Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

viernes, 3 de febrero de 2017

Memoria del cristal

Una vez leí, en una de esas publicaciones domingueras que se alimentan de traducciones de las revistas de otros países, que en un momento determinado, a principios de este siglo, los ingleses de pronto comenzaron a ir a la ópera. A alguna periodista curiosa se le ocurrió preguntarle a un profesor de sociología a qué se debía el fenómeno. O tal vez fue al revés: a algún profesor universitario que necesitaba impulsar un poco su imagen pública se le ocurrió hacerse esa pregunta y divulgar la respuesta en la prensa. Y así terminó apareciendo en una revista de domingo la razón del insólito auge de la ópera. La razón era que una socióloga, bastante conocida por los programas que había hecho para la BBC, se había dado a la tarea de popularizar las ideas de un conocido profesor francés que sostenía que la clase social no estaba definida solamente por la riqueza material de la familia a la cual uno pertenecía de nacimiento, ni por el dinero que uno podía ganar en la vida sin pertenecer a una familia adinerada, sino por sus propios gustos culturales. Y ahí entra la ópera. Aparte de leer libros, asistir a museos y escuchar música clásica, el gusto por la ópera era uno de esos indicadores que, de un solo golpe, podían sacarte de la clase media, incluso de la alta clase media, y ubicarte en esa cosa ambigua que se llama la élite. La crema de la crema, pues.
Glinda escuchó la historia sin interrumpir, casi sin gesticular. Luna le había advertido que si quería que la Nena le contara algo tenía que dejarla irse por las ramas, dar vueltas, divagar, porque esa era su manera de encontrarse con su propia memoria. No valía la pena intentar llevarla a un punto concreto. Al contrario, cualquier interrupción la hacía detenerse en seco. Era mejor hacerle una pregunta general y dejarla hablar. En algún momento, en medio de historias que no tenían tal vez nada que ver con nada, la Nena podía soltar un dato relevante. Si había suerte, incluso podía contarte la historia entera no solo de Blanca sino de toda su parentela. Pero había que dejarla hablar. Por eso, le había dicho Luna, si quieres tener un mínimo chance de enterarte de lo que la Nena sabe de Blanca, vas a tener que instalarte en su casa por lo menos cuatro días. Tómatelo como unas vacaciones, le había dicho Luna. Y llévate una cámara, dijo, la casa de la Nena es preciosa y si no consigues nada más, por lo menos te vas a llevar unas cuantas buenas fotos.
Y ahí estaba Glinda, comprobando en carne propia, como se dice, la verdad irrefutable de que no había manera de hacer que la Nena se centrara en un tema de conversación medianamente coherente. Los días habían transcurrido casi iguales desde el viernes que subieron la cuesta donde estaba la casa en la que la Nena se había instalado desde hacía ya casi diez años. Se levantaban más bien tarde, alumbradas con el espléndido sol que parecía rebotar en las montañas que rodeaban la casa. Desayunaban juntas después de darle comida a los perros y a los gatos, a los pájaros y a las gallinas. Nada de jaulas, decía la Nena todas las mañanas. Aquí alimentamos a las gallinas para que sigan viviendo y, si tienen a bien, nos dejen robarles un par de huevos cada mañana. Y a los pájaros les damos comida por puro amor al arte. El trabajo de alimentar a los animales les llevaba casi una hora pero era tal vez el mejor momento del día. Acostumbrados a la rutina mañanera, los pájaros parecían estar ya esperando su ración diaria y armaban un escándalo que era la definición misma de la alegría.
Durante el desayuno Glinda comenzaba a tantear el tema recordando alguna anécdota de los tiempos del Barrio Chino. Luna me contó que tú eras la que habías inventado el juego de contar los cuentos, decía, por ejemplo. La Nena arrugaba la frente mientras jugaba con las migas de pan que habían caído sobre el mantel y comenzaba a hablar. No había manera de saber por dónde iba a agarrar el hilo de la historia ni hacia dónde iba a dirigirse. Una vez que arrancaba era como si se lanzara a un río y se entregara a la corriente sin resistencia. Su memoria era errática porque el río al que se lanzaba era siempre diferente. Pero era de una precisión que asustaba. Cuando entraba en un recuerdo podía recuperar hasta el más mínimo detalle. La entrega era tal que a veces tenía que cerrar los ojos para dejarse estar ahí sin que el presente le hiciera ruido. En esos momentos parecía entrar en una especie de trance. Como si fuera una de esas mediums que se dejan penetrar por un espíritu que habla a través de ellas. Así era la capacidad de la Nena de recordar. Y por eso era casi un sacrilegio interrumpirla con preguntas. Si se salía de ese trance ya no había manera de hacerla volver.
