Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Sobremesa

Pertenecemos a una generación que cree que el marrón no combina con el azul –dijo Olga.
La carcajada que se oyó después era una forma de reconocimiento. Exactamente la que ella estaba buscando. Entre ellas era fácil sentir una forma honda de entenderse y olvidar los años de intentar comunicarse en otro idioma.
Y que no se puede salir a la calle sin una cartera... –dijo Sere.
...que combine con los zapatos... –completó Patricia.
No era sólo el idioma. Era la historia. Pero no con mayúscula, sino esta historia chiquita que está en los hábitos, en los modos de vestirse y de comer, de hablar y de contarse cosas. A estas mujeres podía echarles los cuentos más absurdos sin demasiadas explicaciones. Y las risas estaban garantizadas. En un idioma distinto al materno, todas las ideas divertidas parecían fuera de lugar.
Tampoco así –dijo Olga–. Yo dejé de combinarme los zapatos y la cartera hace más de veinte años.
¿Has usado unos zapatos marrones con una cartera azul? –preguntó Sere aguantando la risa.
Todo el tiempo –respondió Olga.
Si hubiera tratado de contar algo divertido en otro idioma, relacionado con el color de las carteras y los zapatos, Olga hubiera recibido una mirada de desconcierto o extrañeza. Su interlocutora habría hecho una pausa silenciosa, educada. Y luego habría cambiado de tema. Le había pasado ya tantas veces que había dejado de intentar hacerse la graciosa.
Pertenecemos a una generación que todavía dice cartera –dijo Patricia, llenando otra vez los vasos.
Las leyes del intercambio social son implacables. En todas partes. Si los interlocutores sienten que estás rompiendo el flujo de la conversación, que debe saltar de un interlocutor a otro sin fisuras y manteniendo siempre el mismo tono, se crea un silencio alrededor que te traga como un remolino y no deja rastro en la superficie. Luego la conversación sigue su ritmo, saltarina y liviana, dejándote atrás.
Somos de una generación que se preocupa por no revelar a qué generación pertenece –dijo Patricia.
Las tres asintieron. El tono había cambiado. Aquí el tono podía cambiar. Estaban entre amigas. No iba a producirse un remolino de silencio acusador. Habían crecido a un mismo tiempo. Se habían hecho adultas en el mismo espacio. Tenían tantas cosas en común que estaban seguras de que podían superar cualquier malentendido, si es que se daba alguno. Los cambios de tono formaban parte de la conversación misma. Eran la forma más palpable de la intimidad.
Sin ir muy lejos –dijo Sere–. Somos de una generación que todavía se pregunta si vale la pena quedarse. Si no será mejor irse.
Se habían acabado las risas. Olga pensó que aquellas frases no estaban dirigidas a ella. A fin de cuentas, ella se había ido casi quince años atrás. Vivía en Londres. Tenía un trabajo decente. Visitaba el país cuando podía juntar dinero y ganas. Sólo estaba de paso. En la madrugada se iría en un taxi al aeropuerto y al día siguiente estaría otra vez en su pequeño flat en Grays Inn Road, instalada otra vez en su vida cotidiana. Y el país volvería al lugar de los recuerdos.
¿Tú ya dejaste de hacerte esa pregunta? –le preguntó Patricia con interés auténtico.
Olga se sorprendió. Acababa de considerar que no era a ella a la que le tocaba el tema. Y sin embargo era verdad que se seguía haciendo esa pregunta. Si no hubiera sido mejor quedarse. Si cambiaría la seguridad de su vida londinense por ratos como estos.
¿Para tener que combinar las carteras con los zapatos? ¡No gracias! –dijo, espantando la duda con un manotazo alegre.
Volvieron a sonreir. Pero ya no era lo mismo. Patricia sabía que no se iría por nada del mundo. Demasiadas cosas la ataban a la ciudad. Todas tenían que ver con sus afectos. No era capaz de desprenderse de ellos. Pero también sabía que la pregunta estaba siempre allí.
Los jóvenes lo tienen muy claro –insistió Sere, como si la explicación fuera necesaria–. Todos están esperando el más mínimo chance para irse.
Ella también. Si pudiera. Se hubiera ido cuando dejó de tener razones para quedarse. Pero Olga no podía imaginar a Sere viviendo afuera. Tal vez por eso, cuando hablaban por skype o se escribían mensajes en facebook, le contaba del frío y la oscuridad del invierno. De la soledad. De los malentendidos que hacían imposible la vida social. Pero ella le respondía haciendo una lista de las ventajas: los museos, los cines, los teatros, las librerías, los parques, las calles con amplias aceras por donde se podía caminar hasta tarde.
Somos de una generación que todavía dice chance –dijo Patricia, sonriendo apenas. 
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lunes, 1 de septiembre de 2014

