Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Ejercicio diario

Nada en el aire de aquella tarde fría de verano anunciaba que sería un día extraordinario. Salí a caminar como siempre a las cinco, después de pasar largas horas sentada frente a mi laptop, lidiando con la traducción de un cuento que no terminaba de sonar bien. Durante una semana había intentado encontrar el tono que expresara en español esa especie de melancolía que irradiaba el texto original. Ese día me parecía que estaba logrando algo, hasta que a las cinco de la tarde me paralizó la tristeza del verano sin sol y no pude seguir. Me puse el impermeable negro, porque todo el día había estado a punto de llover, y salí a mi caminata diaria.

La mitad del cielo estaba cargado de nubes negras, gordas y bajas. La otra mitad mostraba parches azules detrás de un difuminado manto blanco. ‘Bajo el cielo de Escocia’, pensé, siguiendo uno de mis pasatiempos favoritos a la hora de caminar, buscar títulos de cuentos, de crónicas o de largos relatos, que nunca me animo a escribir. Crucé la calle principal en el paso de peatones y me encaminé, ajustando el volumen de mi ipod, a la casa que preside la entrada del parque, marcada con el número 20. Cuando llegué al portal estaba escuchando un podcast sobre el festival del libro de Edimburgo. Una escritora de origen iraní hablaba de un texto autobiográfico en el que contaba sus años de cárcel, la muerte de su madre, su vida en el exilio. Me dejé invadir por la tristeza de aquella voz tenue y resignada.

El bosque lucía el espléndido follaje del verano. El contraste entre los árboles de hojas más grandes y los que tienen hojitas diminutas me hizo recordar, una vez más, mi ignorancia en asuntos botánicos. No sólo no tengo idea de cómo se llaman en inglés esos inmensos árboles, tampoco sé cómo llamarlos en mi propio idioma. Puedo decir que son altos, frondosos, gruesos y antiguos. O al menos a mí me parecen venerablemente viejos. En apenas un par de meses empezarán a quedarse de nuevo sin hojas y su despojo les va a permitir conservar energía para aguantar el frío del invierno. Al menos es así como me lo imagino, sin saber absolutamente nada de cómo funcionan los árboles. Si hubiera una lección que aprender de ellos, me acuerdo que pensé, tal vez sea que hay que despojarse de todo lo que es superfluo cuando pasamos por los tiempos más duros. Acababa de llegar al universo inhóspito del exilio y pensé que debía aceptar con humildad la lección de los árboles. Despojarme de todo para sobrevivir.

La verdad es que no creo mucho en las lecciones de la naturaleza. Cuando tu territorio es el espacio urbano tratar de vivir como un árbol puede ser un fatal despropósito. Pero aquí estaba yo, con un pie en la ciudad y otro en el campo, viviendo en un remedo de pueblo. Si quería ver la ciudad debía subirme a un autobús y rodar por más de media hora. Si quería ver el campo sólo tenía que caminar una cuadra y media, cruzar la calle y estaba en plena naturaleza, en el parque que bordea el río Almond. Como siempre que intento traducir literalmente los nombres, se me ocurrió que en mi país la idea de un río que se llamara ‘almendra’ sería recibida como un chiste.

El parque, en efecto, se extiende a lo largo de un río color ámbar, que en verano baja saltarín e inofensivo entre grandes piedras y en invierno ruge y se acelera como si hubiera cambiado de carácter. El camino que conduce al primer puente siempre se me aparece como una invitación al misterio, a lo desconocido. Porque, más allá de la primera recta que está justo al cruzar la puerta de entrada, el sendero baja en una lenta curva y no es posible ver su final hasta el último momento, cuando se enfila hacia el ruido que anuncia que el agua está cerca. De manera que no es posible ver quién viene de allá para acá sino cuando ya se está a menos de cincuenta metros. Así que cada entrada es una invitación a la sorpresa y a la adivinanza. ¿Quién será hoy? ¿El señor de la chaqueta verde con el dálmata obeso? ¿La chica vestida siempre de rosado y blanco con el cocker inquieto? ¿El joven que trota a largas zancadas y huele a sudor y a piscina? ¿quién será hoy?