Aquel día estaba hablando de las clases sociales porque Glinda, por puro descuido, había hecho un comentario, en un raro momento de silencio, sobre las copas de cristal de Bohemia que alguna vez vio en casa de su abuela cuando era niña. Entonces la Nena había hecho ese gesto de arrugar la frente y tocar el objeto que parecía transportarla hacia el pasado. Esta vez era el borde de un vaso. Un vaso de cristal que alguien le había regalado veinte, treinta años atrás y había sobrevivido por milagro a todas sus mudanzas. La historia había comenzado como una larga disertación sobre los objetos que en otro tiempo simbolizaban estatus social. Los cubiertos de plata, las lámparas Tiffany, las alfombras persas, los gobelinos. De ahí había saltado a las prácticas culturales, como ella pomposamente las llamaba. Y por eso estaban hablando en aquel momento de la ópera. Glinda intentaba seguir el hilo de la historia porque ya había aprendido, después de dos días escuchándola, que la Nena podía saltar de pronto de lo general a lo particular y de ahí a lo íntimo. Si Glinda no estaba atenta se podía perder el momento exacto en el que ese salto iba a producir la revelación que estaba esperando.
Entonces los ingleses comenzaron a asistir a la ópera, dijo. Las entradas se agotaban en todas las funciones y los pocos teatros que todavía presentaban óperas se vieron de un día para otro saturados de gente que quería afiliarse y mantener palcos fijos y ser miembros de la sociedad protectora de la ópera o como sea que se llame allá el club exclusivo de los amantes de esa forma anacrónica de contar historias trágicas. Cuando la Nena rondaba un tema que no era más que un pórtico para entrar en el cuento que de verdad quería contar movía los ojos alrededor del espacio que tenía enfrente como si buscara en el aire las palabras que necesitaba usar para la frase siguiente. Y cuando sentía que estaba cerca de la corriente que iba a atraparla, hacía una breve pausa y prendía un Marlboro rojo. Con el humo de la primera bocanada venía la historia que Glinda estaba esperando. Así era la familia de Blanca, dijo al fin.
Vivían en una de esas viejas casonas de La Florida. Una casa con un jardín tan enorme que tenía espacio para tres matas de mango centenarias y cuatro chaguaramos que por la altura debían estar también por los cien años. Ese tipo de casas que ya no existen porque las derrumbaron todas para hacer edificios. Muchos años atrás se podía llegar hasta la puerta misma con el carro. Es posible que la idea original del diseño de aquella fachada tan fin de siglo intentara imitar una de esas casas señoriales en las que los personajes llegaban en carruajes tirados por caballos. Un carruaje fantástico que se detenía frente al portón de la entrada debajo de un techo que protegía a los pasajeros del sol y la lluvia mientras eran ayudados a desembarcar por una flotilla de sirvientes que los trataban como delicados paquetes que había que depositar sin manchas ni arrugas en el recibidor en el que la familia en pleno los esperaba.
Ese techo se convirtió después en un porche rodeado de trinitarias y poblado de sillones de mimbre y un par de mesitas donde la vieja sirvienta instalaba enormes jarras de limonada o de jugo de patilla con naranja en las tardes calientes de julio cuando eran niñas. Porque Blanca y la Nena habían sido niñas juntas aunque Glinda todavía no entendía muy bien cómo. Del porche con enredaderas, muebles de mimbre y jarras de jugo de patilla, la Nena pasó lentamente a la entrada, donde había un inmenso mueble de caoba en el que, en otros tiempos, se guardaban los sombreros y los bastones y que ahora servía para exhibir parte de la cristalería más antigua de la casa. Los detalles sobre el modo como se distribuían en aquel mueble las copas y los vasos le indicaron a Glinda que aquella iba a ser una larga jornada. Las cortinas, las lámparas, las alfombras, el escritorio del padre de Blanca, el tapizado de las paredes, el estilo Luis algo de los muebles de la sala, todos los detalles de la decoración de la casa en la que Blanca había crecido pasaron por delante de los ojos de Glinda que escuchaba paralizada. Cuando el río del recuerdo la llevó a la cocina y de ahí al cuarto de atrás, donde dormían las dos mujeres que trabajaban en la casa cocinando, limpiando, haciendo las camas, lavando y planchando, el recuerdo se materializó de una manera cada vez más intensa. Era como si la trastienda de aquella casa espectacular se reconstruyera frente a ellas incluyendo colores, olores, texturas, sabores.
