Pelear al descampado no es lo mismo. En la ciudad teníamos puertas y ventanas, paredes sólidas, torres, platabandas, escaleras. Podíamos cruzar una esquina, parapetarnos detrás de muros de concreto. En la ciudad todo era vertical y sólido, hasta que logramos golpe a golpe que se desvaneciera en el aire. Y cuando nos encontramos peleando en los caminos, al borde de los ríos, al pie de las montañas, tuvimos que aprender otra vez cómo hacernos la guerra. Al principio éramos tan vulnerables que la intemperie nos parecía un enemigo más feroz que los que venían detrás, persiguiéndonos sin descanso. Pero los cuerpos tienen una memoria ancestral y expuestos a los elementos recobran su conciencia de animales. Sólo hay que dejarlos ser y seguirles la corriente sin oponer resistencia. Fueron nuestros cuerpos los que nos enseñaron a dormir con una oreja pegada en el suelo. A reconocer los ruidos amenazantes y a distinguirlos de los sonidos buenos. El murmullo del agua, por ejemplo. Aprendimos a oler al enemigo, la cabeza en alto de cara al viento. Y supimos bien pronto que ellos también estaban aprendiendo. Pero ya no nos trenzábamos en combates cerrados. Descubrimos el tiempo breve de la escaramuza y el ataque sorpresa. La noche se volvió tiempo de revanchas. Durante el día continuaba la fuga, aunque a veces no supiéramos si ellos seguían detrás o ya iban al frente, huyendo como nosotros de la guerra, para que la muerte no nos alcanzara.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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