Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

viernes, 31 de diciembre de 2010

El muñeco de nieve

Para Lyo, que inventó conmigo este cuento

En realidad no sé cómo empieza esta historia. Cuando la gente le dice a uno que empiece por el principio, es porque no se da cuenta de que justamente el principio es el lado más oscuro, más indescifrable de un relato. A veces lo más difícil es encontrar el hilo que da inicio a la trama. Digamos que esta historia comienza con la nieve. Había nevado. Había más de medio metro de agua helada sobre todas las cosas y el mundo parecía hecho de esa substancia blanca que aplaca los sonidos y los pensamientos, que calla los pájaros y sólo deja hablar la luz.

En las mañanas, mientras me tomaba el segundo té después del desayuno mirando por la ventana, escuchaba las noticias de la radio sobre la gente atrapada en las carreteras y las autopistas. Decían que no había nevado así desde hacía medio siglo. Nadie sabía muy bien qué hacer. Hasta un ministro renunció por no ser capaz de manejar la crisis. Sus partidarios se quejaron porque su retiro forzoso del cargo no se debía a que era incapaz, sino a que la naturaleza se había ensañado con esta parte del reino. Y así todas las mañanas. Un escándalo cada día, una furia que parecía fabricada para contrarrestar el silencio helado de la nieve que seguía creciendo, indiferente.

El pan y la leche se habían acabado en el abasto del pueblo. También la carne, el pescado, el pollo y todos los productos frescos. Entrar en aquel lugar desolado me hacía recordar la tierra remota en la que nací, donde el más mínimo rumor desataba una ola de compras nerviosas que en minutos dejaba las estanterías de los abastos arrasadas, vacías como la boca inútil de un viejo sin dientes. En esas dos semanas había ido varias veces a hacer compras y había recorrido los pasillos con mi bolsa de yute debajo del brazo, sin saber qué llevarme. Esa vez elegí unas cebollas mustias que quedaban al fondo de una cesta azul, un kilo de arroz basmati y tres latas de atún en aceite de oliva. También aproveché que acababa de llegar la leche y compré un litro y medio, junto con unas galletas que se parecían a las galletas de soda de mi infancia.

Regresé a la casa con la sensación de que el fin del mundo estaba llegando pero no nos habíamos dado cuenta todavía. Mientras caminaba con cuidado para no resbalarme en las aceras abultadas de hielo se me ocurrió que el ruido que hacían mis botas sobre la nieve se parecía mucho al sonido de fondo de una película de catástrofes inevitables. Miré el cielo azulísimo y pensé que si no volvía a nevar estaríamos a salvo. ¿A salvo de qué? No sé. Ya lo dije. No sé muy bien dónde empieza esta historia. Pero creo que ese día de cielo azul y de compra precaria fue el día que vi a los niños haciendo en la plaza un inmenso muñeco de nieve.

Tenía que bordear la plaza para llegar a mi puerta. Me paré un momento a decidir cuál camino estaba más despejado. Y fue en ese instante que fijé en la memoria la imagen de los tres niños. Estaban vestidos con ropas oscuras. Uno de ellos tenía un gorro rojo con un gran pompón arriba que sobresalía como un chiste malo. Recuerdo que pensé que no tenían guantes y que se les congelarían los dedos antes de que terminaran de hacer el muñeco de nieve. Elegí el camino de la derecha, que un vecino fortachón y retirado limpiaba todas las mañanas con un entusiasmo sospechoso, y antes de llegar a mi casa le di una última mirada al grupo que reía y gritaba festejando pasadas o futuras ocurrencias.

Por las huellas que habían dejado en la nieve, se veía que habían hecho una primera bola, más bien pequeña, tal vez usando una pelota o algún otro objeto de relleno, y la habían ido empujando alrededor de la plaza. A cada vuelta la bola crecía más y más, dejando un rastro que parecía el de un gusano gigante que hubiera perdido el rumbo. Antes de abrir la puerta noté que la bola de nieve, que estaba ya en el centro de la plaza, era del tamaño del más pequeño de los tres niños. Pensé en las maravillas que se pueden hacer con ese material, al mismo tiempo duro y amable, que se deja moldear y que puede esconder tantas cosas.

Supongo que sería al día siguiente, al mirar por la ventana de la sala con mi segunda taza de té en las manos, que vi el muñeco terminado. Le habían construido una cabeza al cuerpo y le habían hecho una cara. Tenía puesto el gorro rojo que usaba uno de los niños y una bufanda desflecada que seguramente se había congelado ya. Debajo del gorro, después de una nariz hecha con lo que parecía un trozo de palo seco, le habían construido la boca con un objeto que no podía identificar de lejos, pero que le daba al conjunto un aire más bien siniestro. El muñeco de nieve parecía reírse ahí afuera de todos y de todo.

La vez siguiente que salí al abasto, sin demasiadas esperanzas de conseguir mucho que comer, crucé en diagonal la plaza, enterrándome en la nieve hasta más arriba de los tobillos. Me acerqué al muñeco blanco que seguía entero dominando el lugar y fue cuando lo vi. Debía haber sospechado algo en ese momento, pero después de sentir una especie de escalofrío que me paró los pelos de la nuca, pensé que todos los vecinos habían visto aquello y si a nadie le había parecido extraño, tal vez no lo era. La boca del muñeco de nieve era un zapato de bebé incrustado de perfil.

Ese día regresé con la bolsa del abasto algo más pesada. No tanto de comida sino más bien de papel sanitario, jabón de lavar, destapador de cañerías. Cosas que tal vez no necesitaba de inmediato, pero que sentía la necesidad de acumular, como si me preparara para tiempos más difíciles. Los estantes estaban llenos a medias pero yo ya me había resignado a comer arroz con atún hasta que el mundo volviera a la normalidad. El camino de regreso lo hice bajo una aguanieve gris que amenazaba con convertir la visión impoluta de la plaza en un charco más bien inmundo. Me apuré a entrar en la casa sin mirar hacia atrás.

Pasaron días, supongo. No sé en realidad si pasaron días, pero para todos los efectos mi memoria ha construido aquí una pausa, un tiempo que no recuerdo en términos precisos. Sólo sé que hubo lluvia, algo de sol, más lluvia. Unas estalactitas transparentes y deformes, como largas zanahorias de hielo que crecieran en el aire, se instalaron en mi ventana por más de una semana. Uno de los días soleados pasé un largo rato tomándole fotos a esos extraños objetos que habían invadido mi campo visual. Ese día, por no dejar, le tomé también una foto a lo que quedaba del muñeco de nieve.

Parte de la cabeza se había disuelto ya y el zapato de niño que una vez le había servido de boca se había caído al piso y parecía esperar el regreso de su dueño. Tal vez fue al día siguiente que me di cuenta del zapato, cuando miraba las fotos de las estalactitas en la pantalla de mi laptop. La verdad es que no le di importancia. Pero el resto de una idea se me quedó pendiente en algún lado, algo como la letra de una canción que no terminaba de recordar, como la pieza que no encaja y se queda danzando hasta en los sueños. Por eso, cuando volví al abasto a comprar atún y leche me metí en el bolsillo la cámara, casi sin pensarlo.

Me paré frente al muñeco de nieve y le tomé cuatro fotos, una por cada lado. No sé por qué lo hice. Fue un impulso. Es lo que le dije al par de policías que vinieron a tocar a mi puerta una semana después. Imprimí las fotos y se las entregué en un sobre transparente al día siguiente que descubrieron el cuerpo. A simple vista no había nada en las fotos que indicara que ahí adentro había un niño. Pero si se miraba bien, ampliando un par de puntos oscuros, en una de ellas se veían claramente tres dedos y en la otra una mata de pelo oscuro y revuelto. Es posible que me llamen a declarar, o al menos eso me informó uno de los policías con fingida amabilidad.

Tampoco sé cómo termina esta historia. El final de una historia debería revelar una verdad, apuntar hacia una certeza. Pero en este caso no es posible. No puedo ofrecer más que un cierre indeciso a esta historia que no sé cómo empezó. Tal vez todo comenzó como un juego de niños que querían aprovechar que había nevado como nunca en los últimos cincuenta años. Unos niños en busca de un lugar donde esconder una presa cobrada por pura diversión. Parte de lo que pasó lo vimos todos, sucedió frente a nuestras casas y a plena luz del día. Tal vez por eso esta historia sólo puede tener un final abierto. Un futuro lleno de sospechas, miradas de soslayo, puertas cerradas con doble llave, pesadillas al filo de la madrugada.

Los funcionarios del equipo forense siguen en la plaza buscando evidencias. Cruzan de un lado a otro con sus trajes blancos que les cubren el cuerpo entero de la cabeza a los pies. Llevan y traen bolsas, cajas y contenedores varios. La plaza está rodeada de una cinta amarilla y roja que prohibe el paso y tres policías de uniforme negro y chalecos fosforescentes vigilan que la prohibición se cumpla al pie de la letra. Los vecinos se asoman de vez en cuando a las ventanas. La señora que atiende el café de enfrente sale cada dos o tres horas con un termo de té o café y ofrece la bebida humeante en vasos de plástico. Los vasos se acumulan en el basurero de la esquina.

En el noticiero de la televisora local ya se comenta el hallazgo. Es muy pronto para saber qué pasó. El cuerpo no ha sido identificado todavía. Algunos vecinos aparecen en la pantalla comentando el suceso asustados o sorprendidos o indiferentes. Al final de la noticia aparece la foto fija de tres pequeños dedos congelados. Reconozco la imagen y me asalta la certeza de que ya nada será como antes. Ahora miro la plaza como si fuera un cementerio con una sola tumba. Esta mañana alguien dejó en el piso, sobre la nieve y casi frente a mi ventana, un pequeño ramo de flores secas.
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domingo, 28 de noviembre de 2010

Memorias ajenas

Para Ricardo Alonzo, que atesora recuerdos


Estaba a punto de irme pero no quería perder la tarde que me quedaba hablando de los males del presente. Llevábamos días comentando las noticias, cada declaración del dictadorzuelo que gobernaba la tierruca, cada container con comida podrida que se descubría, cada medida contra los empresarios, los obreros, los estudiantes; cada muerto que aparecía en los callejones de cualquier ciudad y que nunca nadie investigaba. Pero ya estaba cansada de llegar a la misma conclusión una y otra vez. No sabía cuándo íbamos a volver a sentarnos a comer juntas, porque el exilio está lleno de esas incertidumbres, así que me propuse cambiar de tema ese último día.

Quería grabar las historias de la infancia de mi mamá y sus hermanos, para poder contarlas con una especie de autenticidad que mis propios recuerdos no tenían. Hacía meses que me rondaba la idea de que tenía que escribir sobre su exilio, que era en cierto modo el preludio de mi propio exilio y del desperdigado deambular de mis hermanas y mis sobrinos. Pero no sabía cómo. Esos no eran mis recuerdos ni mi propio tiempo. Me parecía que era necesario tener una versión de primera mano de aquellos recuerdos que no me pertenecían. Así que ese último día, a la hora del almuerzo, saqué de mi maleta el grabador que me había llevado para grabar un curso que había dictado en la universidad y con el que pretendía escribir un artículo académico sobre la novela histórica venezolana. Prendí el grabador y lo puse entre las dos mientras comíamos. Pensaba que esa grabación me daría el tono correcto, porque la voz de quien recuerda es como la piel de la memoria misma, su envoltorio natural.

Casi seis meses después, mientras veía caer la nieve a través de la ventana de mi casa en un perdido pueblito escocés, me senté frente a la pantalla de mi laptop a escuchar por tercera o cuarta vez el archivo de mp3 donde había guardado aquella larga conversación. Buscaba un hilo que me ayudara a armar una historia. Lo había intentado varias veces y no había podido dar con la forma, con el modo correcto de contar aquello. Porque cada vez que escuchaba la grabación y trataba de armar con ella algo que tuviera una especie de principio y fin, algo que pareciera un relato, me daba cuenta de que la historia que estaba buscando no era la que mi mamá me había querido contar aquella tarde.

Lo que yo quería era armar la historia de un sentimiento. Del sentimiento que yo misma vivía desde que me había ido de mi propio espacio y había tenido que pasar por la angustia y la tristeza de vivir al otro lado del mundo. Quería saber cómo mi propia familia materna se había adaptado a una nueva tierra y había aceptado pertenecer a ella. Supongo que estaba buscando una experiencia que me guiara una especie de ejemplo a seguir. Pero no hay nada más difícil que recordar tristezas. Y en realidad no hay recetas para salir del abismo del desarraigo. Como sucede con todos los duelos, el alivio sólo existe en el simple transcurrir del tiempo.

Por más que pasé dos horas haciéndole preguntas de todo tipo, no logré que mi mamá me dijera una sola frase sobre el modo como se sintió al dejar su país a los doce años y enfrentarse a una realidad totalmente nueva. Ella sólo quería revivir los recuerdos alegres, los personajes curiosos, las historias extrañas que se habían contado una y otra vez en la familia, sobre lo tremendo que era su hermano Julio cuando estaba chiquito, lo impresionante que era ver a la tía Ventura, que era totalmente ciega, hacer todos los quehaceres de la casa sin trastabillar y sin equivocarse nunca, las cinco profesiones que había estudiado el tío Maximiliano, el matrimonio fallido de la tía Fefé con un edecán de Trujillo, esas cosas.

Después de mucho escuchar aquella grabación decidí que el primer paso tendría que ser transcribir todo y ver si lo que se escuchaba en la grabación se veía mejor en el papel, mejor dicho, en la pantalla de mi laptop. Había abandonado la idea de la voz como piel de la memoria y me había resignado a la tiranía de lo escrito, al imperio de la puntuación, a la sordina irresponsable de la letra que es incapaz de reproducir la calidez de un tono, la la implacable lógica del cortado y pegado. Mientras transcribía me daba cuenta de las preguntas que debí haberle hecho y no le hice, o de los comentarios que hice sin darme cuenta de que estaba interrumpiendo el libre flujo de un recuerdo que tal vez hubiera llegado a revelar la memoria de algo realmente significativo que nunca llegó a expresarse.

