Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Final con cadáver

Todo le olía a vómito. El olor no lo abandonaba a pesar de que se había cambiado los pantalones y las medias después de que aquella mujer le largó encima el desayuno y quién sabe si también la cena del día anterior. La mujer acababa de recibir la confirmación de que su hijo era uno de los cadáveres que esperaban en la morgue para ser identificados y su cuerpo reaccionó volteándose hacia afuera justo encima de los pantalones limpios de Arnaldo Gutiérrez. La tristeza es a veces una sensación tan física que parece una enfermedad más que un sentimiento. Y como no debe haber dolor más grande que el de una madre que pierde violentamente a un hijo, Gutiérrez la perdonó por principio y cargó con el olor a vómito como una cruz por el resto del día.

Con su olor a cuestas, Gutiérrez bajó a pie por la Calle Sorbona, que va desde la morgue al corazón de la ciudad, el río que la atraviesa. Le tocaba inspeccionar el levantamiento de un cadáver en las aguas sucias del Guaire. No era nada raro que hubieran encontrado un muerto en el río. Al menos un par de cuerpos aparecían por semana atrapados en algún matorral en Las Adjuntas, atascados junto con otros residuos en las curvas o los pliegues del agua a la altura de Ruiz Pineda, enganchados a los pies de los puentes de Las Mercedes o pegados como peces muertos en la rejilla en la que finaliza el embaulamiento del río, cuando la ciudad hace como que se temina y las aguas vuelven a andar de su cuenta. Toneladas de aguas negras que jamás se purifican, por más que corran por kilómetros y kilómetros hasta llegar al río Tuy y de ahí sigan andando junto con otras aguas también negras hasta el incendiado y mítico Mar Caribe. Mierda de principio a fin.

El cuerpo ya estaba fuera del agua. Los bomberos habían maniobrado amarrados a sus arneses, colgados como escaladores de cuerdas verdes y rojas, dando gritos y órdenes. De no ser por el cadáver inflado que manipulaban, se diría que era un grupo de jóvenes disfrutando de un sano ejercicio al aire libre, del sol y el agua, de la atención que despertaban entre los transeúntes. Pero el cuerpo estaba ahí y comenzaba a llegar su olor indescriptible. Olía peor que el vómito. Olía a carroña y a cloaca, a sangre seca y a madera podrida, a mierda y a orines, a todo lo podrido y oxidado, a humedades viejas y a densas oscuridades.

Gutiérrez sabía que ese olor desplazaría el del vómito que todavía tenía pegado en el cielo de la boca. Pero no era un consuelo. Sacó del bolsillo una latica de mentol de tapa roja y se untó la entrada de las fosas nasales. No servía de nada, pero le daba algo que hacer mientras observaba el final de las maniobras. Un bombero se acercó a informarle los detalles. Gutiérrez lo conocía. Su apellido era Prieto y nunca nadie lo llamaba por su nombre de pila.

—Masculino, unos veinte años, por lo menos un día en el agua —dijo Prieto.

—Te firmo los papeles ahorita o me los pasas más tarde —dijo Gutiérrez, sin entonación de pregunta.

—Si puede ser ya, mejor —dijo Prieto y le alargó una planilla en blanco que Gutiérrez firmó sin dudar que el bombero iba a usarla para lo que debía.

Gutiérrez bajó la empinada ladera que daba a la orilla del río y se detuvo a unos pasos del cuerpo. La bolsa en la que debían guardarlo no había llegado y el cuerpo seguía al sol, apenas tapado por un plástico verde que la brisa levantaba cada tanto. Gutiérrez miró hacia arriba y vio cómo la gente se arremolinaba en el puente. Algunos tomaban fotos con los celulares. Gutiérrez pensó que un poco de dignidad no le haría daño a nadie. Se acercó más al cuerpo. Agarró un par de piedras y las puso con cuidado sobre las esquinas del plástico verde. El público arriba estaría decepcionado, aunque él se sentía casi bien por primera vez en el día.

Ya no había nada que hacer ahí, pero tenía que esperar la furgoneta y presenciar el cierre de la bolsa en la que moverían el cuerpo a la morgue y firmar y sellar más papeles junto con el forense. Trató de alejarse del olor subiendo de nuevo la cuesta. Encendió un Marlboro rojo y se sentó a esperar. La mitad del tiempo su trabajo consistía en esperar. Por eso había inventado y perfeccionado un método que le hacía la espera menos pesada. Recordaba. Y mientras recordaba cualquier acontecimiento particular que le había sucedido, cambiaba, mejoraba, alteraba y editaba los recuerdos hasta el más mínimo detalle, hasta que quedaran tan aceptables que era imposible cambiarlos más.

