Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

sábado, 12 de marzo de 2011

Escena final

—¿A dónde se dirige? —pregunta el guardia, con mi pasaporte en una mano y en la otra el lomo amenazante de un arma automática.

—A Escocia —le digo lentamente.

—¿Cuál es el propósito de su viaje? —pregunta el guardia.

—Estoy regresando a mi casa —le respondo.

—¿Dónde vive? —me pregunta, luego de una pausa de asombro más bien falso.

—En Edimburgo —le digo despacio.

Está incómodo porque lo miro directamente a los ojos y su uniforme y su tono no parecen intimidarme. Espero sin bajar la vista su próxima pregunta.

—¿A qué se dedica? — pregunta al fin.

—¿Perdón? —le digo, tratando de sonar despreocupada.

Me mira fijo un segundo, como si hubiera sospechado un tono de burla en mi respuesta.

—¿En qué trabaja?

—Soy escritora —le digo.

Siempre me ha parecido una forma de provocación decir que escribo. No sé por qué. Pero es tal vez porque en un país como el mío cualquier cosa que se salga de lo previsto es una afrenta. Aquí, ser escritor es una forma de no ser nada. Y no ser nada es sospechoso. El guardia no sabe qué más preguntar. Su cara va cambiando a medida que hace el esfuerzo de dar con la pregunta siguiente. Parece que está a punto de rendirse pero de pronto su cara se ilumina, apenas.

—¿A qué se dedica su esposo? —me pregunta triunfante.

Mi respuesta no llega enseguida. Saboreo por un rato la situación ambigua de saber que para este guardia que me interroga mientras hago la cola de Air France, que me va a permitir abordar el avión que me lleva a París, donde voy a montarme en el avión que me va a llevar a casa al día siguiente, encontrar una casilla, una etiqueta que me encajone y me ubique es fundamental. Sé que su trabajo consiste en intentar ponerme nerviosa. También sé que sus límites de tolerancia son cerrados. Este no es el único funcionario que va a interrogarme hoy.

Cuando entregue mis maletas y me den mi tarjeta de abordaje —o como se llame en español el boarding pass— tendré que hacer la cola para entrar a la zona de tránsito de los pasajeros. Ahí estaré sujeta a los interrogatorios de los funcionarios que revisan el equipaje de mano. Al menos dos de ellos van a mirar mi pasaporte y van a preguntarme hacia dónde me dirijo y a qué me dedico. Mis respuestas, a propósito, van a ser ligeramente diferentes. Descrubrí ese juego hace ya varios años. Aburrida de ser interrogada varias veces por distintos policías o guardias malencarados, cada vez que entraba o salía del país, decidí darles a cada uno una respuesta distinta a ver cómo reaccionaban. Cuando me preguntan a dónde se dirige puedo responder a París, a Edimburgo, a Francia, a Escocia, al Reino Unido, si quiero decir una verdad al menos parcial. Pero también puedo responder a Eslovaquia, a Estocolmo, a Estonia, a Estrasburgo, y ninguno nota la diferencia aunque tienen mi boarding pass en la mano.

Hace tiempo descubrí que podía decir cualquier cosa y después de los lugares de destino empecé a experimentar con las ocupaciones. En cada viaje espero con una especie de emoción contenida la infalible pregunta: ¿a qué se dedica? Depende de la cara del funcionario y de mi ánimo en el momento puedo responder, como en el caso de los destinos finales, con verdades a medias: soy periodista, profesora, traductora o escritora. O puedo inventarme cada vez, en el mismo día y a apenas dos pasos de distancia entre un funcionario y otro, las profesiones más diversas y contradictorias. Cuando me siento arriesgada y con ganas de tentar mi suerte, le digo al primer guardia que soy pintora, al segundo que trabajo en restauración de monumentos antiguos, al tercero que me dedico a hacer cervezas tradicionales en una destilería minúscula en las tierras altas, al cuarto que tengo varios oficios entre los que podría citar la lectura de runas vikingas o la predicción de catástrofes como el tsunami que acaba de arrasar el norte de Japón.

Cuando llego a este extremo la voz me falla a veces. Y otras veces empiezo a intuir que me viene subiendo desde el estómago un ataque de risa. Entonces me llamo a botón y vuelvo a las profesiones más o menos respetables. Soy profesora, le digo al último funcionario de la cola final. Y paso ese examen sin que ningún gesto inoportuno me delate y sin haber dicho ninguna verdad absoluta, por lo que me siento de lo más orgullosa de mí misma cuando paseo viendo vidrieras por el área de embarque y fantaseo con comprar maletas o libros o zarcillos o ropa. Pero al final siempre termino comprando solamente la prensa y chocolates para mi marido. Ese marido sobre el que me pregunta el guardia justo ahora.