Mi mamá había preparado una sopa de pollo que es la sopa que más me gusta, pero sólo como ella la prepara. Estábamos sentadas una frente a la otra en el comedor de su casa en Mérida. Le habíamos agregado a la sopa varios trozos de queso blanco y un cambur picado en ruedas. Los dominicanos siempre comen la sopa con cambur, y esa era parte de la herencia que compartíamos. El sabor dulce de la fruta que sólo nosotros llamamos cambur, pero que en Santo Domingo, y en todo el resto del mundo, se llama banana, me trajo a la memoria historias que había oído en mi propia infancia, en las que se mezclaban los abuelos y los tíos. Para intentar llegar de algún modo a ese tiempo, o a lo que quedaba de él en su memoria, le pedí que me contara sobre su casa de infancia. Había escuchado muchas veces los cuentos de las casas en las que ellos habían vivido en República Dominicana, antes de venirse a Venezuela y pensé que sería un buen comienzo.

—Cuando estábamos chiquitos nosotros vivíamos en Mao, pero cuando mi papá y mi mamá viajaban nos quedábamos en Santiago, en la casa de la abuela Dominga. La calle en la que estaba la casa se llamaba 30 de marzo, que es una fecha muy importante en Santo Domingo. Al llegar había que subir una escalera como de siete escalones y al entrar había una galería a la que daban todas las puertas de los cuartos. La puerta del medio era la entrada principal y las demás eran las entradas de los cuartos. En vez de ventanas lo que había era puertas. Después del recibo había dos cuartos y un estar. Después había dos cuartos más y en la parte de atrás había otra galería en la que estaba la cocina, el baño y una parte de lavandería. Ahí abajo era donde estaba una especie de desván donde mi tío Maximiliano guardaba sus libros y una calavera que Julio siempre sacaba para asustarnos.

Me explicaba todo esto usando las manos para dibujar en el aire dónde quedaba cada cosa. Yo me acordaba de la historia de la calavera, porque se la había oído contar a todos mis tíos y a mi abuela muchas veces. Le hice un par de preguntas más sobre la casa de la abuela Dominga. Pero ella le había echado picante a la sopa y se le había pasado la mano. Por eso, de pronto, en la grabación aparece una tos, un ahogo, un carraspeo. Yo le pregunto si está bien, si quiere agua o un pedazo de pan. Ella me dice que no, que ya pasó. Entonces perdimos el hilo de lo que estábamos hablando y le pregunto por la casa del abuelo.

—La casa de mi abuelo era muy parecida a la de mi abuela Dominga, pero más grande. Estaba toda rodeada de galerías que miraban a un patio que estaba en el centro. Y en la parte de abajo estaban los cuartos del servicio. Había unos tanques de agua que se llamaban aljibes. Yo tengo una foto sentada en uno de esos aljibes.

Yo había visto esa foto en un album viejo de la abuela Julia y había oído muchas veces hablar de la casa grande, alta y llena de gente, en la que habían nacido los tres hermanos mayores, Miguel, Julio y Sonia. Esa era la casa en la que yo me había imaginado siempre a mi mamá, rodeada de sirvientas y nanas, escapando de las severidades de un abuelo demasiado estricto por aquellos sótanos oscuros y húmedos.

—Las casas estaban montadas como en un segundo piso y estaban rodeadas de corredores, que allá se llaman galerías. Abajo de todas las casas lo que había era como un gran galpón donde se guardaban los alimentos, las herramientas y esas cosas. Todas las casas viejas eran así. Había un hático en la casa del abuelo que tenía unas ventanas que daban al techo. Julio una vez se salió por una de esas ventanas, se resbaló y se cayó para abajo. Pero no le pasó nada. A él nunca le pasaba nada. Era terrible.

Cuando comenzaba a contar cosas que yo ya sabía o había escuchado y recordaba vagamente, yo la interrumpía para precisar los datos de los que no me acordaba. Después, cada vez que escuché la grabación me arrepentí de haber impedido que hablara siguiendo el hilo de las imágenes que se le venían a la cabeza. Pero ya no había nada que pudiera hacer. Si la llamaba de pronto para preguntarle por algún detalle que se quedó en el aire en medio de aquella conversación, lo más probable era que no lo recordara. En realidad no se puede esperar que la memoria de alguien que ha vivido tanto sea ordenada y coherente. Por eso creo que en algún momento me resigné a los saltos entre un tema y otro y me fui olvidando del orden pautado por las casas, porque sospechaba que mi mamá no se acordaba de ellas por separado sino que tenía una memoria condensada en la que todas las casas de su infancia se juntaban en una.

—El papá de mi mamá se llamaba José Espinal. Era la persona más importante del pueblo. La casa de mi abuelo quedaba enfrente de la plaza. Rodeando la plaza quedaba el cuartel, la iglesia, el club y la casa de mi abuelo, así que te puedes imaginar lo importante que era. El primer baño que hubo en Mao estuvo en la casa de mi abuelo y el primer carro que cruzó por las calles de Mao era de mi abuelo. La casa ocupaba casi una cuadra enfrente de la plaza, porque en la esquina vivían unos primos de ellos, y de un lado estaba la tienda. En esa tienda vendían de todo. Esa era la única tienda del pueblo.

Me explicó que en realidad la que tenía dinero de cuna, como se dice, era su abuela. Ella era de la familia Tió, una familia muy antigua, que había venido de España y tenía escudo de armas y todo. Yo había visto un libro que la tía Cynthia había traído de Santo Domingo, donde estaba toda la historia de la familia. En ese libro aparecía el árbol genealógico de los Tió, que llegaba hasta la generación de mi mamá. También aparecía la historia de los personajes más públicos de la familia, entre los que estaba un pariente que participó en la conjura para asesinar a Trujillo. Me distraigo un rato buscando su nombre en la red y descubro que se llamaba Luis Amiama Tió. Leo su biografía, veo las fotos en las que aparece con una expresión severa. Vuelvo a la transcripción con la sensación de estar oyendo un pedazo de historia.

—El abuelo José había hecho plata con su propio esfuerzo, con los negocios que montó, pero la que tenía plata era la abuela. Por eso cuando mi abuela se murió y mi abuelo se volvió a casar, los hijos del primer matrimonio, mi mamá, mi tía Fefé, mi tía Antonia y mi tío Pachelo, se pusieron furiosos y desde esa época se pelearon con el abuelo. No era solamente porque se hubiera vuelto a casar, sino porque se casó con una sobrina de mi abuela. Era una muchacha jovencita, que incluso había vivido un tiempo en la casa.

Suena un ruido afuera. Tal vez un camión que pasa. Supongo que miramos por la ventana y vemos la llovizna eterna de Mérida empañarlo todo. Hay una construcción del otro lado de la Avenida Las Américas y el ruido que hacen los camiones que entran y salen, las máquinas y los hombres está todo el tiempo como telón de fondo en la grabación. También se escuchan pasar las motos cada tanto. Hay una pausa breve y un comentario sobre ese ruido que no se acaba nunca. Le hago una pregunta sobre la relación entre mi abuelo y su segunda esposa y ella vuelve a un recuerdo que es más bien una sentencia familiar, una de esas declaraciones inmutables que se han fijado en la memoria más por la insistencia de un encono antiguo que por haber estado ahí cuando sucedieron los hechos.

—Era como si se hubiera casado con una de sus hijas. De hecho, los hijos que tuvieron tenían los mismos apellidos, porque ella también era Tió. Así que los otros hermanos de mi mamá, los medio hermanos, son también Espinal Tió como mi mamá. Yo no los conozco, pero son muchos, como siete u ocho. Ellos siguieron viviendo en la casa de Mao, pero mi mamá y sus hermanos se fueron. Mi tía Fefé, que estaba soltera, se fue a vivir a Nueva York, porque no quería vivir con ellos. Cuando mi abuelo murió, vendieron esa casa y se quedaron con esa plata. Mi mamá se puso furiosa, porque la que tenía dinero era la abuela, eran los Tió, y a ellos no les correspondía esa herencia.

A esta altura de la historia me doy cuenta, meses después, de que no sé cuál es el nombre de la bisabuela. Creo recordar que también se llamaba Julia, como su hija, la mamá de mi mamá. Pero en realidad no lo sé. Mientras escucho la historia del segundo matrimonio del bisabuelo, que también había oído antes, recuerdo que cuando la abuela Julia estaba viva no se podía hablar de eso delante de ella. Era un tema prohibido, era como una especie de lado oscuro de la familia, de pecado original que no se podía mencionar. Pero la verdad es que no es fácil ocultar todo un lado de la familia. Mi abuela tenía siete u ocho medio hermanos, que eran tíos de mi mamá y tenían los mismos apellidos. Es demasiada gente para caber en un secreto. Me dio cierto vértigo pensar la extensísima familia que ignoro y que está regada por Santo Domingo y quién sabe por dónde más. Y como estábamos hablando de secretos mi mamá se acordó del otro gran secreto de la familia.

—La abuela Dominga nunca se casó con el papá de mi papá, porque él tenía su esposa y su familia legal. Él era un viejo muy acomodado y creo que tenía una farmacia o algo así. Eran de apellido Hernández. Cuando mi papá creció su papá quiso darle el apellido y mi papá no quiso. Le dijo que no, porque ellos siempre habían sido Rojas y su mamá los había criado sola y ellos no necesitaban más apellido. Mi papá siempre decía eso, que mi abuela los había criado sola y que su papá no la había ayudado nunca. Pero yo me acuerdo de un señor que llegaba todos los sábados, le entregaba a mi abuela Dominga un sobre, se tomaba un café y se iba. Yo creo que ese señor era un empleado del papá de mi papá. Se llamaba Bruno. Por eso yo creo que el viejo Hernández sí le pasaba dinero a la abuela Dominga, porque ese señor Bruno iba todos los sábados a entregarle a mi abuela un sobre.

La historia de la abuela Dominga me la había contado muchos años atrás Lucrecia, la señora que trabajó para la familia de mi abuelo y mi abuela durante años de años y se conocía todos los cuentos y había sabido guardar más de un secreto. Mi abuela la había convencido de venirse a Venezuela y, después de mucho viajar de allá para acá, terminó quedándose en Caracas y casándose con Felipe, un muchacho que mi abuela había criado. Al principio, el matrimonio había sido arreglado, sólo para que Lucrecia pudiera vivir legalmente en Venezuela y no tuviera problemas con inmigración. Pero después se enamoraron y terminaron viviendo juntos. Cuando Felipe murió, la noche en que su corazón no pudo andar un segundo más debido al mal de chagas, Lucrecia estaba durmiendo con él en la misma cama y alcanzó a escucharlo quejarse por última vez. Cada vez que oigo la historia del abuelo y de su madre soltera, me acuerdo de Lucrecia. Pero no sé si esa historia forma parte de ésta. O tal vez sí. Porque me acuerdo de lo que sentí cuando supe que mi abuelo era lo que llaman un hijo natural. Me pareció el secreto más tonto que se había guardado la familia. Algo por lo que hoy en día nadie se preocuparía en lo más mínimo.

—No sé cómo se conocieron mi papá y mi mamá. Creo que mi papá tenía unas tierras en Mao. Pero la verdad es que no sé. Lo que sí me imagino es que no debe haber sido fácil que lo aceptaran en la familia. En Santo Domingo le hacen mucho caso a todo el asunto de los apellidos y la gente que tiene dos apellidos, al menos en esa época, ahora ya no, miraba con mala cara a los hijos naturales, como se dice. Pero yo creo que lo que terminó convenciendo al abuelo es que mi papá era muy trabajador y tenía muchas tierras. A fin de cuentas eso era lo que importaba, que él había sabido hacer dinero viniendo de abajo, igual que mi abuelo José.

Desde que conozco la historia de la abuela Dominga y del esquivo papá de mi abuelo he tratado de imaginarme cómo se conocieron esos dos seres que vivían en universos tan distintos. El abuelo Miguel vivía en Santiago de los Caballeros, era un joven hacendado y un hombre de negocios emprendedor. La abuela Julia era una niña de su casa, que vivía en Mao, rodeada de atenciones y vigilada cada segundo del día. Alguna vez alguien de la familia me contó que la abuela había tenido una institutriz francesa, como todas las niñas de su clase y de su generación, y había recibido lecciones de piano. Yo me la imaginaba como esas lánguidas señoritas que aparecían en las revistas de finales del siglo XIX. Y no podía encontrar un punto en común entre esas dos vidas tan dispares. El caso es que se conocieron, aunque ya nadie recuerde cómo, se casaron y tuvieron sus primeros tres hijos, dos varones y una hembra. Vivieron un tiempo en Mao y luego se mudaron a Santiago. Mi mamá no nombra la casa de la ciudad, pero se acuerda de la casa que tenían en el campo.

—En una de las fincas de mi papá había un molino que funcionaba con bueyes. Mi papá era unos de los pocos que vendía el arroz ya trillado y lo trillaban en esa finca. Yo me acuerdo clarito del molino. Ahí teníamos nosotros una casa a la que íbamos de vacaciones y algunos fines de semana. Era una casa de campo de madera a la que le pasaba un río por al lado. Esa casa estaba como en un cerrito y fue ahí donde Julio se montó un día en el carro de mi papá y yo le dije que me quería montar con él. Entonces Julio sacó el freno o puso el carro en neutro, no sé. El asunto es que el carro rodó por el barranco y nosotros nos fuimos para abajo. Me acuerdo que mientras bajábamos venía un gentío pegando gritos detrás de nosotros. Cuando llegamos abajo nos paró el río. Eso fue un escándalo horrible. A Julio le dieron una pela y a mí me encerraron. Fue horrible. Yo estaba chiquita, chiquita, pero yo todavía me acuerdo.

