Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

martes, 23 de junio de 2009

El testigo

“Una guerra la puede contar un estratega, sobre el mapa, y entonces se parece a una explicación; o la puede contar un soldado, desde el campo de batalla, y en ese caso el estruendo y los llantos obstruyen la comunicación. (…) [Pero] existe un tercer modo, que es el de los mapas borgeanos del tamaño del territorio, es decir, del tamaño del lenguaje.”
César Aira



La casa goteaba escaleras abajo. Un viento tibio entraba por las ventanas rotas y movía lo que quedaba del batiente de una puerta: pam, pam, pam. El ruido acompañaba aquel naufragio como una letanía triste o una oración murmurada en el medio de la noche. Pam, pam, pam, drip, drip, drip… el agua que bajaba por las escaleras y el golpeteo acompasado de la puerta dejándose batir por el viento nos acompañaron durante toda la noche. Una lenta y agobiante noche en la que no pude dormir sino a saltos, soñando con eternos aguaceros y con gente que pedía a gritos favores que no pude entender.

Al aparecer la primera luz del día por las ventanas rotas, la brisa había desaparecido y en su lugar iba tomando forma un calor que amenazaba con aplastarlo todo. Cuando Mina se levantó ya el gato estaba regresando de su cacería nocturna y se lamía las patas indiferente. Un hilo de sangre le colgaba todavía del bigote. Desde antes del amanecer Segundo se había dedicado a recoger lo que creía que podía valer algo. Iba metiendo lo que podía en la mochila que llevaba días cargando, desde que logró desprenderla del cuerpo de un soldado huesudo y pálido, cuando pasamos por Santa Clara. La mochila se había agregado a nuestras escasas pertenencias de una manera tan natural que parecía que la habíamos cargado por años. Tal vez porque era del mismo color de nuestros trapos. Ese color indefinido que se forma de la mezcla del barro con la sangre. Ahí iba metiendo Segundo todo lo que podía intercambiar más adelante por comida, municiones o agua. No era mucho lo que quedaba de valor en la casa. Todo se lo habían llevado ya. Pero Segundo guardaba incluso lo que parecía no servir para nada.

⎯Nunca se sabe quién puede necesitar algo que a uno le parece inútil −decía convencido.

Cuando llegamos a la casa el día anterior, subí a revisar el piso de arriba para ver si quedaba alguien vivo. Ni vivos ni muertos, anuncié al bajar. O se los llevaron a todos o no había nadie cuando pasaron por aquí. Por los destrozos era imposible saber si se trataba de tropas regulares o de grupos de alzados o si habían pasado unos detrás de otros hasta dejar la casa en un estado de destrucción tal que ya sólo servía de refugio para un par de noches. No habíamos decidido cuánto tiempo nos quedaríamos y ya Segundo estaba inquieto, como siempre que se abría la posibilidad de detenerse en el camino. No había nada de comer y Segundo me mandó a revisar el patio, porque había escuchado un gallo en la alta noche y, como siempre decía, donde hay gallos hay gallinas. Y donde hay gallinas hay comida, completaba Mina. Sólo encontré tres huevos que nos comimos crudos. Y agua en un pozo que por milagro no habían cubierto de tierra o envenenado.

Esas cosas pasaban a veces en en esta guerra a medias. Era posible encontrar pequeñas islas de tregua que los distintos bandos dejaban intactas como si se hubieran puesto de acuerdo. A veces era un pozo del que se servían unos y otros o una casa que nadie había querido destruir del todo. A veces era un árbol de mangos recortado contra el cielo claro, lleno de frutas intactas, que ningún batallón o milicia se había atrevido a pasar bajo los machetes. Una vez vimos un corral lleno de chivos a los que una anciana alimentaba con una tenacidad de hierro. Nos extrañó tanto ver aquel corral en medio de la nada que nos acercamos a preguntar de quién era. La vieja nos respondió que era de todos y de nadie y que por eso seguía en pie. Nos dio un chivo a cambio de que no destruyéramos el corral ni su mísero ranchito que parecía hacer equilibrio al borde de un barranco. Nos ofreció leche y queso y nos dio noticias de las últimas tropas que habían pasado, tres días atrás. Luego nos mandó a ir con Dios y se dedicó a lo suyo, segura de que se había salvado una vez más de la amenaza de esta violencia inútil.