Fue entonces cuando Glinda entendió el lugar que ocupaba la Nena en esa historia. Ella era la hija de la cocinera. Su mamá era una señora pequeñita y arrugada desde siempre, con el pelo tenso apretado en un moño en la nuca, que preparaba los platos más deliciosos. De ahí le venía a la Nena el amor por la cocina. Igual que en su infancia, en todas las casas que había vivido la Nena, que eran muchas, la cocina siempre ocupaba el centro de la atención. Todo sucedía en su vida alrededor de platos de abundante comida. Dormían en el cuarto de atrás, como lo llamaban todos en la casa. Un cuarto pequeñito y sin ventanas en el que se amontonaban las dos sobre una cama individual. Para ir al baño tenían que salir al patio de atrás, pasar por un descampado en el que había loros, morrocoyes y gallinas, y destrancar una destartalada puerta que después que se abría por fuera ya no se podía cerrar por dentro. En el baño había una poceta viejísima sin tapa y una ducha que soltaba un chorro grueso y salpicaba todo el piso que después había que secar con un haragán destartalado.
En esas condiciones precarias vivió la Nena durante sus primeros ocho años y en todo ese tiempo observó las minucias cotidianas de la vida de aquella familia compuesta por los padres de Blanca, sus tres hermanos y la abuela casi centenaria que gobernaba la casa desde el rincón en el que estaba instalada su mecedora de mimbre y madera oscura. La Nena sentía un pánico instintivo frente a aquella matrona de ojos desafiantes. La matrona apenas podía moverse y se levantaba sólo para comer, ir al baño y subir a acostarse. El trayecto desde el piso de abajo donde se instalaba el día entero a tejer y a dar órdenes inapelables hasta el piso de arriba donde dormía en una inmensa cama que alguna vez había compartido con su difunto marido se hacía en dos partes. Primero el hermano mayor de Blanca la subía cargada hasta el descanso en medio de la imponente escalera de madera. Después ella insistía en que podía subir sola el resto del camino y lo hacía, terca y lentamente, un pie primero y el otro después, una mano agarrada de la baranda, la otra en el brazo de quien la estuviera acompañando.
Cada tanto la abuela convocaba a alguna de las mujeres que trabajaban en la casa para dar una orden que era necesario cumplir sin importar lo absurda que fuera. Una vez llamó a la mamá de la Nena y le pidió que le preparara unas arepas de maíz pilado sin importar que nadie hubiera vuelto a hacer arepas de esa manera desde que existía la harina de maíz precocida. En otra oportunidad le pidió buñuelos bañados con la miel de las abejas de la granja sin tener en cuenta que la granja en la que había pasado su infancia hubiera dejado de existir más de medio siglo atrás. La abuela había llamado también a la Nena una vez para darle una orden. Pero la Nena no estaba de ánimo de dejarse llevar por ese recuerdo en particular y decidió más bien enfocarse en el piso de arriba donde dormían los varones en un cuarto enorme y Blanca sola en su cuarto de princesa consentida. No debió ser nada fácil, pensó Glinda mientras la escuchaba, vivir cada día en medio de aquel tremendo contraste. Porque el cuarto de Blanca era el opuesto exacto al cuarto en el que la Nena dormía con su mamá. Era una habitación amplia y luminosa, con una inmensa ventana que daba al patio por donde entraban el olor de los mangos y el ruido de los pájaros que anidaban en los árboles. Tenía una colección de juguetes que parecía infinita. Muñecas, sobre todo. Pero también peluches y pelotas, materiales para armar casas y pequeños utensilios de cocina, tacitas y teteritas, platicos y copitas. Cuando Blanca se aburría de jugar sola llamaba a la Nena y la obligaba a sentarse con su pulcro vestido de algodón y sus chanclas gastadas en medio de aquella abundancia.
En el último cumpleaños alguna de las tías le había regalado a Blanca un juego de cuatro copas de cristal. Eran pequeñas y transparentes como una burbuja de jabón. Blanca las hacía sonar mojándose los dedos con saliva. Prueba tú, le dijo un día. Incluso a esa edad la Nena tenía una idea muy clara de lo que se sentía estar en una posición vulnerable. Había nacido con esa especie de instinto para reconocer lo que no se debe hacer y por eso, al principio, se negó. Pero cuando Blanca daba una orden era lo mismo que cuando lo hacía la abuela. No era posible negarse. Entonces la Nena hizo un primer intento. No con saliva, porque eso de que la hija de la cocinera llenara de su saliva las copas de cristal no era algo que se pudiera siquiera imaginar. Por eso Blanca había echado un poco de agua en una copa y le había demostrado lo que tenía que hacer. Cuando el dedo húmedo se deslizaba sobre el finísimo borde surgía un sonido que parecía venir de todas partes y de ninguna. Un sonido que lo invadía todo y se quedaba instalado en las cosas por un largo rato, reverberando.