No había oído hablar antes de esa casa en el campo. Sabía que el abuelo tenía tierras y que en las vacaciones, en lugar de ir a la playa, como se esperaría de gente que vive en una isla, la familia se iba a la montaña. Supongo que esa era la casa en la que pasaban los veranos, lejos del calor y del sol. Mientras me congelo en este invierno casi ártico se me calienta el alma con sólo recordar el calor del Caribe, el mar azulísimo, las playas perfectas de las que tanto hablaba la abuela. Cuando vuelvo a dejar correr la grabación, escucho mi voz interrumpiendo el recuerdo de la casa de campo y preguntando por los colegios.

—Yo estudié en un colegio de monjas en Santiago que se llamaba Sagrado Corazón. No me acuerdo de haber ido a ningún colegio en Mao. El colegio del que yo me acuerdo quedaba en Santiago. Yo caminaba hasta la parada del transporte, que quedaba como a una cuadra de la casa en una plaza, y ahí esperaba el autobús que me llevaba al colegio. Iba con una muchacha que me cuidaba, porque uno no andaba solo por la calle, eso no se hacía. Y cuando regresaba, la muchacha estaba en el mismo lugar esperándome para llevarme a la casa. Era un colegio de niñas. Miguel y Julio estudiaron en un colegio de varones, pero no me acuerdo cómo era, lo único que sé es que quedaba cerca de un hospital, porque fue ahí que atendieron a Miguel cuando tuvo el accidente.

Mientras miro nevar desde mi ventana trato de imaginarme cómo sería ese colegio de señoritas, lo estrictas que seguramente eran las monjas, el día a día de aquella niña confinada entre el colegio y la casa, siempre acompañada de una chaperona. Aquella niña que estaba por perder todo de un solo golpe. Pero en la voz de mi mamá no hay tristeza. Creo que todo el esfuerzo se le va en recordar, en tratar de fijar las imágenes para responder mis preguntas. Y ahora que la escucho y trato de ordenar en el papel sus palabras dudo que sea posible traer a la memoria el abismo que se te abre bajo los pies si a los doce años te dicen que tienes que recoger lo mínimo y salir en volandas a otro país.

—Nosotros nos vinimos a Venezuela porque Trujillo no dejó entrar a mi papá una vez que estaba viajando con mi mamá. Antes de que naciera Kenya, mi papá y mi mamá estaban en Nueva York. Ellos viajaban para allá por lo menos una vez al año y a nosotros nos dejaban con mi abuela Dominga. Cuando se iban a regresar para Santo Domingo, el abogado de mi papá le dijo que Trujillo le iba a quitar las tierras. Que si él estaba dispuesto a vendérselas que regresara, pero si no, lo iban a poner preso. Entonces mi papá se fue para Puerto Rico y mi mamá se regresó a Santo Domingo a ver qué pasaba. Trujillo le quitó todas las tierras a mi papá. Pero el abogado le recomendó que no firmara nada, porque cuando cayera Trujillo esas tierras se las podían devolver, pero si firmaba algo no le iban a pagar y las iba a perder todas. Entonces él no firmó.

Reconozco aquí otra vez un fragmento de la historia que he escuchado contada varias veces de distintas maneras. Durante mi infancia y mi adolescencia Trujillo era como el lobo del cuento, la maldad absoluta. Porque era el culpable del exilio de los abuelos, que durante toda mi infancia hablaron de Santo Domingo como el paraíso, el lugar donde la comida era más rica, el azúcar más dulce, el mar más azul. Todo expatriado desarrolla de algún modo esa forma de la nostalgia que embellece hasta el extremo lo que ha dejado atrás. Yo también he embellecido parte de mis recuerdos y he aceptado que esa especie de ensueño forma parte del duro proceso de adaptarse al desarraigo. Como forma parte del repertorio del exilio la historia de los tiranos que nos obligaron a hacer las maletas y dejar todo atrás.

—Pero yo me acuerdo que lo presionaban mucho, a él y a mi mamá. Nosotros vivíamos también en una casa alta y teníamos varias mujeres de servicio. Desde arriba veíamos que una de las mujeres entregaba papeles y cosas así a unos hombres que venían todas las noches. Cuando mi mamá descubrió que esa mujer nos vigilaba, le preguntó que quiénes eran esos hombres y a la mujer no le quedó otra que contarnos que a ella la habían puesto ahí en la casa con la misión de informarle a la policía de todo lo que nosotros hacíamos y decíamos. Pero nos dijo que ella no decía nada importante, sólo comentaba cosas normales de todos los días. La mujer le dijo a mi mamá que no la delatáramos porque de todos modos, si ella se iba, mandarían a otra que iba a hacer lo mismo y podía ser incluso peor.

Escuchando cómo el tono de voz de mi mamá se vuelve tenso, ante el recuerdo de una espía colada en su propia casa, pienso que las historias de todas las dictaduras se parecen. Todas coinciden en esa siembra de miedo que tiene tantas formas. Una de las formas es la de la separación misma, la destrucción de las familias, disgregándolas por el mundo, impidiendo que sus miembros se encuentren, restándoles la fuerza que les da el estar juntos. Divide y vencerás, dice la máxima de guerra. Y así es como toda dictadura, una vez que declara un enemigo, se afana en dividirlo. Cuando el enemigo es la sociedad toda, la familia está en el centro del objetivo. Y es eso lo que hay que partir en pedazos y lanzar a los cuatro vientos.

—Cuando mi mamá vino de Nueva York llegó en estado de Kenya. Y después de regresar fue el accidente de Miguel, que de vaina no se murió. Él venía en una bicicleta y un camión se lo llevó por delante y lo arrastró por más de una cuadra. Le destrozó la cara y toda la parte derecha del cuerpo, por eso Miguel era tuerto y tenía una placa de metal en el cráneo. En la pierna tenía una herida tan honda que se le veía hasta el hueso. Quedó vivo de milagro. Dicen que se salvó porque el accidente fue cerca de un hospital y lo atendieron rápido, pero Miguel estuvo mucho tiempo grave, grave. En esa época mi papá trató de regresar, pero todo el mundo le dijo que si volvía lo iban a poner preso y no iba a poder hacer nada. Entonces, cuando nació Kenya y mi papá tampoco pudo entrar, resolvieron que tenían que irse a vivir para otra parte, porque no tenía sentido vivir así.

No. No tiene sentido vivir así. Me puedo imaginar a la abuela, lidiando sola con tres hijos adolescentes y una niña recién nacida. Recibiendo rumores y amenzas, sintiéndose vigilada y espiada. Y mi abuelo, ¿cuántos meses estuvo el abuelo Miguel pensando qué hacer, desesperado, varado en una isla del Caribe que no era la suya? Me puedo imaginar su angustia, el silencio que lo rodeaba en las solitarias noches en las que se acostaba en su pobre cama vacía de exiliado a pensar otra vez en el plan que tenía previsto para reunir de nuevo a la familia. ¿Cuántos planes fallidos habrá tenido?

—Mi papá tenía todo listo para irse para Colombia. Pero de paso para Colombia se encontró con un amigo que vivía en Turén y que le dijo que no se fuera para allá, que en Portuguesa había un programa de ayuda a los extranjeros y que el gobierno estaba dando muchas facilidades para la gente que quería trabajar la tierra. Y como eso era lo que en realidad mi papá hacía, él sembraba arroz en Santo Domingo, entonces se decidió y compró unas tierras primero por la Quebrada de la Virgen y después compró otra finca cerca de Guanare. Pero no le fue nada bien y al principio lo que hizo fue perder plata.

Escucho la historia de todos los intentos que hizo el abuelo de sembrar arroz en una tierra tan distinta a la suya y con unos métodos que no conocía. Es un cuento largo, lleno de complicaciones, donde hay sequías, inundaciones, plagas y canales de riego que apenas funcionan. Pero me doy cuenta de que hemos pasado por encima del viaje, de la llegada, de las primeras impresiones sobre esa nueva tierra a la que todos iban a tener que acostumbrarse. Entonces la interrumpo y le pregunto por la fecha en la que llegaron. Me sorprende la precisión con la que me responde.

—Nosotros llegamos el primero de septiembre de 1950. Yo tenía doce años. Llegando nosotros aquí prácticamente empezó el gobierno de Pérez Jiménez. Mi papá decía que cómo era posible que saliéramos de una dictadura para llegar a otra. Pero no había nada que hacer, ya no nos podíamos regresar, porque Trujillo seguía mandando y después que mataron a Trujillo la dictadura siguió y eso se volvió un desastre. Nunca pensamos en regresar a Santo Domingo cuando se murió Trujillo, porque ya estábamos todos grandes y regresarse era como empezar otra vez de cero. Las tierras que mi papá tenía allá estaban todas invadidas y no había en realidad un lugar, una casa a donde volver.

A Rafael Leonidas Trujillo lo mataron en mayo de 1961. Pero mi mamá no parece recordar esa fecha. Para ese entonces ella ya se había casado y había dado a luz su primera hija, que nació el 25 de septiembre de 1960. El mismo mes que mataron a Trujillo mi mamá saldría en estado de su segunda hija, que nacería el 12 de enero de 1962. Así que era imposible que la familia regresara. Sus dos hermanos mayores se habían casado ya y se habían ido a vivir a otra parte. Pero esto sólo lo descubro ahora, que estoy sentada frente a mi laptop y puedo buscar en Google las fechas históricas de nacimiento y muerte de aquel dictador empecinado que fue la causa del exilio de mis abuelos. Ahora que transcribo, viendo caer la nieve afuera, la voz de mi mamá que siguió alimentando en su imaginación la posibilidad de regresar a casa, me doy cuenta de que tal vez todos los que hemos dicho adiós para siempre, mantenemos oculta en algún lado la esperanza de volver.

Transcribo el resto de la historia, donde se mezclan los tiempos y las gentes. Los cuentos de las cinco casas en las que vivieron en Guanare antes de la casa que yo conocí, las historias del internado en el que mi mamá estudió hasta cuarto año de bachillerato, el cuento de la operación del abuelo en Estados Unidos, la historia de la casa de Doñana en Caracas, en la que mi mamá vivió un año mientras estudiaba quinto año. Mi mamá se detiene a contarme sobre esa señora que había sido la jefa de las enfermeras de la Maternidad Concepción Palacios y tenía una sirvienta sordomuda y una hija adoptada que fue abandonada por su padre. También me cuenta cómo vivieron en casa de Doñana la caída de Pérez Jiménez. El ruido de los aviones en el cielo y el entrar y salir de gente asustada. Después viene una historia más reciente, que conozco bien y ya no me interesa contar.

Releo el texto en la pantalla y me doy cuenta de que hay demasiadas lagunas que no puedo llenar. Después de tantas preguntas sobre las casas, no me queda claro, por ejemplo, cómo era la casa en la que vivieron mis abuelos con sus hijos en Santiago. Sólo tengo la imagen de esa niña caminando escoltada por una sirvienta hasta la parada del transporte que la llevaba al colegio. Y la imagen de esa mujer que espiaba cada movimiento de la familia mientras el abuelo se moría de angustia en Puerto Rico, sin poder regresar a ver al hijo que estaba muriéndose en un hospital o a la hija que acababa de nacer. Decido dejar reposar la historia por unos días.

Ayer abrí Skype y llamé a mi mamá. Después de hablar casi una hora y ponernos al día en las novedades de la familia, le cuento que estoy escribiendo sobre las casas de Mao y Santiago. Se queda pensando y me dice que tengo que llamar a Cynthia para que me cuente bien, porque ella en realidad no se acuerda mucho de esas casas, pero Cynthia sí, porque ella vivió allá después de grande. Me cuenta que la casa del abuelo, que está frente a la Plaza Duarte, en Mao, sigue todavía en pie. Me cuenta que cuando Estados Unidos invadió Santo Domingo, su hermana menor estaba viviendo allá y la mandaron de regreso para Venezuela a raíz de la invasión. También me recuerda que después que se murió el abuelo Cynthia vivió allá un tiempo. Ella se debe acordar bien de todas las casas, me dice, pero yo ya no me acuerdo.

Cuando cierro Skype siento que he llegado a un punto en el que puedo hacer al menos una pausa. No es un final, pero se parece. Sé que todavía no tengo la historia que buscaba, la de la angustia o la tristeza del desarraigo, porque eso es precisamente lo que más nos empeñamos en olvidar. Tal vez porque contar el dolor nos hace vulnerables y preferimos recordar las travesuras y los castigos, los accidentes y las afrentas, lo extraordinario en lugar de lo cotidiano. Pero creo haber encontrado el hilo de una experiencia que se parece a la mía.

Ha dejado de nevar y parece como si el tiempo intentara recuperarse. Pasan algunos carros despacio por la calle y un par de vecinos se animan a caminar por las aceras resbalosas. Algunos pájaros hacen ruido en los techos, contentos porque pueden por fin estirar las alas y echarse a volar. Pero el termómetro que está fuera de mi ventana sigue estacionado en un cero redondo como un susto.
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domingo, 31 de octubre de 2010

La palabra que no existe

Se había sentado delante de mí sin esperar invitación. Me preguntó, con un tono muy educado, ¿me puedo sentar? Pero no esperaba respuesta. Quería sentarse en la mesa en la que yo estaba sola, tratando de que nadie me molestara. Yo había decidido pasar esa tarde de jueves mirando por aquella ventana la lluvia terca de principios de otoño, el cielo blanco y bajo, los autobuses que iban y venían en la calle que partía en dos el centro comercial. No quería compañía.

En realidad nunca quería compañía. Porque cuando vives en un lugar al que no perteneces sólo quieres que te dejen en paz, que nadie te moleste y, sobre todo, que no te exijan conversar. En un idioma que no es el tuyo conversar no es un ejercicio relajado ni placentero. Es tenso y complicado y todo suena falso. No quería compañía y no quería conversar. Quería que me dejaran en paz, que me dejaran sola en mi mundo en el que no tenía que traducir a otro idioma mis pensamientos.