Ese día, tal vez por el olor a vómito que lo perseguía, le había dado por recordar un incidente más bien vergonzoso y demasiado reciente para haber dejado de dolerle. Mientras lo retomaba donde lo había dejado al llegar al puente, se asombró de que su recuerdo tuviera esa nitidez de las películas recién vistas. Había terminado de tomarse un café y Cecilia estaba frente a él todavía llorando. Pero su cara tenía una dignidad y una compostura que le conmovía. En la vida real todo había sucedido en la cocina de su casa, pero Gutiérrez prefería cambiar el escenario y ubicar toda la acción en un café de Los Palos Grandes donde una vez había terminado con una mujer menos hermosa y más agresiva que Cecilia.

Había intentado el típico “no eres tú soy yo”; el patético “te juro que sigo queriéndote como el primer día”; el misericorde “tú te mereces a un tipo mejor que yo”; el ridículo “no puedo vivir sin ti, pero te estoy haciendo daño”; el hipócrita “tu eres la mujer que más he querido”; el condescendiente “es mejor así, para los dos”; el resignado “tú sabes que en realidad nunca nos hemos entendido”. Todas las formas de arrancar de cuajo un sentimiento se le habían cruzado por la mente desde que se había empeñado en retocar el recuerdo de su ruptura con Cecilia. Nada le acomodaba, porque en realidad ninguna excusa era verdad y al mismo tiempo todas eran ciertas. Pero en su recuerdo de aquel día Cecilia no quería entenderlo. O él no pudo entender su obstinado silencio sino como una exigencia de razones.

—Podemos seguir siendo amigos —le había dicho él en la vida real.

—Yo no me voy a olvidar de ti de un día para otro —le decía en esta versión corregida y aumentada.

Pero nada terminaba de cuadrar en aquella escena y Gutiérrez sabía que sólo el inicio de un romance nuevo, esa sensación de estar otra vez aprendiéndolo todo, le sacaría de la cabeza las lágrimas de Cecilia, el olor de Cecilia, el tono lastimero de su voz cuando le dijo, con total dignidad, “yo sé que éste es el fin, no sufras”.

Ésa era la frase que Gutiérrez no podía editar. Por más que cambiaba y cambiaba aquella escena, por más que agregaba nuevos colores, distintas locaciones, un postre diferente al lado del café, otra una luz en el pelo de Cecilia, nada lograba sacar aquella escena del destino final que le aguardaba. La frase que Cecilia había dicho antes de levantarse, con una calma mortal. Gutiérrez había sentido en ese momento que ella había sido la que lo había dejado a él, y no al revés. Y esa sensación era lo que trataba desesperadamente de borrar de su cabeza y de su estómago.

Pero el olor a vómito que tenía pegado a la nariz no ayudaba, ni la pestilencia de las aguas del Guaire mezclada con la del cadáver empapado que ahora levantaban los bomberos. La bolsa de plástico nunca llegó y Gutiérrez no pudo evitar pensar en esas series de televisión en las que todo luce pulcro y ordenado. Sobre todo cuando vio cómo los bomberos aventaron el cuerpo para lanzarlo a la parte de atrás de la furgoneta. El cuerpo se balanceó como una cuerda vieja, como una hamaca que cargara un niño, y al caer sobre el piso metálico hizo un ruido neutro y fofo.

Gutiérrez pensó que ese ruido se parecía a un final, a una ruptura. Pensó que era el ruido perfecto para terminar con Cecilia, con el recuerdo terco de Cecilia. Y mientras los bomberos volvían a sus carros y a sus camiones, mientras el grupo de curiosos se dispersaba caminando hacia Bello Monte o Sabana Grande, mientras la destartalada furgoneta se alejaba camino a la morgue, Gutiérrez clausuró para siempre la edición de la escena. Había encontrado una frase perfecta y ya no la dejaría ir. Era la frase que le permitía quedarse con la última palabra. No podía agregarla a aquel diálogo tantas veces reconstruido, pero podía servir de mantra en las noches de insomnio. La había pronunciado Prieto al despedirse y Gutiérrez la repitió para sí mismo, en voz alta, por el resto del día.

—Nada que no haya muerto antes —había dicho Prieto.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.