la mecha del odio no se apague. Nos calentamos las manos frente al fuego de la rabia y cuando la pausa se termina volvemos a las calles con una determinación feroz que niega toda sombra de duda. Ya no nos preguntamos cuál será el final. No somos capaces de pensar en otra cosa que no sea seguir y seguir en pie de guerra. Perdimos toda meta. La extinción propia nos atrae tanto como la de nuestros enemigos. Somos bonzos, kamikazes, seppukus, haraquiris. Nuestra única ambición es quemarnos en el mismo fuego que estamos avivando para que todo arda.


lunes, 15 de abril de 2019

Ojo por ojo

Esta es la historia de una traición. Lo que no está claro es quién traicionó a quién. Cuando la división entre los bandos está clara, es fácil asignar culpas, responsabilidades. Las víctimas quedan iluminadas por una claridad sin mancha. Pero cuando no sabemos bien quién lanzó la primera piedra, cuando los bandos se infiltran entre sí, se imitan en sus tácticas, se fagocitan, se espejean, entonces las trincheras se desdibujan y el resultado es un campo de batalla en el que todos luchan contra todos. La anarquía. En ese lugar en el que reina el caos, todas las víctimas son o pueden ser al mismo tiempo perpetradores de las más crueles ofensas. Crímenes de lesa humanidad. Nos pasamos media vida justificando un lado del conflicto y nos empeñamos en imaginar que había razones válidas para lo que hicimos. Insistimos en que nuestros crímenes no eran equivalentes, porque en estado de excepción la respuesta de la víctima no se puede medir en la misma balanza que la ofensa original. Pero ahí está el error básico del razonamiento de todos los que justificamos la generalización del conflicto como una resistencia autorizada moralmente. Nos negamos a retroceder lo suficiente para establecer cuál había sido la ofensa original. Porque podíamos haber elegido como origen de todos los males los cincuenta años de abandono que sucedieron antes de lo que hoy llamamos la ofensa original. Pero ese era el argumento que ellos usaban y en ese momento estábamos todavía muy lejos de admitir que tenían razón. Todavía no queríamos parecernos a ellos. Era el tiempo de diferenciarnos y de mostrar que éramos capaces de hacer las cosas de otra manera. Estuvimos casi veinte años usando esa bandera blanca. La no violencia. Hasta que algo se quebró y empezamos a responder al fuego con fuego. Ojo por ojo, diente por diente. Con la boca apretada y la voz ronca repetíamos la Ley del Talión, cuando nos quedábamos a oscuras por días y hasta semanas. Y la gente se nos moría en los hospitales, los viejos y los niños primero. Ojo por ojo, comenzamos a murmurar por las mañanas, cuando se hizo imposible ir de un lugar a otro porque los carros se dañaron y no había repuestos, o porque ya no había gasolina en las bombas. Diente por diente, empezamos a decir en voz más alta cuando el día se nos iba metidos en colas interminables para comprar comida y medicinas. Ojo por ojo empezamos a gritar en las plazas a donde íbamos a escuchar a un líder que se iba pareciendo cada vez más al carismático dirigente que lo había destruido todo. Cantábamos el himno nacional al principio y al final de cada acto, exactamente igual que lo hacían ellos. Abrazábamos la bandera con el mismo fervor que ellos lo hacían. Nada de eso hubiera importado si todo se hubiera quedado en una guerra de símbolos. Escudos, himnos, banderas. Pero las guerras que se libran bajo los mismos símbolos terminan peleándose con las mismas armas. Y así fue como llegamos a poner en práctica aquel mantra que nos acunaba por las noches. Ojo por ojo. Cuando empezamos a escuchar más disparos en medio de la noche y pensamos que eran ellos los que se mataban entre sí, no hicimos mucho caso. Mientras menos, mejor. Pero los disparos fueron saliendo de la noche y se acercaron cada vez más a los lugares en los que nos creíamos a salvo. En un café, al aire libre, bajo el sol esplendoroso de una mañana cualquiera, de pronto una ráfaga. Un solo disparo ya no era suficiente. Las ráfagas partían el aire, los huesos, los músculos, los órganos internos que se desparramaban en cualquier acera sin importar si había niños cruzando la calle. Los asesinos usaban las mismas motos para escapar, los mismos uniformes negros, las mismas gorras y los mismos pañuelos tricolores les tapaban la cabeza y la cara. No sabíamos bien cómo llamarlos hasta que nos dimos cuenta de que estaban ajusticiando a los torturadores, a los generales, a los ministros del régimen y a sus familiares. Entonces empezamos a llamarlos valientes. Y al asignarles ese nombre todo nuestro edificio moral se vino abajo. Ya no era posible distinguir los bandos. Lo que nos separaba de ellos era la historia que contábamos, la historia de las víctimas que creíamos ser. Pero en la realidad, en las calles en las que la muerte era la única que estaba ganando, todos éramos asesinos.