Pero la mujer estaba ahí, instalada ya en mi mesa, y había comenzado a hablar como quien tiene una urgencia y no puede contenerse. La miré de arriba abajo, con furia. Mi gesto no pareció decirle nada. He llegado a creer que los sutiles códigos que se envían con las miradas o algunas posturas también tienen que ser traducidos de una cultura a otra, porque aquí nadie entiende cuando uno dice, con todo el cuerpo pero sin palabras, que alguien está siendo inoportuno. No me quedó más remedio que escuchar.

Y ahora que trato de hacer memoria de aquella larga conversación que era más bien un monólogo interrumpido por mis cabeceos y mis monosílabos, ya no sé muy bien por qué me impresionó tanto. El efecto que nos produce el contacto inmediato con alguien que cuenta parte de su vida se pierde cuando tratamos de recordar qué fue lo que dijo. Todo discurso referido es frío y es todavía más distante cuando hay que pasar esa confesión de un lado a otro de un abismo cultural. La mujer había empezado contando que alguien se había muerto y yo no entendía de quién estaba hablando, pero podía intuir que era alguien muy cercano.

Cuando logré distinguir la palabra “Dad” entre el fárrago de sonidos que apenas comenzaba a descifrar, supe por qué su cara estaba descompuesta y sus manos aferraban con una especie de furia la taza de café que tenía enfrente. Me estaba contando la muerte de su padre, o más bien la vida. Cuando logré acostumbrarme a su acento, al modo en que pronunciaba las aes y las íes, su historia comenzó a parecer más clara. Pero ya había dejado de hablar de la muerte del padre y estaba recordando cómo había sido vivir bajo la influencia de aquel hombre que yo no lograba establecer si había sido bueno o malo.

Creo que intentaba juntar los recuerdos. Las pocas pausas que hizo se parecían a ese momento de suspenso en el que pasamos la página de un album de fotos. Acabamos de ver unas imágenes que nos traen a la memoria nombres y fechas y luego hacemos una pausa y esperamos el momento en que la página siguiente nos trae otras caras, otros tiempos, y el recuerdo se dispara hacia otro lado. Creo que así eran sus pausas y así estaba tratando de armar, con retazos de imágenes, su memoria del padre que acababa de morir.

La primera escena que logré comprender entera presentaba a un padre duro, exigente, algo esquivo, me parece. La niña lo adoraba, como adoran las niñas a sus padres, de manera incondicional. Una tarde, en la que regresaban de un largo paseo por el campo, la niña se había sentado en el asiento justo detrás del padre y había comenzado a cantar una canción. Ella cantaba mucho cuando era niña, me dijo como entre paréntesis. Yo asentí. La canción era una vieja historia de amor y la niña se la cantaba al padre con la voz más entonada que podía lograr en aquel carro que saltaba dando tumbos por una carretera de tierra. La mujer cantó bajito lo que recordaba de la vieja canción.

Me conmovió tanto la voz cansada de aquella mujer cantando un recuerdo tan remoto que la interrumpí para preguntarle qué edad tenía en ese tiempo. Seis o siete, me dijo. Entonces hizo una de esas pausas y yo me preparé para el salto a otra época y a un escenario diferente. Pero ella tenía todavía algo que decir sobre esa imagen antigua.

—Cuando terminé de cantar mi papá me dijo que desafinaba, que tenía que aprender a mantener una misma nota. No sabía nada de música, pero tenía que decir siempre la última palabra. Era un sabelotodo —dijo sacudiendo una mano.

Había tanta tristeza en aquel recuerdo que estuve a punto de levantarme y dejarla sola. Pero ella ya estaba recuperando una imagen que la hacía tal vez más feliz. Recordaba haber conversado con su padre una vez, solos los dos, sin que estuviera presente su madre ni el resto de los hermanos. Se detuvo a describir el lugar, parecía tratarse del día de un evento importante, pero no entendí bien si era la casa de un familiar o uno de esos sitios públicos donde se hacen fiestas. Alguien se casaba o cumplía años. Lo importante era que el padre había bebido algo y estaba muy cariñoso con ella. Habían bailado un poco y cuando terminó el baile él le dijo que bailaba mejor que su madre.

Ella no supo qué sentir o más bien se sintió atrapada entre dos sentimientos encontrados. El gusto de saber que el padre la prefería a ella y la molestia de reconocer en ese gesto una de las muchas formas de desprecio hacia la madre que aquel hombre se empeñaba en mostrar en público, sin ningún pudor. Pero esa vez, sólo esa vez, dijo, se dejó llevar por la idea de que esa noche ella ocupaba un lugar especial en el corazón del padre.

Por lo que logré entender, hubo muchas fiestas de ese tipo en las que el padre tomaba algo, no mucho, y se ponía alegre. Sólo en esos casos ella lograba verlo tal cual era o tal vez tal cual ella quería que fuera. Pero en una de esas fiestas algo se quebró para siempre. El padre había estado conversando con una mujer en un lugar apartado. La madre se había acercado a la pareja y después había regresado furiosa y sola a la casa. Ella encaró a la mujer y supo lo que la madre siempre había sabido.

La pausa siguiente fue más larga que las otras, como si la mujer quisiera construir un marco de silencio para dejar reposar ahí adentro un recuerdo que prefería no mezclar con los otros. Mientras ella rebuscaba en su memoria mirando las nubes lentas de aquel cielo bajo de otoño, yo aproveché para ver con calma el azul desteñido de sus ojos. Noté las miles de arrugas que tejían en su cara una especie de malla apretada. Miré el filo de su boca casi sin labios, toda pliegues. Observé su papada colgante y las pelusas que moteaban la bufanda morada y el abrigo negro. Esa mujer debía tener, como yo, un gato grande y peludo.

Cuando volvió de su memoria con un recuerdo fresco sentí que esta vez se trataba de una historia larga y completa. Con principio y fin. Yo tenía diecisiete años, dijo sonriendo. Después me miró, como calculando mi edad, como tratando de imaginar qué tanto podía yo recordar de los años en los que fui adolescente. Creo que me dio por un caso perdido. Tal vez pensaba, como yo, que la adolescencia sólo puede recordarse con cariño cuando uno está más allá de los setenta. Y adivinó que me faltaba un tiempo para llegar tan lejos.

A los diecisiete uno piensa que lo puede todo, ¿no? Lo dijo así, como si preguntara. Pero tampoco esta vez esperaba de mí una respuesta. Según creí entender ella se había ido a vivir a otra ciudad, estudiaba para algo que creí que podía ser enfermería y vivía en una especie de residencia de señoritas. Su padre la visitaba, al principio, una vez al mes. En una de esas visitas le llevó un maletín de cuero, de muy buena calidad, lleno de los instrumentos que necesitaba para sus estudios. Ella recibió aquel regalo como una bendición y quiso darle al padre un abrazo de agradecimiento.

—Se quedó parado delante de mí sin moverse. No me rodeó con sus brazos, no me dijo que me quería. Nunca, jamás me dijo que me quería.

Esta vez sí dejó salir las lágrimas que había estado reteniendo desde que se sentó en mi mesa. Yo alargué la mano para tocarla apenas con la punta de los dedos, pero el gesto se me quedó a mitad de camino. El contacto físico es aquí un asunto delicado y yo nunca he logrado saber cuándo está permitido y cuándo no. De todos modos, quise consolarla y le dije lo primero que se me vino a la cabeza. Le dije que mi propio padre tampoco me había dicho nunca que me quería, pero que no era porque no me quisiera sino porque los hombres no están acostumbrados a esas cosas.

Fue la frase más larga que le dije en esas horas en que me estuvo contando su vida. Pareció incorporarla a su propia historia y sin hacer caso de mi extraño acento repitió mis últimas palabras y agregó que, en efecto, los hombres no hablaban de lo que sentían, cuando lo que sentían era bueno. Pero si lo que sienten es desprecio, odio dijo, eso sí lo saben expresar muy bien. Pensé que estaba hablando de ella, pero luego entendí que hablaba de su madre. Hizo un largo rodeo para enumerar las miles de veces en que su padre trató mal a su madre, en público y en privado, y finalmente dijo, como cerrando el episodio, que desde la vez del abrazo fallido el padre no volvió a visitarla.

Perdieron contacto. Ella terminó sus estudios, trabajó como loca, encontró un hombre que la quiso y con el que tuvo dos hijos. El hombre se fue, los hijos crecieron. Cuando se quedó sola otra vez quiso volver a acercarse a su padre enfermo, que no tenía a nadie más que pudiera cuidarlo. El padre le dijo que se ahorrara el trabajo. No estoy, esta vez, pasando rápido por encima de un cuento que fue mucho más largo. Ella misma hizo un vuelo rasante por su propia vida, como si todo aquello que para el resto de la gente es el centro, lo que realmente cuenta, no tuviera en realidad ninguna importancia. Entonces volvió al principio de su historia. Al día en que la llamaron de la casa de retiro para anunciarle que su padre había muerto. Hubo otra pausa y cuando pensé que ya no quería contarme nada más volvió a hablar con esa voz que parecía de otro tiempo.

—Cuando estudiaba, una maestra nos dijo que si no podíamos nombrar algo es porque eso no existía. Pero hay sentimientos que no se pueden poner en palabras. No puedo explicar lo que sentí por mi padre, no puedo ponerle nombre.

—Tal vez sea mejor así —le dije, por decir algo.

—No —me dijo—. La razón por la que no puedo ponerle nombre es porque sé que lo odié con toda mi alma. Pero odio no es la palabra exacta. La palabra exacta no existe.

Se quedó mirando por el alto ventanal un rato más. Había dejado de llover y unos parches azules comenzaban a iluminar el cielo ya un poco más alto. De pronto pareció notar que yo estaba ahí todavía. Me preguntó en un tono casi alegre si mi padre estaba vivo. Le dije que sí, pero que vivía en otro país, muy lejos, más allá del Atlántico. Pero está vivo, insistió. Sí, le dije. Qué suerte tienes, me dijo. Me miró por última vez con la ternura de una abuela buena. Se levantó con la misma agilidad con la que se había sentado y antes de irse puso suavemente su mano arrugada sobre mi hombro.
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miércoles, 29 de septiembre de 2010

Las dos abuelas

—Tuve dos abuelas —dijo la mujer—. Las dos están muertas.

El hombre que la escuchaba no quiso interrumpirla con la frase que primero se le vino a la cabeza: todo el mundo ha tenido dos abuelas. Casi todas las abuelas están o van a estar pronto muertas. Le pareció de una crueldad innecesaria, de las que tantas veces lo había acusado su mujer. Así que se limitó a darle una chupada larga al cigarro y apurar de un trago el resto del café ya frío.

—Yo las llamaba la abuela buena y la abuela mala —dijo la mujer.

El hombre se recostó en la silla dispuesto a escuchar, sin encender otro cigarro ni pedir más café. Sabía que la mujer no dejaría de hablar hasta que el cuento estuviera completo. Por la ventana se veían los pájaros huyendo de una lluvia menuda y la amenaza de un cielo gris, bajo como un mal presagio.

—La abuela buena había venido de otro país, con sus tres hijos mayores, siguiendo a un marido que huía de un dictador sanguinario. La abuela mala había venido del interior, muchos años después de haberse quedado viuda con cinco niños y de haberlos criado sola, con el miserable sueldo que ganaba en aquel tiempo una maestra de escuela.

El hombre intentó trazar un mapa imaginario de los dos viajes. Consideró el lento trayecto por mar y los largos días en polvorientas carreteras. Se preguntó por fechas y distancias. La lluvia arreciaba y pronto sería necesario prender al menos una lámpara.

—La abuela que llegó a instalarse en el exilio aprendió a trabajar sobre su nostalgia con una diligencia incansable. Hacía vestidos y tortas, remendaba pantalones y cortaba sacos, visitaba a domicilio a las señoras que no podían salir de su casa pero necesitaban un vestido, aceptaba encargos para cenas de gala y de paso tuvo dos hijos más. No se entretuvo ni un segundo en la idea del regreso. Una vez cada tanto, en alguna tarde más calurosa de lo habitual, se atrevía a recordar su casa alta frente a la plaza del pueblo, sus trajes comprados en la capital, las clases de francés que le daba una institutriz belga, los abanicos de seda, los espaciosos salones donde todavía se bailaba como en el siglo XIX. Pero sus recuedos tenían apenas la consistencia de los sueños. La tristeza era un lujo que no podía permitirse.

El hombre aprovechó una pausa para servirse más café. Se levantó pesadamente y trató de no hacer ruido. Recordó viejas fotos, evocó un perfume que le parecía familiar. Miró apenas un momento la lluvia que caía afuera y se sentó otra vez frente a la mujer que retomaba el hilo sin cambiar de tono.

—La abuela que vino del interior, cargando con sus dos hijas menores porque ya había enviado a los otros a la capital, años atrás, a vivir con familiares, tenía la mirada acusadora de quienes se creen merecedores de una mejor suerte. El suyo era un afán de corrección nunca satisfecho. Por eso no podía disfrutar ni de sus recuerdos más felices. Las pocas veces que hablaba de la vieja casa en la que habían vivido en el pueblo remoto, su voz se agriaba y terminaba envolviendo los recuerdos en un murmullo ronco. Aún así, era posible suponer que la abuela no evocaba con orgullo aquella casa mezquina y escueta, instalada en las afueras, a la orilla de un río plagado de caimanes. Tal vez por eso sacudía los recuerdos con un manotazo brusco antes de dedicarse a criticar a quien tenía delante con una saña digna de mejores causas.

El hombre asintió con la cabeza, porque le pareció que era eso lo que se esperaba de él a esa altura del relato. Después, para evitar la intensidad de la mirada de la mujer que hablaba, observó el fondo de la taza con atención, cabeceando rítmicamente.