No hubo necesidad de responder ese día a la pregunta eterna. Nadie subió por el camino y cuando me acercaba a la recta final que desemboca en el puente sentí la soledad del camino no como una amenaza sino como una bendición. Tengo todo el parque para mí sola, recuerdo que pensé. Pero cuando terminé de cruzar el puente lo vi por primera vez. Estaba solo. Miraba atentamente las aguas oscuras del río crecido. Me pareció que se acercaba demasiado a la orilla y tuve el impulso de advertirle que podía ser peligroso. Pero imaginé que alguien lo acompañaba, algún hermano o amigo, y que no tenía por qué correr peligro. Uno se acostumbra a ver aquí a los niños andando por su cuenta en las calles, en las plazas, en los parques. Al principio cuesta entenderlo, porque para nosotros un niño solito es casi un sacrilegio. Nadie deja salir a un niño sin compañía en las ciudades nuestras, donde todo parece peligroso. Nuestras madres sobreprotectoras han aprendido de sus madres que ningún cuidado es extremo. Pero aquí los niños parecen inmunes al peligro o la amenaza.

El ruido del río me impidió escuchar si el niño hablaba. Una semana de lluvia incesante había hecho que el torrente creciera mucho más de lo habitual en estos meses. Cuando crucé siguiendo el camino de asfalto, justo después del final del puente, ya no lo vi más. Le subí el volumen a mi ipod y por un largo rato escuché, ensimismada, un podcast sobre los iluminadores de libros del siglo diecisiete en Turquía. Siempre me sucedía que las historias que escuchaba en estas largas caminatas me hacían olvidar el lugar en el que estaba, para desplazarme por un espacio construido con palabras. El paisaje se me borraba por el tiempo en que estaba concentrada escuchando y sólo volvía a conectarme con el entorno cuando el programa se terminaba y debía elegir otro de la larga lista que tenía pendiente. Justo cuando bajaba la cuesta hacia el segundo puente el ipod se quedó en silencio. Seguía caminando por las calles de Estambul descritas en el podcast, cuando me paré un momento a elegir otro y me tardé un rato en decidir si escuchaba las noticias de la BBC o un documental sobre el muro que están construyendo en Estados Unidos para contener a los inmigrantes ilegales que entran desde México y Centroamérica.

Cuando crucé el puente colgante para iniciar el camino de regreso por el otro lado del río lo vi por segunda vez. La corriente estaba tan fuerte que apenas pude entender, al principio, que se trataba del mismo niño. Siempre que cruzo el puente me detengo en el centro a mirar el río, sea invierno o sea verano. Porque adoro el sonido ronco de la corriente, la sensación de vértigo que produce el movimiento rápido del agua, el color que siempre parece diferente y siempre es igual, la espuma que se acumula en las orillas, el olor a musgo sobre las piedras empapadas. Desde el centro del puente pude ver su cabeza subir y bajar. Miré después sus brazos chapotear en el agua. Casi parecía estarse divirtiendo. Creo que me miró por una fracción de segundo cuando estaba justo enfrente, antes de perderse bajo del puente. Yo lo seguí con la vista mientras pasaba por debajo de mí, crucé al otro lado para ver cómo la corriente se lo llevaba y en medio de la desesperación le grité ¡aguanta! ¡aguanta! En ese mismo instante me di cuenta de que le había hablado en español y que si me había escuchado no había entendido nada. Me sentí impotente y estúpida.

Justo después del puente, a unos cien metros o así, el río tiene una isla de matorrales y piedras en el centro que parte las aguas en dos. Pensando que el niño iba a tratar de moverse hacia la isla, en lugar de quedarse donde la corriente es más fuerte, me devolví hacia la orilla izquierda del río y bajé corriendo hasta que se acabó el camino. Me asomé al borde del agua y grité. No me acuerdo qué grité, pero traté de que fuera algo en inglés que sonara inteligible a pesar de mi acento. Nadie me respondió y yo no podía ver nada más que el agua corriendo sobre las enormes piedras y los matorrales que hacían una isla al centro. Se fue por el otro lado, pensé. Hey! where are you? Are you there? Grité tres o cuatro veces. Eso sí lo recuerdo claramente porque lo hice con una extraña calma. Hablar otro idioma siempre me ha hecho sentir como si estuviera en una película, recitando un libreto y pronunciando unas palabras que no me pertenecen. Incluso en ese momento de extrema angustia no podía evitar pensar que estaba imitando a alguien que realmente hablaba otro idioma.