martes, 9 de abril de 2019

Trama disuelta

Isa se levanta del escritorio cuando escucha sonar la puerta. Por el golpe insistente sabe que es Susan, la vecina que cada tanto aparece para pedir algo. Que le compre cigarros en el abasto, o un remedio en la farmacia. ¿Qué será esta vez? va pensando Isa mientras baja las escaleras y siente que una rodilla se le resiste. Voy, dice en español cuando se renuevan con más ansiedad los golpes en la puerta. I’m coming, se corrige. Atraviesa la cocina y abre. Una ráfaga de viento helado le atraviesa la falda de algodón y le hiela los tobillos desnudos. Hi Susan. La vecina tiene despeinados los pocos pelos blancos que le quedan en la cabeza. Parecen un halo infernal, una corona de puyas secas, la disuelta trama de un seto vivo, la melena hirsuta de una fiera ya vencida. Isa se da cuenta de que ha estado mucho tiempo traduciendo poesía y que las palabras resuenan en su cabeza como si estuvieran escritas en verso. La vecina dice algo que no logra entender palabra por palabra. Pero la ve irse con su andadera de cuatro patas haciendo un gesto de que venga y entiende al menos eso. Que venga, que necesita encargarle algo. Isa le dice que ya va, que tiene que ponerse encima algo que la abrigue, que hace tanto frío. La vecina se ríe y la mira extrañada, como siempre, como si no la hubiera visto nunca antes.
Mientras se viste Isa piensa que ya van a ser trece años desde que llegó a vivir en esta casa que le alquila a un vecino, que a su vez se la compró a la autoridad municipal cuando el gobierno conservador decidió que ya era hora de que la gente dejara de depender de la caridad pública. La idea era que los que vivían en estas casas tuvieran todas las facilidades para comprar. Pero, claro, los ideales no siempre se cumplen y los que más tienen terminan teniendo siempre más. El tipo más rico del pueblo compró tres, cuatro, cinco casas. Entre ellas la casa en la que vive Isa. Durante esos trece años ha visto a Susan envejecer y pasar de ser una señora bien entrada en carnes, con su pelo entero y peluqueado, que tenía un perro al que sacaba a pasear por las tardes; a ser una viejita enclenque cada vez más flaca, cada vez más perdida en su propio mundo, encerrada en su casa esperando que la vida por fin se termine. 
Isa baja apurada. Ahora que se ha movido un poco ya no le duele la rodilla. Se pone las botas y la chaqueta. Afuera está a punto de seguir lloviendo. Sale por la puerta de la cocina y camina los cinco o seis pasos que la separan de la casa de al lado. Toca. Espera. Toca otra vez. Susan no responde. Abre la puerta, porque sabe que siempre está abierta, y grita con la cabeza metida adentro de la cocina que huele a cigarro encerrado y rancio. ¡Susan! Espera. ¿Susan? Nada. Entra despacio, siempre llamando a la vecina. Abre la puerta que separa la cocina del resto de la casa. ¡Susan! Tiene de pronto un terrible presentimiento que por suerte se disipa cuando escucha la voz de su vecina llegar desde la sala. Hi there. Susan está sentada en la butaca de siempre. Tiene alrededor una cantidad de bolsas de plástico y cajas de cartón. En una mesita que mantiene al lado de la butaca está el control remoto del televisor y un teléfono inhalámbrico. Los dos llenos de una mugre espesa. Sobre el sofá hay otras cosas, botellas de plástico, más bolsas, trapos, cojines. Con sus manos engarrotadas Susan le pasa una lista que dice, dos cajas de cigarrillos, tres botellas de agua, dos rolls. 
Isa mira la lista y empieza a dudar. Le pide a Susan que le dé una de sus cajas de cigarros para poder pedir en el abasto la marca exacta que ella fuma. Susan revuelve entre las bolsas que tiene a su lado izquierdo. Encuentra una caja vacía y se la extiende a Isa repitiendo varias veces la marca de cigarrillos que de todas maneras Isa no entiende. Isa vuelve a mirar la lista y pregunta cuál es el agua que quiere y el proceso se repite otra vez idéntico. Susan revuelve las bolsas de plástico que la rodean buscando una muestra del agua que quiere. Las bolsas y cajas de desperdicios se han ido acumulando a su alrededor y se nota que ni ella misma sabe qué ha ido guardando en ellas. Susan no se mueve de esa butaca en todo el día. La andadera que usa para caminar está enfrente de ella y cuando no encuentra lo que está buscando se agarra con fuerza del aparato de metal y se levanta. Isa le dice que puede ayudarla a buscar, pero Susan no la escucha y avanza hacia la cocina, siempre hablando, hablando todo el tiempo con ese acento incomprensible que a Isa le cuesta tanto descifrar. 