Ahora tú, le dijo Blanca. Con mucho susto, con la certeza de que ese no era su lugar, la Nena se mojó el dedo y tocó con delicadeza el borde de una copa vacía. Su dedo produjo un sonido nítido, cantarín, hermoso. Blanca se le quedó mirando con una especie de sospecha pintada en la cara. Entonces agarró la copa que la Nena había hecho sonar y la puso al lado de la copa que ella misma había tocado antes. Hizo sonar las dos varias veces, como si quisiera determinar la razón por la que el sonido producido por el roce del dedo de la hija de la cocinera era más delicado y más hermoso del que ella podía producir.
Mientras contaba aquella vieja historia la Nena movía su dedo de adulta alrededor del filo del vaso que tenía enfrente, tal como lo había hecho tantos años antes con su dedo de niña y trataba de imitar aquel sonido que tenía guardado en la memoria. El canto de las copas de cristal. Glinda la escuchaba en vilo, intentando no hacer un solo ruido que pudiera distraerla. La Nena entendió de inmediato que cada copa sonaba diferente dependiendo de la cantidad de agua que tuviera adentro. Un rato después, con las cuatro copas delante llenas de agua a distintos niveles, la hija de la cocinera componía una melodía extraña y sublime tocando los bordes de cristal transparente. Esa fue la última vez que Blanca la invitó a jugar con ella en su cuarto.
Por más que lo intentó, en los días que siguieron Glinda no pudo hacer que la Nena le contara mucho más de su relación con Blanca, más allá de un par de frases sueltas por las que se enteró de que aquella convivencia había terminado de pronto cuando su mamá la mandó a vivir a casa de una tía. Había sido un cambio brusco y a la Nena le había costado adaptarse. Pero desde ese primer transplante comenzó a aprender a vivir sin raíces y eso siguió haciendo por el resto de la vida. La casa en la que estaba, a donde Glinda había ido a visitarla por recomendación de Luna, era la casa en la que había vivido más tiempo en toda su vida. Era una casa prestada. Unos profesores jubilados que se habían ido del país se la habían dejado en custodia. No tenía que pagar alquiler. Sólo tenía que encargarse de mantener todo en orden, de cuidar las plantas y los animales, de ocupar la casa para que nadie la invadiera. Más bien era ella la que se había dedicado a invadir la casa poco a poco. En cada rincón había algo que la Nena había puesto para que el lugar se pareciera más a ella. Muñecas de trapo, matas de malanga que hacía retoñar por todas partes dejándolas en agua unos días, gatos de mentira y de verdad, imágenes de la divina pastora, la virgen larense.
Cuando ya Glinda había perdido toda esperanza de recuperar una sola imagen más de la infancia de Blanca, la noche en la que la Nena le preparó una cena de despedida, se produjo en el medio de los postres uno de esos silencios que anunciaban recuerdos. La Nena comenzó por explicar la receta de la deliciosa torta de queso que estaban comiendo, recordando que era la favorita del papá de Blanca y que era el plato especial que pedía sin falta para el día de su cumpleaños. Mientras disfrutaba la mezcla de dulce con salado que hacía de aquella torta un plato que solo podía fascinar a quien fuera capaz de vincularlo con un viejo recuerdo, la Nena buscó la caja de Marlboro rojo, prendió un cigarro y cerró los ojos.
Una de sus tareas era ayudar a Blanca a vestirse, peinarse y ponerse las medias y los zapatos cuando había una fiesta o alguna ocasión especial. Y aquel día en que su papá cumplía años era una de esas ocasiones en las que la niña de la casa necesitaba ayuda para engalanarse. La señora Berta, que era la encargada de lavar y planchar y que no vivía con ellas sino que venía a la casa dos veces por semana, le había dado a la Nena el vestido que debía subir al cuarto de Blanca. Lo había hecho con abundantes instrucciones sobre cómo cargarlo, levantarlo, ponerlo sobre la cama y luego sobre el cuerpo limpio de la niña que ya estaba por salir del baño. La Nena había subido con su preciado cargamento aterrada por la posibilidad de trastabillar y caerse. Con los brazos adoloridos y las piernas tensas había llegado por fin al cuarto de Blanca y había empujado la puerta entreabierta con la cadera, sin molestarse por cumplir con la obligación de tocar antes.