Así parecía ser el pozo que estaba en el patio de la casa. Uno de esos espacios de tregua inmerecidos e inevitables. Que el pozo siguiera ofreciendo agua limpia era para Segundo signo de un peligro que estaba por venir. No podíamos quedarnos ahí más de un par de días sin encontrarnos con alguien. Eso decía, una y otra vez, mientras inspeccionaba los alrededores. Mina se había desentendido de las reiteradas advertencias y andaba por el piso de arriba, haciendo crujir las tablas y revisando los restos de colchones destripados que habían sido amontonados en un cuarto. Alguien intentó prenderles fuego, pero la llama debió apagarse cuando abandonaron la casa y los restos se quedaron ahí, a medio quemar, empapados de agua. Un agua que no era posible saber de dónde salía pero que goteaba incansable escaleras abajo… drip, drip, drip.

En la tarde de aquel primer día que pasamos en la casa escuchamos el inconfundible ruido de pisadas humanas entre las hojas secas.

⎯¿Quién vive? −preguntó con voz fuerte Segundo, sin que se le notara el susto.

⎯¡Gente de paz! −gritó el hombre con desgano.

Lo miramos acercarse por entre los matorrales. Usaba alpargatas y sombrero. Un pantalón que le quedaba demasiado grande y algo que alguna vez, mucho tiempo atrás, había sido una camisa blanca. Arrastraba los pies como para hacer ruido a propósito. Que nadie imaginara que quería llegar sin ser oído. En tiempos como esos una entrada silenciosa podía costar más que la vida.

⎯¿Cuál es su gracia? −preguntó Segundo, haciendo uso de una vieja fórmula que había escuchado a los campesinos y que para él, hombre de ciudad, sonaba como un encantamiento.

⎯Me llamo Florencio. Florencio Lagos, para servirle, patrón −respondió el hombre quitándose el sombrero.

Los gestos humildes y el calmado tono de la voz surtieron el efecto deseado. Segundo bajó la guardia y preguntó con un tono menos agresivo de dónde venía y qué estaba haciendo por esos lados. El hombre respondío que venía con sed. Después de tomar agua despacio como un sediento experto, comenzó a contar sus andanzas con el mismo tono de voz calmado y distante. Parecía haberlo visto todo y al mismo tiempo sus ojos mostraban la curiosidad del que nunca se cansa de ver. Ante mis quince escasos años aquella cara arrugada como un papel antiguo parecía el extremo de la vejez y del cansancio. Pero Florencio distaba mucho de ser un viejo. Sólo había vivido demasiado.

Nos contó escaramuzas y escapadas, encuentros y batidas, persecuciones y retiradas. En la alta noche ya no sabíamos diferenciar entre lo que había vivido realmente y lo que recordaba que le habían contado. Creo que él tampoco sabía ya dónde estaba el límite. Esa era su gracia y su destino, deambular por los caminos en medio de aquella guerra inútil, contándoles a unos y a otros las historias que querían escuchar. Cuando Segundo se rindió, después de mucho escuchar enrevesados cuentos de batallas y fugas, sentí que me había quedado solo con el viejo. No tenía sueño y a él no parecía importarle que siguiera haciéndole preguntas.

⎯Y dígame Florencio, entre toda la gente que usted ha conocido ¿no se habrá topado por casualidad con el caudillo, el general de hombres libres?

⎯¡Cómo no! No sólo lo conocí, le estreché la mano unas cuantas veces, y cada vez me asombraba que recordara sin titubeos mi nombre y apellido al instante de mirarme −hizo una breve pausa y agregó− …también estuve presente cuando aquel tiro de la desgracia se lo llevó para siempre.

⎯¿El caudillo está muerto? −dije tratando de no gritar.

