Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

miércoles, 30 de junio de 2010

Las visitantes

Olía a colonia cara sobre ropas sucias, a aceite quemado y a maderas podridas. Olía a toallas sucias, a camas sin tender y a ropa interior tirada en los rincones. El guardia que cuidaba en la puerta pareció sentir de pronto todos esos olores al mismo tiempo, porque estornudó fuerte sobre la manga del uniforme y se quedó con la boca abierta y los ojos entrecerrados, esperando el siguiente estornudo que no llegó nunca.

Un revuelo de pasos y voces se acercaba rápidamente hacia él, así que recobró su postura firme y al tener frente a sí al hombre más importante hizo sonar los talones y se llevó la mano a la frente. El saludo militar se vio estropeado por unas nuevas ganas de estornudar que le asaltaron en el momento menos oportuno. Pero el centinela logró mantener la compostura hasta que los dos hombres entraron al despacho sin hacerle caso.

—¡Me haces callar a esos hijos de puta! —dijo otra vez el Presidente.

Había gritado esta orden varias veces mientras caminaba por el pasillo del palacio de gobierno, seguido de cerca por un sujeto más bien bajo, de cabeza rapada y porte marcial, que asentía sin decir palabra.

—¡Me los haces callar o tú caes! ¿Me oíste? ¡El que va a caer eres tú! —reiteraba el Presidente señalando con un dedo regordete al hombre de cabeza rapada que no parecía inmutarse por el griterío y los aspavientos de su superior.

—Sobre el otro asunto, señor Presidente —se atrevió a decir el hombre, cuando lo consideró prudente.

—No me jodas, Rodríguez, no me toques esa tecla —dijo con extrema dureza el Presidente, dándole la espalda al hombre que trataba de cambiar de tema.

—Pero ya el asunto llegó a la prensa, Presidente —dijo Rodríguez tratando de no alzar la voz.

—¡Por eso mismo es que tienes que hacerme callar a esos hijos de puta, Rodríguez! Te lo estoy diciendo, te lo estoy diciendo y no te lo quiero volver a repetir.

Rodríguez se quedó parado frente a la silla en la que el Presidente finalmente se echó, con todo su peso, como si cayera en el fondo de un oscuro pozo. Miró a su alrededor y suspiró ante la acumulación de viejos papeles, libros descuadernados, vasos rotos, relojes desarmados, jeringas usadas, tazas de café sucias, paquetes de cigarros arrugados, cajas y cajas de hojas de coca con el escudo de Bolivia. En la esquina, una cama deshecha se notaba apenas bajo montones de periódicos y carpetas llenas de documentos oficiales e informes de inteligencia, marcados con un sello rojo que indicaba su extrema confidencialidad. En el lado opuesto de la cama languidecía un escritorio antiguo, herencia del heroico siglo XIX, bajo cerros de más carpetas y más papeles, bolígrafos y lápices, sellos y almohadillas de tinta, sobres y papeles con el emblema de Palacio, cigarrillos mentolados y cajas de habanos.

—No quiero tener que pasar por este mismo calvario cuando regrese —dijo el Presidente, después de una pausa en la que se había puesto a hojear un informe— ¿Está claro, Rodríguez?

—Positivo, mi comandante —dijo de manera automática Rodríguez.

Se quedó esperando un poco más, porque sabía que sus órdenes no habían sido dadas todavía de manera completa y debía esperar hasta el final. Miró distraído la pared que tenía enfrente. Alguna vez habían estado colgados ahí algunos cuadros valiosos. Ahora sólo quedaba de ellos una tenue sombra en la pared pelada. Igual que habían desaparecido los cuadros, se habían esfumado las cortinas de gobelino y las romanillas españolas que atenuaban el sol que entraba por las ventanas. Una cubierta blindada sellaba ahora las tres grandes ventanas del despacho que se mantenía iluminado por largos bombillos de neón las veinticuatro horas del día. La luz blanca que venía de los bombillos había sustituido hacía ya tiempo la iluminación cálida de las lámparas francesas que se habían mandado a hacer para el despacho presidencial en tiempos del déspota ilustrado.

No quedaba ya ni sombra de las alfombras mullidas con el escudo nacional que habían amortiguado los pasos de todos los presidentes y sus visitantes durante más de un siglo. Aquel aire señorial y aquel olor a maderas nobles que Rodríguez había sentido la primera vez que entró al despacho se había desvanecido junto con muebles, cuadros, cortinas y alfombras. Era como si una empecinada devastación se hubiera ensañado con aquel espacio que alguna vez estuvo destinado a albergar un poder más sereno. Y sólo quedaba ya esa mezcla confusa de olores diversos y bajos, papeles y más papeles, un desorden sin límites ni propósito.

Afuera se escuchó otro estornudo y pasos entaconados y risas de mujeres. Y detrás, un estruendo de pasos masculinos, marciales. Rodríguez pensó que lo único que sucedía puntualmente en Palacio era esta visita diaria. El Presidente se levantó para dar por terminada la conversación. Se aflojó el chaleco antibalas, se alisó la camisa y sacó un peine del bolsillo. Mientras se peinaba dictó sus últimas órdenes.