—La abuela que vino del exilio parecía sentirse como en casa apenas unos años después. Su acento caribeño se moderó y apenas se sentía en algunas de sus eres el dejo de otras costas. Su disposición a enmendar el mundo que la rodeaba la mantenía ocupada en horas de trabajo y la ocupaba también cuando todo el mundo estaba ya descansando. Se inventaba proyectos infinitos, penelopianos, como tejer una enorme colcha para la cama de dos metros por dos metros que acababa de comprar su hija mayor. Y en menos de seis meses aquella colcha gigantesca y pesada, azul y roja, estaba ya cubriendo la inmensa cama. Esa actividad intensa no impedía que ella fuera, sin embargo, la personificación de la calma. Irradiaba una forma de serenidad que se contagiaba y que hacía que todo lo que existía a su alrededor buscara en ella un punto de referencia. Las cosas y las gentes se inclinaban hacia ella como los girasoles que miran al sol.

El hombre pareció reconocer un sentimiento que le era familiar. Sonrió levemente y miró por la ventana con un gesto nostálgico. Se dió cuenta de que ya estaban totalmente a oscuras y alargó una mano para encender la lámpara que estaba sobre la mesa. Un cono de luz iluminó las tazas y el cenicero. El perfil de la mujer se recortó neto contra la luz azulada.

—La abuela que vino del interior jamás estaba en calma. Ni hacía sentir a nadie un segundo de serenidad. Todo en ella era tensión. Parecía vivir sobre el filo agudo de una navaja y cortaba a todos con ese filo tenso. El único momento en el que se relajaba, apenas, era cuando se sentaba a elegir los caballos a los que apostaría el domingo. Cuando terminaba de seleccionar su apuesta, la cara volvía a ponérsele tensa y los ojos regresaban al escrutinio eterno al que se había entregado desde que eligió convertirse en juez universal. Las leyes por las que se guiaba habían dejado de estar vigentes un siglo atrás, pero ella no se había dado cuenta.

El hombre encendió un cigarro y lanzó hacia arriba una larga bocanada de humo. Cuando se inclinó para acercar el cenicero, su cara cruzada de arrugas brilló un momento bajo la luz azulada de la lámpara. Pero casi de inmediato se retiró del haz de luz y volvió a hundirse en una penumbra que dejaba ver sólo los contornos de su cabeza y la mano con el cigarrilo que bajaba y subía.

—Cuando ya sentaba nietos en sus piernas, la abuela que había dejado de ser extranjera se dedicó a atender al abuelo cada vez más achacoso. Al morir el abuelo ella se dedicó a pulir las memorias que le quedaban de su vida pasada y poco a poco dejó de vivir en el presente. Sin remordimientos, sin rencores, sin el más mínimo sentimiento de frustración, su relación con el mundo entró en retroceso. Pero no dejó de ocuparse de la casa, de tejerle a cada nieto nuevo un trapito y a cada bisnieto una cobija, de cocinar para la inmensa familia cuando venían de visita de ciudades cercanas o países lejanos. Podía olvidarse de los cumpleaños y hasta de los nombres, pero recordaba cuántos eran y sabía atenderlos a todos cuando entraban y salían de la casa sin avisar.

El farol de la plaza de enfrente se encendió de pronto, cuando ya no quedaba ni un fulgor de luz en el cielo. El hombre sabía que ya era hora de irse, pero la mujer seguía con su perorata casi sin pausa. Mientras hablaba, como para ayudarse a seguir el hilo de sus pensamientos, la mujer había puesto a un lado una servilleta blanca, doblada en dos, limpia y lisa, y al otro lado la taza marrón manchada de café. Tocaba alternativamente cada objeto dependiendo de la abuela de la que estuviera hablando.

—La abuela que se acostumbró a la ciudad después de haber vivido más de media vida en un pueblo perdido del interior no sentaba nietos en sus piernas mustias. Los nietos le tenían miedo. Porque nunca les hablaba para preguntarles si estaban bien, si necesitaban algo. Sólo les hablaba para darles órdenes. Exigía a sus nietas que se pusieran una falda más larga o un pantalón menos apretado o un escote más discreto. A los nietos varones les hacía menos reclamos, pero aún así tenían que soportar sus eternas demandas. No era posible hablar con ella. Sólo quedaba escuchar o quitársele del medio, antes de que se fijara en algún otro defecto que sin falta se dedicaría a criticar.

El hombre, que parecía haberse quedado dormido por un minuto, dio un respingo cuando la colilla del cigarro se le cayó de los dedos. La recogió con movimientos pausados, simulando una calma que tal vez no sentía, y se sentó de nuevo con la espalda encorvada y las piernas cruzadas bajo la mesa.

—La abuela que ya no era extranjera murió en su cama, de pronto, mientras dormía. No sufrió ninguna larga enfermedad. No tuvo que someterse al agobio de largos tratamientos ni al manejo desconsiderado de los médicos. Un día amaneció quieta y serena sobre su cama impecable. Dejó una casa llena de memorias, de objetos que sólo tenían valor para ella, porque sólo ella recordaba de dónde habían salido, quién se los había dado o dónde los había encontrado. Su apego infatigable a las cosas parecía una extensión del amor que sentía por todo lo demás.

Había dejado de llover y el hombre ya no encontraba acomodo en la penumbra. Hizo un ademán como de levantarse, pero sabía que no podría irse sin conocer el final de la historia. Por la ventana ya no se veía sino una noche oscura, interrumpida apenas por el escaso farol de la plaza.

—La otra abuela murió de cáncer después de diez años de lento sufrimiento. Su cuerpo mismo le declaró la guerra y no le dió tregua por años. Entraba y salía de los hospitales con una frecuencia que al final todos dejamos de notar. Varias veces le aseguraron que le quedaban apenas meses de vida. Todas y cada una de las predicciones fallaron y ella siguió tercamente viva hasta que cumplió los noventa y cinco. Un día, cuando decidió que ya era tiempo de dejar que la enfermedad se saliera con la suya, se negó a levantarse de la cama. Unas horas después murió. Dicen que hasta el último minuto estuvo despierta, vigilando.

Esta vez el hombre sí se puso de pie. Recogió las tazas y el cenicero. Se metió en el bolsillo la caja de cigarros y el viejo encendedor. Recostó el respaldo de la silla en el borde de la mesa y se aseguró, con una mirada rápida, de que todo quedara en orden. Cuando iba a levantar la mano para hacer su habitual gesto de despedida, la mujer dejó caer las últimas frases del día.

—Se conocieron poco. Sólo se vieron en bodas, bautizos y funerales. Nunca se quisieron y no tenían por qué.
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lunes, 30 de agosto de 2010

El regreso

A Gina Saraceni, que sabe cuál parte de esta historia es cierta


Faltaban apenas dos días para que terminara el festival y yo me había tomado en serio la tarea de ir a un evento por día. Había visto de todo y me había saturado ya de chistes sin fondo, o con referencias que se me escapaban, de maquillajes y vestuarios, malabarismos y trucos, llantos y risas forzadas. En mi mente se cruzaban unos eventos con otros y veía al mago que tragaba hojillas sonriéndole a la mujer que cantaba canciones de cuna a un oso de peluche.

El hombre vestido de negro que saltaba de una cuerda a otra bajo la carpa de un circo parecía caer sobre el escenario en el que unos muchachos de secundaria improvisaban canciones sobre el mejor modo de viajar en tren. Un grupo de brasileros musculosos se pavoneaba con la bandera verde y amarilla frente a dos señores serios que recitaban profundas elucubraciones ante un tablero de ajedrez enorme. Cuatro jovencitas en traje de bailarinas saltaban sobre un grupo de viejitos disfrazados de señoras gordas. Todo se me juntaba, pues, y ya no tenía ánimo de agregar una escena más al repertorio de ese año.

Para descansar de la sobrecarga de imágenes decidí pasar un rato en los jardines de Princes Street. Me compré una ensalada de pollo y una bebida de yogurt de vainilla en Marks & Spencer y con mi almuerzo en una bolsita plástica crucé la avenida atiborrada de autobuses, taxis, ciclistas y peatones confusos. Entré en el jardín por la reja de hierro que da a una imagen de bronce que recuerda a los escoceses caídos en todas las guerras de los últimos dos siglos. Unas flores rojas de papel adornaban, como siempre, la base del monumento.

Elegí un banco vacío en la segunda terraza desde donde se podía ver a los niños lanzándose por la cuesta de grama. Un par de jubilados se reía a carcajadas en el banco de al lado. Algunos turistas descansaban echados sobre chaquetas y morrales. A la sombra de los árboles centenarios una familia hacía picnic con platos y vasos plásticos rojos puestos en perfecto orden sobre un mantel de cuadritos frente a cada comensal. Una señora empujando un coche vacío pasó varias veces delante de mí.

Después de comer quise estirar las piernas y caminé en dirección al monumento a Scott. La alargada mole oscura se recortaba contra el cielo de un azul intenso, sin nubes. Desde lejos vi al fondo del parque una especie de feria ambulante. Una música que venía de la feria me recordó los circos que visitaban el pueblo en el que crecí, del otro lado del Atlántico. Caminé sin apuro hacia la música respirando el olor a geranios en flor que inundaba el parque.

Al llegar al lugar entendí que se trataba de una especie de venta de artesanías. Aunque tenían los objetos habituales de este tipo de ferias, no se trataba de la gente que con frecuencia montaba pequeñas tiendas y tarantines en la ciudad, tanto en invierno como en verano. La feria estaba compuesta por cinco carromatos de gitanos parados a lo largo de la caminería del parque, uno detrás de otro, como si casualmente se hubieran detenido a la orilla del camino.

En uno de los carromatos vendían textiles, faldas, vestidos y trapos varios. En otro vendían velas de todos colores y formas. En un tercero había juguetes de madera, cartón y papel, y en el penúltimo vendían joyas de plata, con grandes piedras azules, corales anaranjados o conchas que hacían espiral. Pero el puesto que me llamó la atención estaba al final y era el más pequeño de todos. Tenía la forma de un barril gigante que hubieran recostado sobre el lomo. Cuatro patas de madera lo mantenían estable y había sido envuelto con lucecitas titilantes que apenas se notaban a la luz del día.

A un lado tenía una escalerita que parecía sostenida en el aire y daba a una cortina vaporosa, morada y azul. Me paré frente al carromato a contemplar los detalles de los cientos de dibujos que cubrían toda la superficie visible del barril. Había elefantes y estrellas, pozos y árboles, palmas de manos cruzadas de líneas, pirámides truncas, leones y soles, fuentes y estrellas, unicornios, lunas menguantes, ballenas con su chorro de agua arriba, hongos, pipas, mariposas, sombrillas, monos, cuernos de la abundancia, caracoles, muchísimas flores de todo tipo, brochas, libros abiertos, helados de barquilla, un pulpo con un sombrero de copa, medias colgando con juguetes adentro, grillos, pájaros libres y en jaulas, potes de basura repletos de papeles, huesos, manzanas con ojos, un gallo en una patineta con cara de asustado, un televisor con un pecesito adentro y todos los signos de las cartas repetidos muchísimas veces: bastos, oros, espadas y copas.

Cerré los ojos por un momento y presentí las pesadillas que me alcanzarían las siguientes noches que lograra dormir. Al abrirlos traté de enfocar la antención en una sola cosa para evitar el vértigo. Frente al carromato había una pequeña pizarra escrita con tiza blanca, sin ningún adorno. Gypsy Tarot, decía arriba. Más abajo, dibujado con un elegante arabesco decía el precio, £ 10. Me toqué los bolsillos en un gesto automático. Tal vez me alcanzaría lo que llevaba encima. Pero algo me decía que no debía tentar mi suerte una vez más.

Mi experiencia con adivinos, quirománticos y brujos de todo tipo no había sido buena. Una vez, en Caracas, una mujer pálida y flaca leyó mi carta astral y me anunció la fecha exacta en la que saldría de mi país hacia un exilio incierto. En La Habana, un babalao vestido todo de blanco predijo, mirando unos caracoles amarrados a una cinta roja, que no tendría hijos. Muchos años después, en Buenos Aires, frente a unas runas escandinavas, una mujer de turbante me aseguró que viviría tres vidas en una. En un tarantín turco al este de Londres, un anciano centenario leyó en la borra del café que alcanzaría la fama sin buscarla. Frente a la Mezquita de Córdoba, una tarde que recuerdo caliente como el infierno, dos mujeres de trapos largos y pelo cortado al rape me dijeron, leyendo mi mano, que había evadido mi karma y que pagaría con lágrimas mi atrevimiento.

Cada vez que alguien abría delante de mí un mazo de cartas de Tarot aparecía el símbolo de la muerte y cada vez me recorría la espalda el mismo corrientazo helado. Pero no había aprendido a resistir la tentación, o la curiosidad, y cada tanto asistía resignada a sesiones en las que me sometía con terror a los designios de los astros, las cartas, los caracoles, las bolas de cristal o las líneas de la mano. Mi empeño en conocer el futuro parecía parte de ese destino que estaba previsto y que tantas veces me había sido anunciado. El carromato me esperaba paciente. Respiré hondo y subí con paso indeciso los tres escalones de la precaria escalerita. Frente a la cortina que imitaba la textura de la seda tuve un instante de duda. Luego avancé decidida.

Adentro había una mesa iluminada sólo en una esquina por un grupo de velas de distintos tamaños que habían estado encendidas por horas o días. La cera chorreaba hasta el piso haciendo figuras de colores intermitentes. Olía a canela y a madera húmeda. Al principio no vi a la mujer que estaba sentada detrás de la mesa, pero cuando pude distinguirla me sorprendió lo joven que era. No tenía ni treinta años. Estaba vestida con una franela negra y un jean desteñido. No usaba maquillaje y llevaba el pelo oscuro recogido en una cola alta. Su único adorno era un inmenso anillo de piedra lunar que resplandecía en el índice derecho.