El canto de las ranas


Canta una rana solitaria. Sigue un silencio. Otra rana responde y antes de que termine ya hay dos o tres ranas más uniéndose al coro. No son ranas las que cantan, son sapos. Es la frase que repite el padre siempre que la madre anuncia que es hora de preparar la cena porque las ranas ya han comenzado a cantar. Un rato después, la noche entera se llena de cantos de ranas, sólidos como un aguacero.
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miércoles, 27 de agosto de 2014

Piropos


(Al estilo de Lydia Davis)



Era de los que te preguntaba, con toda seriedad, si te sentías bonita y se quedaba mirándote intensamente para saber qué cara ponías mientras pensabas una respuesta. Y mientras tú tratabas de tomarte la pregunta en serio y le respondías que no, que sólo a veces, que casi nunca, él iba como tomando nota y ya estaba preparado para hacerte la pregunta que siempre venía después, ¿te sientes bonita en este momento? Daba pena. Era como para reírse. Pero él era así, alguien de otra época, que creía en la eficacia de los piropos pretenciosos y sofisticados. Ya nadie empieza una conversación con ese tipo de preguntas. Por suerte. Sí, pero no deja de ser una lástima, ¿no?
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miércoles, 30 de abril de 2014

Barricada

(Estoy escribiendo un cuento que empieza así...)


Destapó el envase y al sentir el olor de los plátanos dulces y las caraotas negras con arroz se le vino encima un recuerdo sólido como una piedra. Probó primero los plátanos y se le hizo un nudo en el estómago. Soltó el tenedor de plástico sobre del envase de aluminio y miró hacia el final de la calle con los ojos nublados. Una fila de cauchos ardía en la esquina. Más acá se arrumaban retazos de madera de embalaje, carritos de supermercado, colchones, una puerta entera arrancada de cuajo, un enorme contenedor de basura, la puerta de un carro, ladrillos, adoquines, tablones. Todo junto formaba una masa compacta que cerraba la calle.

(Continuará...)
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martes, 25 de marzo de 2014

Apuestas

(El cuento de marzo va a comenzar así...)


Me estaba tomando mi tercer té de la mañana mirando a la plaza desde la ventana de mi estudio. Había un ruido de pájaros en el aire y un sol inseguro de primavera que está por llegar. Nubes acercándose desde el norte. El viento se revolvía fiero entre las cuatro esquinas de la plaza, buscando víctimas. El hombre se acercó desde la acera luchando por mantener el paso firme. Llevaba un bastón en la mano derecha y con la izquierda se sostenía una gorra que imaginé de lana, curtida y oliendo a viejos sudores. Conté sus pasos junto con los sorbos lentos del té con leche (me dicen que la palabra té ya no se acentúa, pero los vicios viejos mueren lento). Hice una apuesta boba: tres a dos a que va al café y no a la peluquería. Perdí. Es mejor perder cuando no hay más testigos que una taza de té y mi gato lamiéndose las patas debajo de la mesa.


(Continuará)
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viernes, 28 de febrero de 2014

Hombre con bandera

A Pedro Varguillas y a todos los estudiantes venezolanos



Levantó la bandera todo lo que pudo. La dejó ondear en el aire de la tarde. Algunos turistas se pararon a mirarlo. Uno que otro tomó fotos. ¿Qué hacía ese hombre con una bandera en el medio de aquella plaza alfombrada con la escarcha sucia de febrero? Su cara mostraba indiferencia por el mundo que lo rodeaba. Se veía que estaba soñando con un paisaje y un horizonte que sus ojos no podían alcanzar. Miraba más allá, tal vez recordando una tierra distante. La bandera tenía tres colores y por un momento pensé en la bandera de mi propio país, también lejano, donde mucha gente caminaba por la calle en ese mismo momento mostrando en alto el tricolor cruzado de estrellas. Pero los colores no coincidían.

