Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

miércoles, 12 de junio de 2019

Fronteras


Pero quedamos nosotros. Los que no nos quedamos. Los que buscamos apurados la primera frontera que pudimos cruzar para ponernos a salvo, porque estábamos demasiado ocupados en sobrevivir. Porque nos empujaba el miedo y el hambre y nos negamos a elegir entre dos males. Pedimos asilo, rogamos asistencia, mendigamos la sopa y el pedazo de pan en cada refugio que encontramos. Habíamos dejado la pena y la vergüenza en el camino o enterradas en las ruinas de todo lo que alguna vez llamamos nuestro. Aunque tuvimos que abandonar a los más viejos, salvamos a los niños. Y cuando logramos por fin cruzar al otro lado volteamos a mirar desde lo alto y vimos los incendios y las polvaredas. La tierra toda arrasada por la furia. Los bosques y los ríos envenenados por el odio. Y supimos que al final sólo quedaríamos nosotros, los que no podíamos ni queríamos elegir. Los que nunca creímos en la guerra y ahora menos. Los que cargamos a cuestas con la culpa de no pertenecer a ningún bando. Los que en tiempos de paz limpiábamos las casas, reparábamos lo que estaba roto, cuidábamos niños y jardines, gatos y perros. Curábamos enfermos, lavábamos ancianos. Manteníamos en orden las calles y las plazas, vendíamos los tiques del metro, manejábamos los autobuses, despachábamos en los abastos y las farmacias. Y sacábamos las cuentas al final de cada día contando hasta el último centavo. En tiempos de guerra seguíamos trabajando aunque ya no tuviéramos transporte para ir al trabajo y el sueldo no alcanzara ni para el café del desayuno. Y cuando ya no pudimos trabajar, seguimos cuidando de los nuestros y de los demás, porque era lo único que podíamos hacer. Aunque a veces tocara pelear entre nosotros, sin elegir nunca ningún bando. Porque en la guerra la furia se multiplica y lo abarca todo. Y a veces hasta tuvimos que mancharnos las manos de sangre. Pero todo eso quedó atrás y ahora estamos por fin del otro lado, llenando planillas y respondiendo cuestionarios para que nos den permiso de ser y estar en otra parte. Donde sea que la guerra y el miedo y el hambre ya no nos alcancen.  


viernes, 7 de junio de 2019

Fuga


Pero también estamos nosotros. Los que no podemos elegir. Los que tenemos que meter lo que quepa en un morral siempre demasiado pequeño y cargar con los niños y abandonar a los viejos para salir huyendo de la metralla y de las bombas cuando la guerra se nos mete en las casas y destruye cuadra a cuadra lo que fue hasta ayer el mundo conocido. Los que no podemos elegir ningún bando porque estamos demasiado ocupados escapando del fuego cruzado que nos deja en el medio, íngrimos y solos y muertos de miedo. Los que después de la carrera inicial y el sálvese quien pueda, todavía nos paramos en la primera loma a mirar para atrás sin volvernos de piedra. Los que vemos con horror que todo quedó destruido y que ya no hay lugar a donde regresar. Pero, aún así, cuando la batalla se termina porque no hay batalla eterna, regresamos a deambular con terquedad entre las ruinas. Agarrando a los niños con fuerza para que no se nos desmayen del hambre, caminamos entre los escombros de lo que una vez fue nuestro. Reconocemos lo que queda de un plato o una taza. La olla de peltre en la que tantas veces, hace ya tanto tiempo, tuvimos la alegría de recalentar el café a media mañana. Nos arrodillamos ante los restos del viejo que por fin descansa en paz, debajo de una viga que terminó de partirlo en dos con una exactitud misericorde. Le pasamos la mano por la frente, le pedimos la bendición o se la damos, y seguimos deambulando un rato más aunque sabemos que ya es hora de irnos. Sumamos a la carga alguna pequeña cosa rota: un cuchillo sin cacha, un ganchito de pelo, la cabeza sin cuerpo de una muñeca de plástico, un bolígrafo que apenas tiene tinta, una bolsa vacía que revuela en la brisa, una media nona, un chupón, una funda sin almohada, una gorra percudida, un tenedor retorcido, la esquinita de un cenicero roto, un yesquero amarillo que dice enjoy debajo de una carita feliz. El llanto de los niños nos regresa al camino y nos vamos andando sin saber hacia dónde. Pensando nada más que cualquier otro lugar donde no haya una guerra tiene que ser mejor que este. 


jueves, 6 de junio de 2019

Reciclaje


Pero también estábamos nosotros, los que quedamos atrapados en el medio del fuego cruzado sin poder elegir un lado o el otro. Los que no podemos elegir porque estamos demasiado ocupados tratando de sobrevivir, de comer aunque sea una migaja cada día. Los que buscamos sin parar algo que darle a los niños para que no se nos mueran de puro flacos y alimentamos con lo que podemos a los viejos para que no se nos desaparezcan entre las sábanas antes de que amanezca. Somos los que deambulamos rebuscando en la basura. Los que miramos desde las ventanas entreabiertas las marchas y contramarchas que pasan allá abajo en la calle. Los que salimos cuando las marchas se acaban a recoger las botellas tiradas por el suelo o dejadas con cuidado cerca de un poste, para sumar una gota a otra gota y juntar en un solo pote un líquido marrón que le damos de beber a los más sedientos. Recogemos panfletos, afiches y pancartas, pintados con consignas en las que no podemos creer, sin saber todavía cómo vamos a usarlos después, porque lo que no se come es más bien inútil y estorba. Pero hemos aprendido que todo puede ser usado y vuelto a usar. Reciclaje lo llaman en la radio. Recogemos bolsas de papitas, maní y tostones. Siempre queda un resto de algo olvidado en el fondo, aunque sea nada más unos granos de sal que se nos pegan a los dedos ensalivados cuando los hacemos llegar hasta el último pliegue. La sal también alimenta. A veces, si tenemos suerte, encontramos paquetes intactos. Una arepa que se cayó de un morral sin que nadie la probara y sobrevivió de milagro al borde de una acera después de que unos tipos con uniformes negros sacudieron a una muchacha hasta quitarle de encima todo lo que cargaba y se la llevaron después en una moto, un esbirro adelante y otro atrás, tocándole las nalgas y las tetas. Pobrecita. Iba, tal vez, ella también con hambre. Pero sobre todo iba con miedo. Y sabemos muy bien de ese miedo, que es el nuestro, pero agradecemos sobre todo esa arepa con queso y mantequilla que seguro unas manos de abuela, madre o tía, prepararon con esmero y angustia para esa niña que se iba a la marcha tan temprano y tan sola. Esa niña que tal vez no regrese pero que sin saberlo ha alimentado con su merienda intacta a dos niños que esperan en la casa con el estómago hinchado y las costillas al aire. Media empanada, dos papitas, cuatro tostones húmedos, dos dedos de cocacola light. A veces conseguimos eso y más. Otras veces regresamos con las manos vacías aunque lleguemos con los dedos empegostados de sal.


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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.