Hizo un gesto con la mano extendida para que me sentara delante de ella. Sonrió y me miró con intensidad. Puso las dos manos sobre la mesa y me indicó con los ojos que debía hacer lo mismo. Respiró hondo y yo repetí su gesto como si hubiera recibido una orden telepática. Había tres mazos de cartas en la mesa. La mujer pasó una mano firme sobre ellos sin tocarlos y eligió uno mirándome a los ojos. Mezcló las cartas lentamente y puso el mazo elegido frente a mí. Lo toqué con un dedo apenas y la mujer asintió con la cabeza.

Ábrelo, me dijo en un inglés quebrado. Separé las cartas en dos montones casi iguales. Again, me dijo sin impacientarse. Del montón más grueso saqué un grupo de cartas que me pareció suficiente y lo puse al lado. Los tres montones desiguales fueron otra vez juntados y mezclados y la operación se repitió dos veces más. Finalmente, la mujer comenzó a hacer una cruz en la mesa con las cartas boca abajo. Después puso cuatro cartas enmarcando la cruz y me dijo que eligiera por dónde comenzar.

Tal como había sucedido siempre, la primera carta que fue volteada sobre la mesa mostraba la imagen de la muerte, con su guadaña y su capucha negra. Sin poder evitarlo me levanté de un salto y le dije a la mujer que no siguiera, que no quería saber qué iba a pasar, que todo había sido un error. La mujer siguió volteando las cartas con calma y cuando las tuvo todas volteadas me miró y sonrió, apuntando a la carta fatal que me había aterrado. Cambio, transformación, viaje, distancia, dijo en su inglés básico. Entonces recogió todas las cartas y las mezcló de nuevo, como borrando el destino que me aguardaba.

Me senté otra vez, ya más calmada. La mujer puso las cartas sobre la mesa, junto con los otros mazos que habían sido descartados y me preguntó si quería probar algo distinto. Había sentido una instantánea confianza en aquella joven desde que entré y la vi, pero igual me sorprendí a mí misma cuando acepté taparme los ojos con una venda oscura. Vamos a hacer una regresión, me había dicho. Seguía las instrucciones que la mujer me daba con frases rudimentarias pero precisas. Respira. In, out. Respira.

Imagínate un camino largo que termina en una puerta. Cuando te diga, comienza a caminar hacia la puerta. Now. Walk, walk. Cuando llegues a la puerta no dudes y pasa al otro lado sin mirar a trás. Now. Cross over. Estás en el año 1859, ¿qué ves?. Dudé. Pero vi claramente que estaba en un campo abierto, en un camino polvoriento, sobre un caballo que galopaba a todo dar, sudando y resoplando. Huía de algo o de alguien. Atrás había dejado un incendio, una guerra, mucha gente muerta. Le conté lo que estaba viendo. ¿Qué ropa estás usando? ¿eres hombre o mujer?

Usaba botas de montar y pantalón claro, sucio de polvo. Llevaba una chaqueta azul con adornos amarillos, abierta sobre una especie de franela blanca, en mis hombros podía ver unas charreteras doradas, arrugadas y desteñidas. Era un hombre. ¿A dónde vas? No sé. Avanza, avanza. ¿Dime qué hay al final del camino? No sé. El camino se extendía inmenso, interminable delante de mí. Sólo sabía que tenía miedo y que debía alejarme.

Go on, go on. ¿Qué ves? Estoy en un barco. Es de noche. Llego a un puerto enorme. Hay muchos barcos de vela y creo que desembarco en un río, en la desembocadura de un río ancho. Hace frío. La gente habla un idioma que no entiendo. Avanza, avanza. Estás en 1892 ¿qué ves? Estoy sentado en una biblioteca. ¿Estás solo o acompañado? Estoy solo. Íngrimo y solo en una casa que parece enorme. Estoy leyendo sentado en una butaca de alto respaldar. El libro que leo está forrado en cuero y tiene los cantos dorados. En el dedo meñique de la mano derecha tengo un anillo con una piedra vinotinto.

Avanza, avanza. Estás en tu lecho de muerte. Estás a punto de morir. No quiero, dije en un susurro. Déjate ir. You have to die. Tienes que morir para poder nacer de nuevo. Un torrente imparable de lágrimas comenzó a salir de mis ojos sin que mediara ningún acto de la voluntad. Lloraba a cántaros. La cinta negra que me tapaba se iba empapando poco a poco. Déjate morir. You’ve got to let go. Me resistí un rato, llorando a moco tendido. Pero finalmente me dejé ir y sentí una paz, un silencio. Estás viendo una luz y vas a escuchar una palabra. Recuerda esa palabra. Remember, remember.

Cuando pude calmarme, secándome las lágrimas y los mocos, le repetí a aquella mujer, en español, la palabra que habían sonado claramente en mis oídos cuando me dejé morir: perdón. Forgiveness… murmuró ella, como si entendiera mi idioma. Esperó a que me calmara y puso de nuevo los tres mazos de cartas delante de mí. Elige uno, me dijo cuando vio que ya podía reaccionar. Entonces volteó la primera carta y apareció una mujer sentada en un trono con una túnica clara y una especie de corona luminosa sobre la frente. La sacerdotisa, dijo la mujer señalando la carta. Ésta eres tú.

Entonces describió todas las virtudes de mi supuesto carácter. Por primera vez desde que entré en el carromato desconfié de la mujer que me leía las cartas. Yo no me sentía sabia, ni profundamente intuitiva, ni segura de mí misma, ni capaz de ninguna hazaña interior, ni de ningún acto de creatividad superior a lo habitual. Pero luego sacó otra carta y otra y otra. Y me fue contando mi vida pasada y presente con tal cantidad de detalles que me mantuvo en vilo durante más de media hora. Cuando llegó el momento de predecir mi futuro sólo dijo que mi destino estaba en mis manos.

Podía repetir los errores del pasado y morir sola, triste y amargada. O podía perdonar y comprender a los seres que me amaban y vivir el resto de la vida en compañía y en una relativa felicidad. Si elegía lo primero repetiría el ciclo de mis vidas anteriores y volvería a morir en medio del llanto y la tristeza. Si elegía lo segundo, y demostraba que había aprendido la lección que me correspondía aprender, mi alma se elevaría y reencarnaría en un plano superior, para vivir una vida con menos sufrimiento. Hizo una pausa y luego me dijo, recogiendo las cartas, que podía hacer tres preguntas.

Las primeras dos preguntas que se me ocurrieron no tenían trascendencia alguna. Las respuestas fueron largas y ambiguas, construidas con típicas frases que abarcaban mucho y no decían nada. Finalmente me atreví a preguntarle lo que quería saber desde el principio, desde que crucé el umbral del carromato a través de la cortina de seda falsa. ¿Voy a regresar algún día? ¿este exilio va a tener fin? Su respuesta fue clara, contundente y sin adorno alguno. No, me dijo. No vas a volver nunca.

Al salir del carromato me sorprendió la luz del día, el sol de verano todavía alto sobre los techos grises y los anchos letreros de las tiendas de Princes Street. Caminé hacia Waverley Station como en un sueño y me senté en la parada a esperar un autobús que tardaría más de veinte minutos en llegar. Miré pasar a los turistas en alegres grupos, gritando en español, gesticulando en italiano o discutiendo en francés y alemán. No sabía todavía qué hacer con aquella sentencia fatal que se sumaba a otras muchas. Me había negado a llevar la cuenta de las predicciones que se habían cumplido ya.

La espera se me hizo larga. Soporté el tumulto de peatones sumergida en una especie de limbo. Subí al autobús cargada con una desesperanza dura y quieta. Miré por la ventana cuando avanzábamos hacia el West End en medio del embotellamiento de Princes Street. En una pausa del tráfico, justo antes de un semáforo, distinguí en medio de la gente a la joven que me había leído las cartas. Sentada en un banco, con una pierna cruzada sobre otra, fumaba un cigarro con cara de cansancio.
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jueves, 29 de julio de 2010

La encrucijada

A Mirtha Rivero, que piensa que ésta es mi voz más auténtica

El río había crecido tanto que las piedras no se veían. El agua inmensa llenaba el cauce, saltando furiosa en remolinos de espuma que no se detenían en ningún remanso. Me quité los audífonos cuando llegué al puente verde por donde pasa el canal. En la mitad del puente me agarré del borde frío y miré hacia abajo. El agua corría a saltos y remolinos y su estruendo marrón daba vértigo. No pude mantenerme por mucho rato en el medio del puente porque creí escuchar un llamado. Un chillido que no supe en el momento si era de pájaro o de gente.

Resultó ser un perro. Pequeño, marrón y blanco, asustado, remojado y tembloroso, me esperaba al otro lado del puente. No era posible adivinar si acababa de salir del río, salvándose milagrosamente del torrente crecido, o si había entrado un rato antes a mojarse en el agua en algún remanso helado del canal que corría lento a un lado, sin tanto rumor y tanto apuro. Parecía perdido o desorientado y al verme de cerca saltó y ladró como hacen los perros cuando le dan la bienvenida a alguien que conocen.

Yo lo saludé, en español, como hago con todos los perros que encuentro en el parque, hasta que llegan los dueños, malencarados o risueños, y entonces saludo en inglés y sigo mi camino. Esperé un rato mientras el perro daba vueltas a mi alrededor, saltando y aullando, como si me repitiera una y otra vez un mensaje que yo no era capaz de entender. Miré hacia el camino que va al pueblo de al lado. Nadie. Caminé hasta el puente cubierto, imaginando que el dueño estaría pescando o tal vez contemplando algún pájaro. Nadie. Volví bordeando el canal hacia el punto en el que se cruzan los caminos. Nadie.

Entonces dudé. No sabía si debía esperar un poco más o seguir mi camino. El perro no se separaba de mí y ahora estaba más calmado, como si hubiera cumplido ya con su misión inmediata y se permitiera descansar hasta la próxima. Había perdido una vez un perro y no quería que nadie sufriera como yo sufrí por no saber dónde estaría ni cómo ni con quién. Me quedé un rato en medio de la encrucijada que reúne en un punto el camino que viene de la casa del guardaparques, el sendero empinado que va a mi casa y la vereda plana y soleada que va hacia el otro pueblo, bordeando el canal y pasando por debajo del puente cubierto y del inmenso acueducto de piedra que ha estado ahí desde hace siglos.

Las encrucijadas tienen un aire de escenario. Han servido tantas veces para representar los momentos de duda, las decisiones inevitables, lo que se elige o se descarta, en fin, el destino. Es el punto en el que podemos salvarnos o condenarnos. Y es siempre el lugar al que no podemos regresar. Porque la elección que hacemos en cada encrucijada no sólo nos cambia sino que también anula para siempre el regreso al mismo sitio. Los antiguos lo sabían y por eso nos enseñaron aquello de que no podemos volver nunca al mismo río, porque el río es siempre otro aunque esté en el mismo cauce.

El perro se sentó conmigo a esperar. El cruce de caminos no significaba nada para él. No lo había visto nunca en una película ni había leído sobre las dudas y sus metáforas. Para él en aquel lugar tal vez sólo había rastros que conducían a casa y a su dueño o pistas que le indicaban para dónde no debía ir. Tal vez en su memoria había también un pájaro muerto, o la marca de territorio dejada por otro perro al orinar en el tronco de un árbol, o el chapuzón helado en un invierno no muy lejano. Su cabeza se alzaba cada tanto para olfatear el aire en alguno de los tres caminos. Se mantenía alerta y esperaba que yo tomara por él una decisión que cambiaría nuestras vidas para siempre.

Cuando volteaba a mirarlo él me miraba también. Levantaba las cejas como un sabio maestro que preguntara a su novato aprendiz ¿y ahora qué? ¿qué decisión vas a tomar en este punto exacto del camino? ¿qué tanto te vas a equivocar? Había tenido esta misma sensación antes, este mismo sentimiento de duda suspendida. Mientras miraba el punto en el que se unían los caminos indiferentes recordé esa angustia. Elegir era tal vez la cosa más difícil que había tenido que hacer. Sabía que, en cada caso, la decisión había implicado dejar atrás una vida entera, un futuro probable y por lo tanto un final que quedaba para siempre descartado.

Cuando las decisiones implicaban elegir entre irse o quedarse, siempre elegí irme. Por un tiempo pensé que huía de algo que no era capaz de definir. Tal vez se trataba de mi infancia, demasiado cómoda y protegida. Tal vez me escapaba de una familia que me había querido más de la cuenta y no me dejaba ser. Pero no tuvo que pasar mucho tiempo para que me diera cuenta de que también huía de todo compromiso. Ninguna pareja duró lo suficiente para que me instalara en una vida compartida. No hubo hijos ni amantes ni trabajos ni sueños que me ataran al hilo invisible de la responsabilidad. Ningún lugar me mantuvo adentro por el tiempo necesario para que me resultara imposible volver a la aventura de buscar otro sitio.

Con el tiempo ya no bastó un país ni un idioma. La huida se extendió hacia afuera y entonces comencé a vivir a saltos de un país a otro. Aprendí algunos idiomas y me sentí siempre fuera de lugar, como se sienten todos los que no pertenecen a ninguna parte. Pero me di cuenta de que ese era exactamente el sentimiento que desde joven había querido conservar. Estar siempre con un pie adentro y uno afuera. Ser y no ser. No tener que elegir una identidad fija. Evitar la duda instalándome en la encrucijada eterna del exilio que no cesa.

He vivido años vigilando el momento exacto en el que comienzo a sentirme a gusto o en casa. Justo en ese momento, cuando el cielo se vuelve familiar y las estaciones se asientan con su ritmo recurrente en mis huesos, sé que ha llegado el momento de partir. Entonces comienzo a buscar trabajo en otra parte, a llenar planillas, ir a entrevistas, tramitar visas, preparar la mudanza y salir después con el cuerpo ligero y la mente otra vez en blanco. Dejar todo es una forma de liberación y a la vez un castigo.