Miro la cola de embarque moverse adelante. Al menos diez personas que estaban detrás de mí están ahora enfrente, algunos ya han terminado con el trámite de chequearse, han pagado su impuesto de salida y ya estarán tal vez frente al aburrido funcionario de aduanas que les va a sellar el pasaporte con la fecha de hoy, indicando que pueden irse, arrancar, despedirse, alzar vuelo. Pero yo sigo parada frente al guardia que espera mi respuesta, imaginando cuál de mis historias voy a usar esta vez, por puras ganas de incordiar, por ejercer la imaginación, y por oponer una forma de resistencia divertida e inútil ante tanto uniforme y tanto remedo de control.

Mientras el guardia mira alrededor por encima de mi hombro me pregunto qué historia contaré cuando los guardias revisen mi maleta llena de libros en la zona de embarque de equipaje. Porque sé que esta vez también me va a tocar bajar con cuatro o cinco pasajeros más, casi todos chinos, todos vestidos con el chaleco amarillo fosforecente que huele a aceite para carros y que nos obligan a ponernos sin derecho a discutir. Nos conducirá otro tipo de funcionario. Un civil, uniformado de azul, parco y aburrido. Casi sin mencionar una palabra, haciendo gestos a izquierda y derecha para indicar el camino, nos llevará por los pasillos hasta un ascensor y nos bajará hasta la puerta en la que nos van a quitar nuestros pasaportes y nos van a hacer pasar por un nuevo detector de metales. Después saldremos al calor inclemente de Maiquetía a las tres de la tarde.

Caminaremos en fila india por el borde de una callecita angosta por donde van y vienen vehículos de todos los tamaños autorizados para transitar por las pistas del aeropuerto. Escucharemos sirenas y cornetas, frenazos y señales de advertencia de los camiones que avanzan o retroceden. En medio del barullo oiremos también el ladrido de los perros que escudriñan entre las pilas del equipaje. Entonces sabremos que estamos llegando. Detrás de una mesa portátil tres funcionarios separan algunas maletas de un grupo que ya ha sido olfateado por los perros marrones de pelo corto, labradores tal vez. Preguntan cuál es la suya y piden que se abra. Sacan todo, lo palpan, lo huelen, lo saborean. Hacen preguntas sobre cada cosa.

Cuando estoy con ánimo de inventar historias les cuento el destino al que llegarán los libros, que son siempre los objetos más sospechosos que llevo. Unas veces van a parar a remotas bibliotecas públicas tibetanas, a las faldas de los imponentes Himalayas. Otras se quedan modestamente en la British Library. Pero la mayoría de las veces van a personajes particulares que tienen una historia rebuscada que invento en el momento a partir de recuerdos dispersos que corto y pego, como el ejemplar que le llevé una vez a un escritor ciego que recibía libros de todas partes del mundo y que tenía un ejército de lectores que los leían en voz alta en una cantidad inverosímil de idiomas que nadie sabía en realidad si él entiendía o no. También hubo un libro destinado a un escritor que escribía sus propios textos recortando con unas minúsculas tijeras frases, palabras e incluso sílabas de cientos de libros que le donaban sus aficionados para que reconstruyera las ficciones de otros en una especie de collage infinito. Y así.

Veo que el guardia ha llegado al límite de su tiempo de atención y que sólo sigue enfrente de mí esperando una respuesta porque no ha encontrado todavía algo mejor que hacer. Tanto él como yo sabemos que cumplimos un ritual inútil. Bailamos la danza de las sillas sin música. Él pregunta, yo respondo, hasta que la música imaginaria se acaba. Pero el intercambio no tiene consecuencias. Vestir uniforme y cargar un arma al hombro le da a él el derecho a interrogarme y a mí me impone la obligación de responder. Porque en este país el poder que no se ejerce pierde prestigio y el poder aquí se viste de uniforme, carga botas y lleva un arma al hombro.

A veces me pregunto si al final de la tarde se sientan todos los guardias, los policías de civil, los funcionarios de aduana, a contarse los hallazgos del día alrededor de un café o unas cervezas heladas. Hoy interrogué a una mujer que se dedicaba a predecir catástrofes, dirá uno. Eso no es nada, dirá otro, a mí me tocó una señora que trabajaba en la restauración de libros antiguos y que estaba reparando un diario de Simón Bolívar que acaban de descubrir enterrado en el Panteón junto con los restos del libertador. Todos hablarán convencidos de que se trata de distintas gentes. Y tal vez sea así. Tal vez yo no soy la única que ha descubierto esta manera de matar el tiempo en Maiquetía.

—Mi esposo se dedica a contar las estrellas del firmamento —digo con absoluta convicción.

Espero que el guardia ponga cara de sorpresa. Pero no lo veo reaccionar. En realidad no me está mirando, porque acaba de descubrir una presa más apetitosa a unos pasos detrás de mí y ya comienza a salivar con emoción anticipada. Cierra mi pasaporte con un gesto definitivo y me lo devuelve sin decir nada. Me quedo a propósito delante de él, bloqueándole el paso hacia su próxima víctima. Trata de dar un paso y descubre con furia que sigo ahí.

—¿Me puedo ir? —le digo en mi mejor tono de inocencia.

—Circule —me dice el guardia, despachándome con un gesto de impaciencia.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.