No sabía qué hacer. Hacia dónde ir. Si meterme hasta las rodillas en el río y bajar por el borde para tratar de sacar al niño del agua o si correr río arriba a buscar a alguien que se encargara de rescatarlo. Volví al puente y me paré de nuevo en el centro pero no había ya nada que ver. Me devolví por donde había venido, pensando que la mejor solución sería pedir ayuda y que tal vez al salir al camino encontraría a las personas que estaban acompañándolo y que ya vendrían apurados a tratar de salvarlo. A medida que trotaba en sentido contrario a la corriente me sentía más confundida. ¿Qué le diría a la gente que viniera bajando en busca del niño? ¿Les diría que lo vi y que no hice nada por salvarlo? ¿Cómo hubiera podido ayudarlo? ¿Lanzándome al agua y corriendo el riesgo de ahogarme yo también? ¿Qué esperarían de mí quienes supieran que lo vi y no hice nada? ¿Me acusarían de no haber hecho todo lo posible por salvarlo? ¿Pensarían que soy una extranjera insensible?

En lugar de correr más rápido mi paso se fue haciendo cada vez más lento. Al principio lo justifiqué pensando que estaba cansada. Ya había caminado casi una hora antes de ver al niño en el río y ahora intentar correr estaba más allá de mis fuerzas. Pero no podía engañarme. Me negaba a correr porque no sabía qué iba a hacer para justificar mi actitud, mi incapacidad de arriesgarme para salvar a otro. No sabía cómo explicar lo que había pasado y estaba tratando de armar un discurso que sonara convincente en un idioma que no era el mío. Miraba angustiada el camino que bajaba desde el primer puente y casi creía ver gente asustada y apurada, bajando a las carreras y pidiéndome explicaciones. Pero no vi a nadie.

Llegué al puente donde había visto al niño por primera vez y me detuve a mirar la orilla. Ni un alma. El río seguía sonando como un trueno cansado y ronco, indiferente a mi angustia y a lo que pudiera pasarle al niño que acababa de arrastrar. Alcancé a llegar al puente ya casi sin fuerzas y respirando con dificultad. En la cuesta que subía hacia la salida del parque, con su larga curva bordeada de árboles, no se veía a nadie trotando ni paseando perros. Más adelante debe haber alguien. Siempre hay gente aquí a esta hora ¿por qué no hay nadie hoy? En mi angustia por encontrar alguien a quien pedirle ayuda volví a recobrar el paso rápido a pesar de lo difícil de la subida. Me había olvidado de que debía justificar mi conducta y estaba concentrada sólo en encontrar a quien decirle que había visto a un niño arrastrado por el río. Sería una frase corta y efectiva que podría repetir claramente si no era entendida la primera vez, como solía pasar, porque mi acento le resultaba extraño a todo el mundo.

Hacía ya rato que los audífonos de mi ipod colgaban del bolsillo de la chaqueta haciendo un ruido hueco, pero sólo lo noté en ese momento. Caminando lo más rápido que podía, todavía sin salir de la larga curva que me impedía ver la recta de la entrada, saqué el ipod para enrollar los audífonos y poder guardarlos mejor en mi bolsillo. Entonces la pantalla se encendió y vi la familiar lista de mis podcasts: “Pop Culture”, “Fresh air”, “Tell me more”, “Story of the day”, “Only in New York”... éste era uno de mis programas favoritos y tenía días sin oírlo. Hice click en el título y vi que tenía dos episodios nuevos sin escuchar. Le di a play y me puse los audífonos, porque a fin de cuentas tenía que caminar al menos diez minutos más y no le hacía daño a nadie que me distrajera un poco mientras tanto. Seguía sin haber nadie en el camino y yo no podía caminar más rápido. El episodio era sobre un ingeniero norteamericano que había espiado para los rusos junto con los Rosemberg y que a los 91 años seguía vivo y acababa de aceptar su culpabilidad, que nunca fue probada, lo que lo salvó de ser ejecutado en la silla eléctrica junto con la famosa pareja. Cuando el episodio terminó yo ya había llegado a la casa que marca la entrada del parque. Miré a través de las ventanas a ver si había alguna señal de gente. Pensé en tocar el timbre, pero me quedé petrificada frente a la puerta.

El segundo episodio de “Only in New York” era sobre una ley de 1978 que establecía, por primera vez, que los ciudadanos de la gran manzana debían limpiar las heces que sus animales domésticos dejaran en la vía pública. En aquel momento, la ley no pudo hacerse efectiva porque todo el mundo protestó en contra. Pero hoy en día es considerada uno de los instrumentos legales más avanzados entre los reglamentos que controlan el comportamiento público de los ciudadanos de las grandes metrópolis. Cuando el podcast terminó yo había llegado ya a la puerta de mi casa. No me había cruzado con ningún vecino en el trayecto, o así me pareció. En mi escritorio me esperaba la traducción de un cuento que no terminaba de sonar bien.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.