No he sabido nunca qué delito estoy pagando. Hasta que llegué aquí no quise pensarlo. La soledad me curaba todos los males y me alejaba de todos los dolores. Pero tenía que llegar este día en el que me cruzara en el camino con un animal sin dueño. Lo había soñado tantas veces que no podía recordar la primera vez. No siempre era un perro, a veces era un gato, a veces un extraño pájaro sin alas. Pero en cada caso el animal en busca de amo me encontraba y ya no me dejaba ir.

En aquella encrucijada, esperando a alguien que no llegaría a salvarme de mi destino, recordé todas las variantes del sueño que me había negado a creer que sería premonitorio. Porque nunca he aceptado que los sueños digan nada que tenga que ver con la vida. Su sustancia es de otro mundo, están más del lado de los muertos que del territorio de los vivos. Pero aquí estaba yo, al lado de un perro sin dueño, esperando el momento en el que tendría que tomar una decisión y dejar atrás, otra vez, todo lo que hasta entonces había sido mi vida.

Me había puesto los audífonos y le había subido el volumen al iPod, porque así el tiempo pasaría al mismo tiempo más rápido y más lento. Escuché una lista de reproducción en la que había juntado, surfeando en la red, siete versiones de una misma canción que me gustaba mucho porque hablaba de lugares remotos y de viajes. Después escuché un podcast en el que el director del museo británico contaba la historia del mundo en cien objetos. El objeto de ese día era una pipa que habían usado los indios de la isla que los europeos llamaron La Española. En aquella pipa centenaria los indios habían fumado tabaco con los conquistadores, apenas unos años antes de desaparecer de la faz de la tierra, diezmados por las enfermedades de los hombres civilizados, para las que no tenían defensas.

La historia de los indios aniquilados por el descubrimiento me obligó a mirar otra vez hacia cada uno de los tres caminos que tenía delante. Casi sin darme cuenta decidí que debía caminar hacia el pueblo de al lado. La vereda comenzaba ancha y plana, se encogía para pasar bajo el puente cubierto y el inmenso acueducto, y luego se empedraba y alargaba hasta llegar a un puente que volvía a cruzar el río un poco más arriba. El perro me acompañaba confiado. Al principio me seguía, pero al llegar al puente ya iba casi trotando delante de mí.

Cuando estuvimos al otro lado del río y comenzamos a subir la cuesta que atraviesa el bosque de pinos, el perro se me adelantó unos metros. Iba contento y yo no pude saber si era porque ese era su camino a casa o si era porque estaba seguro de que había encontrado un lugar nuevo donde vivir. Volteaba a mirarme cada tanto para asegurarse de que lo seguía. Al llegar a la bajada donde termina la vereda y comienza el camino que sale del parque para entrar al pueblo, el perro se paró a esperarme como si aguardara instrucciones.

Conocía la casa porque la había visto todas la veces que decidía terminar mi paseo por el camino que va al pueblo vecino. Tenía un jardín que cuidaba algún señor retirado de hábitos meticulosos y una pared alta que resguardaba la propiedad de intrusos y de animales ajenos. Había una reja con un pasador de esos que se levantan y luego se dejan caer. Abrí la reja con la naturalidad del que llega a casa. El perro corrió delante de mí, contento y confiado. Cuando llegó a la puerta de madera y miró hacia atrás, yo ya había vuelto a cerrar la reja y me alejaba por la acera de enfrente a paso firme.

Iba con ánimo alegre por la carretera que va de regreso al pueblo en el que vivo. Había vencido a la encrucijada sin comprometerme. Mi vida podía seguir siendo la misma que era cuando dos horas antes me paré en el medio del puente a mirar el río correr debajo de mis pies. Lo único que había cambiado era que no podría usar más la vereda que va al pueblo de al lado. De todos modos, pronto tendría que mudarme. La llegada del otoño ya había comenzado a parecerme natural.
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miércoles, 30 de junio de 2010

Las visitantes

Olía a colonia cara sobre ropas sucias, a aceite quemado y a maderas podridas. Olía a toallas sucias, a camas sin tender y a ropa interior tirada en los rincones. El guardia que cuidaba en la puerta pareció sentir de pronto todos esos olores al mismo tiempo, porque estornudó fuerte sobre la manga del uniforme y se quedó con la boca abierta y los ojos entrecerrados, esperando el siguiente estornudo que no llegó nunca.

Un revuelo de pasos y voces se acercaba rápidamente hacia él, así que recobró su postura firme y al tener frente a sí al hombre más importante hizo sonar los talones y se llevó la mano a la frente. El saludo militar se vio estropeado por unas nuevas ganas de estornudar que le asaltaron en el momento menos oportuno. Pero el centinela logró mantener la compostura hasta que los dos hombres entraron al despacho sin hacerle caso.

—¡Me haces callar a esos hijos de puta! —dijo otra vez el Presidente.

Había gritado esta orden varias veces mientras caminaba por el pasillo del palacio de gobierno, seguido de cerca por un sujeto más bien bajo, de cabeza rapada y porte marcial, que asentía sin decir palabra.

—¡Me los haces callar o tú caes! ¿Me oíste? ¡El que va a caer eres tú! —reiteraba el Presidente señalando con un dedo regordete al hombre de cabeza rapada que no parecía inmutarse por el griterío y los aspavientos de su superior.

—Sobre el otro asunto, señor Presidente —se atrevió a decir el hombre, cuando lo consideró prudente.

—No me jodas, Rodríguez, no me toques esa tecla —dijo con extrema dureza el Presidente, dándole la espalda al hombre que trataba de cambiar de tema.

—Pero ya el asunto llegó a la prensa, Presidente —dijo Rodríguez tratando de no alzar la voz.

—¡Por eso mismo es que tienes que hacerme callar a esos hijos de puta, Rodríguez! Te lo estoy diciendo, te lo estoy diciendo y no te lo quiero volver a repetir.

Rodríguez se quedó parado frente a la silla en la que el Presidente finalmente se echó, con todo su peso, como si cayera en el fondo de un oscuro pozo. Miró a su alrededor y suspiró ante la acumulación de viejos papeles, libros descuadernados, vasos rotos, relojes desarmados, jeringas usadas, tazas de café sucias, paquetes de cigarros arrugados, cajas y cajas de hojas de coca con el escudo de Bolivia. En la esquina, una cama deshecha se notaba apenas bajo montones de periódicos y carpetas llenas de documentos oficiales e informes de inteligencia, marcados con un sello rojo que indicaba su extrema confidencialidad. En el lado opuesto de la cama languidecía un escritorio antiguo, herencia del heroico siglo XIX, bajo cerros de más carpetas y más papeles, bolígrafos y lápices, sellos y almohadillas de tinta, sobres y papeles con el emblema de Palacio, cigarrillos mentolados y cajas de habanos.

—No quiero tener que pasar por este mismo calvario cuando regrese —dijo el Presidente, después de una pausa en la que se había puesto a hojear un informe— ¿Está claro, Rodríguez?

—Positivo, mi comandante —dijo de manera automática Rodríguez.

Se quedó esperando un poco más, porque sabía que sus órdenes no habían sido dadas todavía de manera completa y debía esperar hasta el final. Miró distraído la pared que tenía enfrente. Alguna vez habían estado colgados ahí algunos cuadros valiosos. Ahora sólo quedaba de ellos una tenue sombra en la pared pelada. Igual que habían desaparecido los cuadros, se habían esfumado las cortinas de gobelino y las romanillas españolas que atenuaban el sol que entraba por las ventanas. Una cubierta blindada sellaba ahora las tres grandes ventanas del despacho que se mantenía iluminado por largos bombillos de neón las veinticuatro horas del día. La luz blanca que venía de los bombillos había sustituido hacía ya tiempo la iluminación cálida de las lámparas francesas que se habían mandado a hacer para el despacho presidencial en tiempos del déspota ilustrado.

No quedaba ya ni sombra de las alfombras mullidas con el escudo nacional que habían amortiguado los pasos de todos los presidentes y sus visitantes durante más de un siglo. Aquel aire señorial y aquel olor a maderas nobles que Rodríguez había sentido la primera vez que entró al despacho se había desvanecido junto con muebles, cuadros, cortinas y alfombras. Era como si una empecinada devastación se hubiera ensañado con aquel espacio que alguna vez estuvo destinado a albergar un poder más sereno. Y sólo quedaba ya esa mezcla confusa de olores diversos y bajos, papeles y más papeles, un desorden sin límites ni propósito.

Afuera se escuchó otro estornudo y pasos entaconados y risas de mujeres. Y detrás, un estruendo de pasos masculinos, marciales. Rodríguez pensó que lo único que sucedía puntualmente en Palacio era esta visita diaria. El Presidente se levantó para dar por terminada la conversación. Se aflojó el chaleco antibalas, se alisó la camisa y sacó un peine del bolsillo. Mientras se peinaba dictó sus últimas órdenes.

—Si tienes que culparlos de algo, hazlo —dijo, guardándose de nuevo el peine en el bolsillo—. ¡Que no te tiemble el pulso, Rodríguez!

Rodríguez salió al pasillo por la puerta que el centinela vigilaba. Mientras se alejaba, el grupo de mujeres entraba en tropel en el despacho. Algunas tenían el pelo claro, otras lo llevaban oscuro y abundante. Las más altas y más maquilladas usaban peluca. Vestían con una profusión de lentejuelas y boas, medias de malla y faldas en miniatura, escotes imposibles y hombros al aire. En realidad lucían más desnudas que vestidas. Y aunque sus cuerpos estaban expuestos, sus caras apenas podían adivinarse detrás de las pestañas postizas, las pinturas de boca subidas de tono y las gruesas capas de bases, polvos y sombras. Hablaban portugués y un extraño dialecto parecido al francés que Rodríguez ubicó en algún lugar del Caribe. Por reflejo condicionado de su oficio, algunas miraron con coquetería a Rodríguez antes de perderse en el despacho.

Detrás de ellas venían los cuatro edecanes morenos y altos que habían estado desde hacía más de diez años a cargo de la seguridad del Presidente. Saludaron a Rodríguez con un gesto de la cabeza y se quedaron en la puerta al lado del centinela que se puso rígido. Rodríguez se paró en el medio del pasillo como respondiendo a un impulso que no supo controlar. Miró al grupo de guardaespaldas con una curiosidad que no le estaba permitida y quiso formular una pregunta.

—¿De dónde vienen esta vez? —dijo en un tono que parecía firme.

El líder de los vigilantes lo miró ceñudo. Pareció calcular el rango y la importancia del interlocutor que tenía enfrente. Sin duda lo había visto antes y, si acababa de salir del despacho, alguna importancia tendría. Pero él no estaba autorizado para responder preguntas, ni de éste ni de ningún otro funcionario. Su único diálogo posible era con el mismísimo Presidente. Y, a fin de cuentas, nunca era en realidad un diálogo. Era más bien cuadrarse y obedecer. Sí, mi comandante. No, mi comandante. Eran las dos únicas líneas que le era dado pronunciar en la farsa inmensa en la que todos estaban.

—No tengo conocimiento —se dignó a responder finalmente.

Su definido acento antillano resonó en los oídos de Rodríguez como un insulto. Seguía sin acostumbrarse a aquella invasión descarada. Asintió con la cabeza y estaba a punto de retomar su camino cuando le asaltó otra duda. Sabía que el cubano no le daría ninguna respuesta, pero no pudo resistir la urgencia de ponerlo una vez más en evidencia.

—¿Y ustedes de dónde es que vienen? —dijo con el tono más inocente que pudo encontrar.

El hombre alto y fuerte caminó hacia Rodríguez y en dos amplias zancadas se le paró enfrente con gesto amenazador.

—Digo, no de dónde vienen en general, sino de donde vienen en este momento. ¿A dónde fueron a buscar a las jovencitas? —disimuló Rodríguez, como si no quebrara un plato.

El guardaespaldas se le quedó mirando fijo. Sus mandíbulas se abultaban y se desinflaban masticando una rabia impotente y sin resolución posible. Los dos sabían que habían llegado a un límite infranqueable. Pero valía la pena quedarse un minuto así, frente a frente, sin ceder un milímetro, sabiendo que el poder verdadero estaba del otro lado de aquella puerta, desde donde llegaba el sonido de gritos y risas, de muebles que se arrastraban, de vasos o copas quebrándose. Parecían dos gladiadores fuera de la arena, dos toros tristes.

Rodríguez se hubiera podido instalar en aquella pose desafiante hasta que el cubano cediera. Pero tenía una ventaja y no quiso perder la oportunidad de usarla. Así que, dos minutos después, dio un paso atrás como cediendo terreno.

—Es que el señor Presidente me acaba de encomendar una misión urgente y los tiempos son cruciales —dijo al fin con una sonrisa de triunfo.

Sabía que lo que dijera no tenía que resultar lógico. Sólo tenía que mencionar las palabras claves y todas ellas estaban ahí: Presidente, misión urgente, tiempo. Y la primera persona que cambiaba todo.

El guardaespaldas cedió, tal como Rodríguez esperaba. Balbuceó un lugar y un recorrido, calculó horas y minutos. Se le notaba que no estaba convencido, pero que había aceptado la superioridad de su oponente. Rodríguez se dio por satisfecho y antes de irse tuvo hasta el atrevimiento de palmearle el hombro al cubano, como si no hubiera ningún mal sentimiento de por medio.

Dio media vuelta y avanzó hacia la salida. Un aire de revancha le aligeraba el paso. Cuando iba llegando al final del pasillo todavía podía sentir el olor a cremas humectantes, a bronceadores con aceite de coco, a perfumes caros, a fijadores de pelo, a ropa interior recién comprada.