El viejo entendió de inmediato el impacto de la noticia que me estaba dando. Parecía preparado para el asombro que causaba, porque seguramente había estado repitiendo la misma historia durante los últimos dos meses. Mi primer impulso fue despertar a Segundo y contarle. Pero Florencio me hizo un gesto para hacerme entender que las malas noticias pueden esperar siempre hasta el día siguiente. Entonces comenzó a recitar su historia siguiendo el mismo hilo que había tejido quién sabe cuántas veces antes.

⎯Yo estaba en la plaza. En la mismísima plaza frente a la iglesia del pueblo. El caudillo había entrado victorioso y caminaba con su estado mayor por el centro de la calle principal. Sus tropas habían entrado antes y peinaban la zona casa por casa en busca de rezagados, mujeres y comida. Todo lo que se encontraba, vivo o muerto, era llevado a la plaza a pulso, a empujones o arrastrado. Se escuchaban murmullos y gritos, llantos y maldiciones. Olía a humo y a orines, a mierda y a sangre. Olía como huele el miedo y la desesperación, como huelen los campos de batalla y las cárceles. No era un espectáculo agradable −dijo el viejo, como si recitara una historia aprendida de memoria.

Se pasó una mano por la frente. Tomó dos sorbos más de agua y pareció buscar en su repertorio algún otro detalle que sirviera para componer el cuadro previo al momento decisivo. Pero un momento después, notando mi impaciencia, decidió acelerar el relato.

⎯El estado mayor se había adelantado a dar órdenes y hacer preparativos. Se le daría comida a la tropa al aire libre, al lado del cuartel del pueblo. Para el general y sus oficiales se estaba arreglando una casa. Era la casa de uno de los principales del lugar. Según decían, la había ofrecido a cambio de que le respetaran a las mujeres y los niños. Preparaban una habitación para que el caudillo descansara y en la cocina tres viejas se afanaban alrededor de un caldero.

El caudillo quiso inspeccionar personalmente la casa en la que descansaría esa noche y tal vez durante los días siguientes. Entró por el portón abierto y en el zaguán se sacudió el barro de las botas y se quitó las espuelas. El viejo aclaró que era un gesto de cortesía que usaba pocas veces. Las mujeres de la casa lo recibieron con amplios gestos y muchas consideraciones. Lo sentaron en una mecedora y le ofrecieron guarapo fresco de papelón, con limón y canela. Una rareza en estos tiempos de agua en totuma, acotó el viejo. El caudillo recibió las atenciones y las ofrendas con la sequedad propia de los guerreros curtidos, pero no se estuvo quieto mucho rato y quiso ver la casa, admirar las matas del patio y del traspatio, conocer el corral del fondo. Una tropa de mujeres y niños lo acompañó en el recorrido. Los oficiales se entrechocaban para tratar de cumplir con su deber de protegerlo y resguardarlo de cualquier peligro, hasta que el caudillo les hizo ver con una sonrisa bonachona que estaban entre amigos y que no había nada que temer.

Cuando salieron al pasillo que comunicaba el traspatio con el corral, el general quiso mirar el pedazo de cielo donde se recortaba nítida la torre de la iglesia. Una torre bien plantada desde donde asomaba un arma y un sombrero. El golpe de la cabeza contra el suelo se escuchó más alto que el sonido del tiro certero que acabó con la vida del caudillo. La bala le entró por un ojo y le salió por la nuca, destrozándole el cerebro en el camino. Dicen que uno de sus oficiales le levantó del piso la cabeza sangrante y le puso debajo su propia chaqueta adornada con charreteras y medallas falsas. La tela azul se fue inundando de sangre hasta que no quedó un milímetro seco. Yo vi después la sangre en aquella tela, dijo el viejo, antes de ver el cuerpo del general lavado y vestido ya, sobre la mesa del comedor de la misma casa que lo vio caminar sus últimos pasos. La chaqueta ensangrentada recorrió cada rincón del pueblo y cuando volvió a las manos de los que la hicieron circular ya no era más que un trapo deshilachado.