Al final, después de mucho revolver entre varias bolsas, Susan encuentra la botella y le explica a Isa que lo que ella quiere es que la tapa de la botella se abra así, y le hace una demostración con sus dedos temblorosos. Isa agarra la botella y lee que es un agua saborizada con jugo de cranberry y fresas. Vuelven las dos a la sala mientras Isa lee en voz alta el siguiente producto de la lista. Le pregunta si quiere un saussage roll o uno de jamón y queso o si hay alguna otra versión. Isa nunca en su vida ha comprado un roll, le parecen una mezcla letal de grasa con harina y más grasa. Cuando Susan logra entender la pregunta que Isa le repite un par de veces, pone una cara de asombro como si una extraterrestre estuviera en el medio de la sala preguntándole qué planeta es este. Un roll, dice sin salir de su asombro, un roll, repite. ¿Por qué será que a la gente le cuesta tanto explicar lo que le parece más obvio? Isa tiene tiempo apenas de hacerse esa pregunta, porque ya Susan está hablando de otra cosa y apenas logra entender que le está pidiendo que vaya a la tienda M&S, que queda a media hora en autobús, y devuelva unos pantalones que alguien le regaló y que a ella no le gustan o le quedan grandes o algo. Isa se arma de valor después de la tercera explicación y le dice que no, que ella no va a ir a M&S a cambiar ninguna ropa. Sorry.
Cuando sale por fin de la casa de Susan toda su ropa huele a cigarro rancio y siente que se le vienen encima unas ganas tenues de vomitar. Traga grueso y camina a paso rápido hacia el abasto. Encuentra el agua saborizada en las neveras que están al entrar y hace después la cola en la caja para pedir lo demás. Hay tres personas delante y todas piden un par de saussage rolls. Cuando le toca el turno, Isa trata de sonar casual, imitando el tono de los clientes anteriores. La señora que despacha le pregunta si los quiere fríos o calientes. Isa duda y la señora se da cuenta de que en realidad esa mujer morena y de pelo rizado que tiene enfrente no se ha comido jamás en la vida un saussage roll. Confirma esa impresión cuando Isa le muestra una caja de cigarros y le pide dos. Aquí todos los paquetes de cigarrillos son horriblemente iguales y muestran por los dos lados fotos de tumores cancerígenos que pretenden espantar a los fumadores. No parece que haga mucho efecto, piensa Isa. Recibe las dos cajas y saca el billete de veinte que Susan le dió. Faltan casi tres libras que Isa tiene que pagar con la tarjeta de débito que se metió en el bolsillo en el último minuto, por no dejar.
Regresa tan rápido como puede y le entrega a Susan todos sus encargos. Inventa una excusa para no quedarse mucho tiempo. Entra a la casa y se da cuenta de que ha perdido todo el ánimo de seguir trabajando. Se quita en la cocina toda la ropa y la mete en la lavadora. No hay nada que le repugne más que el olor a cigarrillo. Se huele el pelo mientras sube las escaleras en ropa interior. También le huele a cigarro. Decide aprovechar que ya escampó para ir a caminar un rato al parque. Después se dará un baño y se sentará un rato más a ver si puede avanzar en la traducción que tiene pendiente. Mientras se viste, imagina el trayecto que va a tomar esta vez. Se decide por el camino rodeado de pinos que sube por la montaña, al borde de la urbanización nueva. Ya siente en la nariz el olor del bosque. Se pone ropa interior térmica, medias gruesas, sus pantalones de caminar que cortan el viento y un abrigo de fleece que no hace bulto. Baja y se pone la bufanda, el abrigo amarillo y las botas de caminar en la cocina. Agarra el teléfono, los audífonos y las llaves y sale al viento helado como alma que lleva el diablo.

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.