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jueves, 27 de mayo de 2010

El arcón del Marqués

Decían los viejos reunidos en la plaza que el marqués tenía una inmensa riqueza que se desvaneció en el aire como por encanto. Parecía obra de una maldición, decían los viejos. Y para acentuar el efecto extraordinario de aquella historia que parecía sacada de libros antiguos, el viejo más arrugado del pueblo rezaba cada tanto el rosario monótono de las preguntas que se hacía todo el pueblo.

¿A dónde fueron a parar los suntuosos muebles fabricados a la medida por los más prestigiosos ebanistas? ¿En qué salón está ahora el piano alemán que llegó al pueblo cargado a lomo de mula, dividido en siete cajones numerados y que fue reensamblado pieza por pieza por un francés que trajeron de Caracas? ¿Dónde están las alfombras persas y las cortinas de seda de la China que adornaban ventanas y pasillos? ¿En qué potreros secos murieron de mengua los caballos de paso fino que llenaban las calles empedradas de sonidos como de lluvia? ¿En qué pasillo oscuro se encuentran hoy los baúles con trajes de caballeros a la medida, traídos directamente de Londres, y los vestidos que las damas habían encargado a París? ¿Dónde están las morocotas de oro que empedraban el corredor por el que se entraba a la casa? ¿dónde los tulipanes holandeses que adornaban el amplio jardín? ¿y las piedras preciosas que reverberaban como al descuido en cofres de oro y plata sobre las mesas, mesitas y mesones de la gran mansión? ¿Dónde estarán los parabanes de nácar con incrustaciones de perlas naturales de tres colores que dividían los salones inmensos y permitían a las damas retirarse a cuchichear sus intimidades en las largas veladas en las que corría como agua el champán?

Y así seguía una enumeración que podía durar horas, porque después de que la memoria del más viejo de los narradores se agotaba, los demás aportaban también sus preguntas, describiendo las fantásticas riquezas del marqués como si hablaran de algo que había sucedido en un tiempo remoto, más allá de los confines del mundo conocido. Pero siempre llegaba el momento en que alguno de los viejos recordaba haber visto uno de aquellos espléndidos caballos o el palanquín de plata repujada o el abanico de jade y entonces la historia se desviaba y era el turno de contar la complicada genealogía de aquella familia con la que todo el pueblo estaba o quería estar emparentado.

Las ramificaciones de tíos, primos segundos, ahijados y parientes políticos era tal que al final de la tertulia de la tarde los muchachos del pueblo quedábamos convencidos de que hasta nosotros habíamos oído hablar de una tía abuela que tenía un cuñado que contaba que uno de sus primos se enamoró una vez de una prima lejana del marqués. Lo más impresionante de todo era que al levantar la vista de la plaza en la que se enumeraban aquellas fabulosas riquezas y se trazaba el hilo de aquella familia ilimitada podíamos ver en la loma que se alzaba al final de la calle real los restos de la gran casa en la que había vivido el marqués. La prueba de que todo aquello había existido ahí mismo, apenas unos años atrás, estaba delante de nuestros ojos y por eso aquellas historias nos resultaban irresistibles.

Cuando se hacía el silencio que siempre anunciaba el inicio de una nueva historia, todos mirábamos hacia la loma donde estaba el caserón tratando de evocar un lujo que éramos incapaces de imaginar. En medio de uno de aquellos silencios abismados uno de los viejos menos veteranos, de esos que buscaban su oportunidad para consagrarse como voz cantante, como autoridad por encima del coro anónimo, comenzó a contar la historia del arcón del marqués.

—Se sabe que por lo menos una parte del tesoro del marqués salió de la casa en una carreta jalada por cuatro caballos —dijo el viejo.

Todos lo miramos esperando que continuara. Pero se hizo un silencio que parecía sostenerse entre la mirada ofendida del viejo más arrugado y la mirada atrevida del que pretendía retar la autoridad y subvertir la jerarquía de los contadores de cuentos de la plaza. No hay advertencia o amenaza que no quepa en la mirada tensa de un viejo que manda a callar a otro porque ha ido demasiado lejos. Una línea había sido cruzada. Pero nosotros no conocíamos esos límites.

—Cuéntanos, cuéntanos la historia —dijimos a coro los niños de la plaza.

—Lo llamaron por mucho tiempo el arcón del marqués —dijo el viejo retador— y desde que dejó la casa una madrugada lluviosa todo el mundo se dedicó a especular sobre el rumbo que había tomado la pesada carreta.

El viejo más arrugado se levantó del semicírculo de sillas donde estaban sentados los ancianos y el viejo retador volvió a quedarse en silencio, mirando los ladrillos cuarteados del piso. Aunque miraba al suelo su cuerpo estaba erguido en el asiento que ocupaba al borde de la media luna de sillas. Parecía claro que seguiría con la historia aunque todos los viejos se levantaran y él se quedara solo con los muchachos que querían saber qué había pasado. El público pedía más y ninguna autoridad podía pasar por encima de ese clamor, de esa curiosidad creciente.

Aquel desafío silencioso duró apenas un minuto. Una bandada de loros cruzó la plaza rumbo a los dormideros y destrozó con su escándalo burlón y verde la solemnidad del momento. El viejo más arrugado dio unos pasos alrededor de su silla como si tratara de despertarse un pie dormido y se sentó otra vez, decidido a tomar él la voz cantante.

—Dicen que la carreta tomó rumbo al sur —dijo el viejo, aceptando el desafío.

Pero nosotros queríamos saber cómo era el arcón, qué había adentro, cómo lo habían subido a la carreta, cuántos hombres habían sido necesarios para cargarlo. Queríamos todos los detalles y ante nuestras demandas los viejos se turnaron para juntar sus recuerdos y armarnos una historia que hasta ese momento había estado fuera de su repertorio. Tomó tiempo juntar los fragmentos y sacar en limpio una versión más o menos unánime, hasta que finalmente nos quedamos con la idea de que el arcón medía unos dos metros de largo y tal vez metro y medio de alto. El ancho nadie supo o nadie quiso calcularlo, porque en ese espacio indeterminado tenían que entrar todos los sueños.

Lo que había adentro era lo más difícil de establecer y tal vez esa era la razón por la que esta historia no había sido incorporada antes a los cuentos de la plaza. Sólo las lavanderas y las cocineras, las recamareras y las nanas, las legiones de criadas que habían entrado y salido del servicio de la casa grande por generaciones habían tenido tiempo y ganas de hacer proliferar aquella historia imposible. Primero se dijo que el arcón contenía un cuerpo embalsamado. Pero esa historia no prosperó, porque de inmediato las criadas comenzaron a hacer un largo inventario de las cosas que habían visto en la casa y ya no estaban. Fueron tantas las cosas que las mujeres sumaron a aquella lista interminable que al final sólo un arcón que tuviera el tamaño mismo de la casa grande podría haberlas contenido.

Tal vez por eso los viejos del pueblo consideraban que aquel era un cuento de lavanderas, indigno de sus tertulias. Pero ese día sucedió lo inevitable. Porque tarde o temprano algún viejo advenedizo tenía que lanzar a la plaza el desafío de apoderarse del cuento, domarlo, ponerle límites y darle la forma de una historia real, que pudiera convertirse en patrimonio de todos. Y aquel día en la plaza yo fui testigo del primer ensayo de domesticación de un cuento que había permanecido salvaje por demasiado tiempo. Los viejos tardarían en redondear las aristas, pero aquella primera versión oficial, con todos sus defectos y contradicciones, nos permitió ser testigos del inicio de una leyenda que sobreviviría a todos los viejos y a todas las lavanderas del pueblo.

El arcón del marqués contenía morocotas de oro puro y las más finas joyas, eso era indiscutible. También parecía formar parte del consenso que el arcón guardaba al menos una docena de libros raros y valiosas obras de arte en un número imposible de determinar. Lo que en realidad estaba en disputa era el tema de los documentos. Los viejos pergaminos que probaban la limpieza de sangre de la familia del marqués y sus títulos, firmados de puño y letra de su real y sagrada majestad. Los viejos daban por sentado que el marqués había comprado tanto el título como el documento de limpieza de sangre. Y aunque a los niños de la plaza aquello nos pareció un fraude evidente, los viejos ni se detuvieron a considerar una versión distinta.

Cuando estalló la guerra grande, los herederos del marqués pensaron que tarde o temprano la casa sería saqueada y creyeron necesario salvaguardar al menos parte de un legado que había sido acumulado por cinco generaciones de blancos y había costado incontables vidas de indios y negros. Por eso habían mandado a hacer aquel arcón mítico con pedazos de tres viejos baúles que formaban parte de las más antiguas pertenencias de la familia del marqués y atestiguaban su rancio abolengo. Porque, según decían las criadas, al menos uno de aquellos baúles había viajado en la Pinta, una de las tres carabelas, junto al equipaje del mismísimo Cristóbal Colón.

A los niños de la plaza nos daba vértigo sólo imaginar aquellos cientos de años pasando en una sola frase delante de nosotros. Y el vértigo se nos apaciguaba sólo al levantar la vista y mirar en la loma las ruinas de la casa del marqués. Todo había estado allí, todo había pasado por aquella puerta y respirado el aire que entraba por aquellas ventanas. Todo había tenido alguna vez una dimensión humana, las cocineras y las lavanderas lo habían visto y tocado. Pero ahora, mientras escuchábamos armarse ante nuestros ojos la historia del arcón del marqués, un aire de fábula se posaba sobre los nombres mismos de los objetos y los hacía formar parte de una ficción más grande que la vida misma.

Con los baúles que habían viajado en la Pinta, junto al equipaje del almirante de la mar océana, se había construido entonces el arcón en el que reposaban las pertenencias más valiosas de los herederos del marqués. Y el arcón había viajado rumbo al sur, en una carreta jalada por cuatro enormes mulas. Los viejos del pueblo confiaban más en las mulas que en los caballos para las largas y peligrosas jornadas en medio de los diluvios de abril. Porque todos coincidieron en que debió haber sido una madrugada de abril, aunque no se pusieron de acuerdo sobre el año. Nadie sabía con certeza en qué año había estallado la guerra grande. O, más bien, nadie podía con claridad nombrar una fecha, una batalla, un decreto, que marcara el inicio de aquel infinito enfrentamiento que costó tantas vidas. Como tampoco podíamos hoy, incluso habiéndolo vivido, señalar la fecha exacta en que la guerra terminó y comenzamos a convivir en paz.

La paz y la guerra son en realidad indistinguibles. Hay largos períodos en los que no se sabe si estamos en medio de una conflagración o si nos encontramos ya al final de los conflictos. Sobre todo en nuestras guerras de palabras, en las que las proclamas, las declaraciones, los discursos que circulan en pasquines y papeles sueltos, sustituyen tantas veces el enfrentamiento físico. Hemos luchado más en campos de batalla imaginarios que en escampados donde se derrama la sangre tibia y se entreveran los cuerpos y los machetes, las balas y las vísceras.

Pero era seguro que el arcón había salido de la casa grande una madrugada de abril en los primeros dos años de la gran guerra y había tomado rumbo al sur. ¿Para dónde había ido aquella carreta jalada por cuatro mulas? Los viejos se pusieron de acuerdo muchos años después. Pero aquella tarde en la plaza nosotros sólo pudimos sacar en claro que los tesoros del marqués viajaban rumbo a la frontera, porque una parte de la familia se había expatriado ya, y en Colombia parecía haber una calma eterna mientras aquí nos preparábamos para acabar con todo de una buena vez. Pero el arcón no salió nunca del país y los viejos también estaban de acuerdo en que aquella fabulosa carreta, con su arcón varias veces centenario, no avanzó más que unas tres jornadas. Porque al cuarto día desapareció y no se supo nunca más de su paradero.

Al pueblo llegaron por meses, por años, vagabundos y corre caminos contando historias que nadie creyó nunca. Que habían encontrado a las mulas, montaraces ya después de mucho vagar solas, tomando agua en una quebrada cerca de Guasdualito. Que la carreta la habían usado para hacer fuego unos esclavos cimarrones en una noche fría en las afueras de Mantecal. Que pedazos del arcón habían sido usados para construir un rancho donde se alojó la tropa federal durante un mes cerca de la Mesa de Cavaca. Que un viejo en Guanarito tenía una dentadura hecha toda de oro de las morocotas que había encontrado enterradas al pie de un samán en Ospino. Y así… infinitas historias que daban cuenta del tesoro más preciado de los herederos del marqués. Pero nunca nadie había traído de los caminos una historia que hablara de los papeles, de los documentos que los viejos juraban que habían sido enviados en el arcón junto con todas las demás pertenencias de la familia.

Según contaron por generaciones las cocineras y ratificaron las lavanderas, aquellos papeles estaban protegidos por un grueso carpetón de cuero repujado, adornado con el escudo de la familia: en campo de plata, tres fajas de azur y sobre cada una de ellas dos toros pardos, andantes... recitaban las criadas y repetían los viejos en la plaza. El legajo había reposado alguna vez en una vitrina de caoba mandada a hacer especialmente para exhibir los invaluables documentos. El mueble replicaba en el vidrio y en las maderas el escudo y las iniciales entrelazadas que representaban el patrimonio familiar. Se cree que el mueble estuvo vacío en la casa grande hasta hace muy poco. Algunos piensan que es uno de los muchos pequeños tesoros que la doña guardaba en la estancia principal de su casa, a donde sólo entraba ella y no podía pasar ni la servidumbre de más confianza.

Cuando Segundo regresó de su largo viaje dicen que lo vieron entrar en la casa con un paquete bien envuelto. Los viejos aseguran que las criadas lo escucharon entrar con su propia llave en la sala que la doña mantenía clausurada. Dicen que en el mueblecito vacío Segundo depositó el cartapacio de cuero repujado y que desde entonces ha estado ahí. Pero nadie ha sido capaz de asegurar que la vieja carpeta tiene adentro los ancestrales documentos de la familia del marqués. Sólo yo sé lo que encontramos en aquel viaje que parecía no tener fin y no sé si algún día seré capaz de contarlo en el medio de la plaza.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.