Sólo el rojo. Un rojo que, según me enseñaron en la escuela, representa la sangre derramada por los que lucharon en antiguas guerras. Me pregunté si el rojo de la bandera que enarbolaba aquel hombre que pasaba frío en el parque representaba también la sangre de otros muertos en otras remotas batallas. Bajé del autobús en la siguiente parada y regresé hacia el parque donde estaban el hombre y su bandera. Mientras andaba las tres cuadras que me separaban de su mudo acto de resistencia, quise imaginar el momento en que aquel hombre había tomado la decisión de salir a la calle a protestar en un país que no era el suyo, por una causa que nadie a su alrededor podía comprender.

Se habría levantado esa mañana sin sol con una sensación de urgencia. O tal vez habría pasado la noche en vela, porque allá lejos los suyos estaban en pie de guerra y mandaban mensajes urgentes por todas las redes. Se habría mirado en el espejo y se habría preguntado en voz alta ¿y tú? ¿tú qué vas a hacer? Un gesto de vergüenza se le dibujó en la cara justo antes de la fiera determinación que vino después. La certeza de que no era necesario quedarse con la furia adentro. Revolvió los trastos viejos del armario de atrás o tal vez los baúles que había olvidado en el ático. Sabía que entre las cosas que se había traído cuando salió de su tierra para siempre estaba aquel trapo, que plegado y escondido entre otras telas significaba bien poco, pero suelto al viento era como un grito, una oración o un canto.

Se vistió con muchas capas de distintos materiales. Juntó la gorra y los guantes, la bufanda más gruesa y la chaqueta forrada de piel de ovejas. Sabía que iba a soportar un frío de horas, un viento sordo, la sed y el hambre. Se calzó las botas más calientes. No volvió a mirarse en el espejo porque no quería hacerse más preguntas. El frío de afuera le mostró en segundos lo duro que iba a ser seguir andando, perseverar, enfrentar las dudas. Decidió caminar en vez de esperar en la parada. Eran diez cuadras largas, pero el camino era verde, sólo tenía que dejarse llevar por los senderos de tres parques que se conectaban entre sí a través de pasos de peatones siempre llenos de gente.

Esquivó a los ciclistas y a las madres que escoltaban niños en patineta. Miró a lo lejos la Silla de Arturo y recordó su primer ascenso a la montaña desde donde se ve la ciudad entera, el mar todo, los puentes del estuario del río Forth, la niebla en el horizonte. Recordó la sensación de triunfo, el ánimo acelerado del que llega a la cumbre, el deseo de seguir andando cada vez más arriba sin tener otra cuesta que subir. Sólo el cielo abierto y el mundo abajo. Tal vez fue en ese momento que decidió desplegar la bandera. La sacó del morral y la agarró por las puntas. Subió los brazos y la vio volar por encima de su cabeza. Tres colores. Tres gritos al viento. Uno de ellos rojo como la sangre derramada.

Al llegar a la plaza que había elegido se paró firme, con las piernas un poco abiertas, y dejó que el viento hiciera todo el trabajo sin importar que al mismo tiempo le helara los huesos. Así lo vi desde la ventana del autobús. En esa misma posición lo encontré cuando llegué a la plaza después de caminar tres cuadras desde la parada. Me paré frente a él del otro lado de la acera. Apreté el bolso que llevaba en bandolera como si necesitara aferrarme a algo sólido. Esperé que cambiara la luz y crucé la calle con paso decidido.

Sólo el rojo era igual. Pero las dos banderas tricolores movidas por el viento parecían conversar entre sí o tal vez cantar en distintos tonos una misma melodía.
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viernes, 31 de enero de 2014

El sermón

(Los cuentos de Isa y Eli migraron todos juntos a un libro que se va a llamar ESTACIÓN DE RUEGOS. Espero que en ese nuevo formato encuentren muchos lectores nuevos y que se reencuentren con algunos lectores ya conocidos. Ojalá Isa y Eli vayan bien acompañados a este nuevo viaje.)

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.