—Si tienes que culparlos de algo, hazlo —dijo, guardándose de nuevo el peine en el bolsillo—. ¡Que no te tiemble el pulso, Rodríguez!

Rodríguez salió al pasillo por la puerta que el centinela vigilaba. Mientras se alejaba, el grupo de mujeres entraba en tropel en el despacho. Algunas tenían el pelo claro, otras lo llevaban oscuro y abundante. Las más altas y más maquilladas usaban peluca. Vestían con una profusión de lentejuelas y boas, medias de malla y faldas en miniatura, escotes imposibles y hombros al aire. En realidad lucían más desnudas que vestidas. Y aunque sus cuerpos estaban expuestos, sus caras apenas podían adivinarse detrás de las pestañas postizas, las pinturas de boca subidas de tono y las gruesas capas de bases, polvos y sombras. Hablaban portugués y un extraño dialecto parecido al francés que Rodríguez ubicó en algún lugar del Caribe. Por reflejo condicionado de su oficio, algunas miraron con coquetería a Rodríguez antes de perderse en el despacho.

Detrás de ellas venían los cuatro edecanes morenos y altos que habían estado desde hacía más de diez años a cargo de la seguridad del Presidente. Saludaron a Rodríguez con un gesto de la cabeza y se quedaron en la puerta al lado del centinela que se puso rígido. Rodríguez se paró en el medio del pasillo como respondiendo a un impulso que no supo controlar. Miró al grupo de guardaespaldas con una curiosidad que no le estaba permitida y quiso formular una pregunta.

—¿De dónde vienen esta vez? —dijo en un tono que parecía firme.

El líder de los vigilantes lo miró ceñudo. Pareció calcular el rango y la importancia del interlocutor que tenía enfrente. Sin duda lo había visto antes y, si acababa de salir del despacho, alguna importancia tendría. Pero él no estaba autorizado para responder preguntas, ni de éste ni de ningún otro funcionario. Su único diálogo posible era con el mismísimo Presidente. Y, a fin de cuentas, nunca era en realidad un diálogo. Era más bien cuadrarse y obedecer. Sí, mi comandante. No, mi comandante. Eran las dos únicas líneas que le era dado pronunciar en la farsa inmensa en la que todos estaban.

—No tengo conocimiento —se dignó a responder finalmente.

Su definido acento antillano resonó en los oídos de Rodríguez como un insulto. Seguía sin acostumbrarse a aquella invasión descarada. Asintió con la cabeza y estaba a punto de retomar su camino cuando le asaltó otra duda. Sabía que el cubano no le daría ninguna respuesta, pero no pudo resistir la urgencia de ponerlo una vez más en evidencia.

—¿Y ustedes de dónde es que vienen? —dijo con el tono más inocente que pudo encontrar.

El hombre alto y fuerte caminó hacia Rodríguez y en dos amplias zancadas se le paró enfrente con gesto amenazador.

—Digo, no de dónde vienen en general, sino de donde vienen en este momento. ¿A dónde fueron a buscar a las jovencitas? —disimuló Rodríguez, como si no quebrara un plato.

El guardaespaldas se le quedó mirando fijo. Sus mandíbulas se abultaban y se desinflaban masticando una rabia impotente y sin resolución posible. Los dos sabían que habían llegado a un límite infranqueable. Pero valía la pena quedarse un minuto así, frente a frente, sin ceder un milímetro, sabiendo que el poder verdadero estaba del otro lado de aquella puerta, desde donde llegaba el sonido de gritos y risas, de muebles que se arrastraban, de vasos o copas quebrándose. Parecían dos gladiadores fuera de la arena, dos toros tristes.

Rodríguez se hubiera podido instalar en aquella pose desafiante hasta que el cubano cediera. Pero tenía una ventaja y no quiso perder la oportunidad de usarla. Así que, dos minutos después, dio un paso atrás como cediendo terreno.

—Es que el señor Presidente me acaba de encomendar una misión urgente y los tiempos son cruciales —dijo al fin con una sonrisa de triunfo.

Sabía que lo que dijera no tenía que resultar lógico. Sólo tenía que mencionar las palabras claves y todas ellas estaban ahí: Presidente, misión urgente, tiempo. Y la primera persona que cambiaba todo.

El guardaespaldas cedió, tal como Rodríguez esperaba. Balbuceó un lugar y un recorrido, calculó horas y minutos. Se le notaba que no estaba convencido, pero que había aceptado la superioridad de su oponente. Rodríguez se dio por satisfecho y antes de irse tuvo hasta el atrevimiento de palmearle el hombro al cubano, como si no hubiera ningún mal sentimiento de por medio.

Dio media vuelta y avanzó hacia la salida. Un aire de revancha le aligeraba el paso. Cuando iba llegando al final del pasillo todavía podía sentir el olor a cremas humectantes, a bronceadores con aceite de coco, a perfumes caros, a fijadores de pelo, a ropa interior recién comprada.

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.