Nadie pudo controlar lo que pasó después. Un grupo subió a la torre de la iglesia y sólo encontró el rifle y el sombrero. Otro grupo rebuscó entre los parroquianos reunidos en la plaza, con la esperanza de dar con una cara culpable. Los oficiales se reunieron en consejo para tomar decisiones, pero ninguna orden fue dada. Las tropas comenzaron a saquear, quemar y matar, porque sabían que ya nada ni nadie iba a poder detenerlas. La iglesia fue lo único que quedó en pie cuando salimos del pueblo, dijo el viejo. Pero aquella rabia que avanzaba junto con la noticia de la muerte de un hombre que había significado tantas cosas para tanta gente se desvaneció pronto. En menos de dos semanas los campesinos comenzaron a desmovilizarse y a volver a sus tierras, porque sabían que muerto el caudillo los patiquincitos de la capital firmarían la tregua y nadie se volvería a acordar de los pobres.

El viejo hizo una lenta pausa como si su historia hubiera llegado al final, pero le hiciera falta una coda. Parecía buscar en su memoria, en su repertorio de posibles finales, el cierre que lograra conmover más a la audiencia.

⎯Tampoco el caudillo se acordó de los pobres mientras estaba vivo −dijo Mina, que había estado escuchando en silencio desde un rincón.

⎯¿Cómo no, mija? −respondió el viejo, luego de una pausa en la que consideró tal vez el tono en que debía responderle a alguien tan difícil de clasificar como aquel ser de rostro perfecto escondido entre harapos inmundos.

⎯ Yo anduve con la tropa antes de la batalla de Santa Clara −dijo Mina por toda explicación.

El viejo se quedó callado como si supiera exactamente a qué se refería esa voz trémula que desafiaba la veracidad de su relato. Sus ojos se apagaron por un tiempo que pareció eterno, como si mirara sangre o cuerpos colgados. Como si escuchara los desgarrados gritos de mujeres violadas y el desesperado chapoteo de niños ahogados en un pantano. A mí se me pararon los pelos de punta, porque en aquel silencio parecía estarse cocinando una venganza.

⎯Fui yo −dijo al fin el viejo.

Entonces su tono se hizo más íntimo y nos contó cómo se había colado entre los edecanes y cómo se había apropiado del rifle cargado. Cómo había subido a la torre de la iglesia justo después de llegar con los primeros hombres que tomaron el pueblo. Cómo había esperado hasta que la figura del hombre que debía ajusticiar se le puso a tiro.

Su relato no parecía ni más ni menos real que todo lo que había estado contándonos antes. Pero esta vez lo hizo entre largas pausas, buscando las palabras, como quien arma una historia por primera vez y todavía no ha logrado fijarla en una forma precisa. No creo, en todo caso, que la haya contado muchas veces más. Pero, si lo hizo, es probable que usara las mismas palabras que estaba ensayando frente a nosotros en ese momento, con algunos retoques para producir un mejor efecto.

⎯Acabar con una vida es lo más fácil que hay −dijo para cerrar. Y esta vez sí sonó como una fórmula que había usado antes−. Basta un arma de largo alcance y buena puntería. No hay que ensuciarse las manos ni causar ningún dolor inútil. Pero, sobre todo, no hay que dejarse agarrar después.

Mina pareció sentirse aliviada con aquella especie de confesión. Creo que fue la única vez, en todos los meses que deambulamos juntos, que vi en su cara una sonrisa. Se levantó del rincón y se movió con cierta gracia debajo de los harapos embarrados. Cuando estuvo al lado del viejo le besó la frente.

⎯Gracias −le dijo con un suspiro de alivio.

He dejado de preguntarme cuántas de las historias que escuchamos esa noche eran reales. Porque, a fin de cuentas, qué lo es. Pero aún hoy, después de que ha pasado tanto tiempo y los libros de historia se han encargado de narrar de manera oficial lo que sucedió, no logro descifrar todavía el enigma del profundo agradecimiento de Mina.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.