La Nena necesitó prender un cigarro nuevo con la colilla del que se estaba fumando para poder entrar de lleno en el recuerdo de lo que había visto detrás de aquella puerta. Sobre la cama estaba Blanca totalmente desnuda. Y encima de ella su padre, el cumpleañero, vestido a medias. Pasaron años antes de que la Nena pudiera entender lo que aquella imagen significaba. Pero el grito que salió de su garganta, el estropicio de telas regadas por el piso cuando abandonó su preciada carga y la carrera escaleras abajo gritando cosas incomprensibles fueron para ella razón suficiente para explicarse la expulsión que sufrió apenas unas semanas después. Cuando la instalaron en casa de aquella tía que iba a terminar de criarla su memoria se mantuvo fija por mucho tiempo en la imagen del vestido pisoteado. Hasta que años después se reencontró con Blanca en la universidad y toda la escena volvió intacta a su mente, como si hubiera sucedido en ese mismo instante.
El día que le tocaba despedirse Glinda la miró largo como si quisiera pedirle un último favor. La Nena entendió sin que mediaran palabras y sin ningún preámbulo ni adorno le contó el resto de la historia a grandes rasgos. Nunca fuimos amigas, le dijo. Blanca nunca me vio como una persona igual a ella. Dejamos de vernos por diez años y cuando nos encontramos en la universidad Blanca no me reconoció. Tuve que recordarle quién era yo y cuando encontró finalmente en su cabeza el recuerdo de la hija de la cocinera me miró como quien mira de frente un mal pensamiento. Nos perdimos de vista muchas veces a lo largo del tiempo. Blanca nunca quiso tener nada que ver conmigo. Si coincidíamos en alguna reunión me saludaba apenas y luego se iba al otro extremo. Supe de ella cada vez que daba a luz, porque alguien siempre me llegaba con el cuento. Cuando comenzó a salir con Guillermo nos vimos un par de veces, hablamos apenas. Guillermo se encargó de los niños y se vino a vivir con nosotros al Barrio Chino cuando tu mamá desapareció. Yo los quise a ustedes tres como si fueran mis hijos. Eso es todo. No hay nada más que contar. No hay ningún misterio.
Mientras espera en la orilla de la carretera a la camionetica que la va a llevar al centro de la ciudad, Glinda repite esa última frase como si fuera un encantamiento. No hay ningún misterio. Cuando habló con la Nena para pedirle que la dejara pasar aquellos días conversando con ella, le había dicho que era una periodista que estaba escribiendo una semblanza de la vida de Blanca. No quiso decirle quién era y no usó su propio nombre. Fue suficiente que mencionara a Luna y a Olga. Pero la Nena había adivinado en algún momento quién era ella y eligió el último instante para hacérselo saber. Y ahora que sabía que su abuelo había abusado de su mamá, quién sabe cuántas veces y por cuánto tiempo, tenía tantas preguntas que sintió el impulso de regresar y pedirle a la Nena que le contara más. Pero sintió vértigo cuando volvió a sacar la cuenta que había sacado tantas veces. Blanca nunca quiso decirle quién era su papá. No le mostró fotos ni le echó los cuentos que sí les contaba a sus dos hermanos sobre el lugar y la hora en que habían sido concebidos. Martín y Glinda tenían en su cabeza una fantasía. Eso era verdad. Pero aquella historia fantástica sobre sus respectivos padres era mucho mejor que el silencio que Blanca había guardado siempre alrededor de la fecha y el lugar en el que Ninfa había comenzado su existencia.
Después de revelarle que sabía quién era, la Nena le había confirmado que Blanca se había ido de su casa embarazada y que la abuela había sido la primera en repudiarla cuando la barriga comenzó a notarse, sin importar que fuera casi una niña. Dieciséis años apenas, había dicho la Nena. Entrando a la ciudad la camionetica dió un salto en un hueco y Ninfa sumó 16 más 42. El resultado era el número exacto que había sido cada vez que sacaba esa cuenta. Los cincuenta y ocho años que cumplió Blanca apenas un mes antes de morir. Con aquella cifra en la mente Glinda caminó por las calles sin rumbo fijo. En una esquina, dentro de una casa de altas ventanas coloniales en la que habían instalado un restaurant, un niño jugaba con cuatro copas llenas de agua. El sonido del cristal la acompañó toda la tarde.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.