Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

jueves, 23 de mayo de 2019

Heridas


Dejamos de contar las cicatrices. Sabíamos que era un privilegio haber sobrevivido a tanta herida. Cada vez que la piel se nos abría, que la sangre se nos desbordaba en ríos pegajosos y las entrañas se nos salían de sus cavidades tibias mirábamos de frente a la muerte. Salvarnos de ese encuentro resultaba cada vez más difícil. Habían pasado ya los tiempos en los que tuvimos gasas y vendas. Suturas. Alcohol de la peor calidad, pero alcohol al fin. Muy pocos analgésicos. Antibióticos nunca. Al final cada cuerpo tenía que curarse solo. El dolor nos definía más que el nombre propio. Los que sobrevivimos coleccionamos historias de cada una de las marcas que nos puntuaban la piel. Y, como en las películas que habíamos visto un siglo atrás, a veces nos sentábamos a la luz de una lámpara a contarnos la historia de la bala que nos rozó la cadera, el punto exacto en el que nos estalló un perdigón a quemarropa, la esquirla de metralla que todavía llevamos en el hombro. Pero cualquier inventario de dolores se precipitaba siempre hacia el recuerdo de las heridas que nunca sanaron y de los caídos que murieron por ellas. Terminamos recordando mejor las heridas que las caras. Los muertos ya no se llamaban Juan o Lucía, Diego o Manuela, sino el que quedó tendido con un tiro en la nuca, la que se derrumbó después de que una ráfaga le partió en dos la espalda, el que cayó de lado y se quedó como dormido con las piernas encogidas y la cabeza colgándole de un hilo, la que estalló en pedazos al encontrarse de frente con una granada de mano. No nos hacía bien recordar tanta sangre. Y al mismo tiempo nuestra memoria ya no retenía otros recuerdos. Esos cuerpos destrozados que vivían tercos en nuestra memoria nos obligaban a seguir viviendo. Nos impedían olvidar que ahora luchábamos por ellos más que por nosotros. Nos habíamos convertido en el brazo ejecutor de todos los caídos. Éramos los vengadores de las heridas que nunca se cerraron. Dibujamos con nuestras cicatrices un círculo cerrado en el que sólo tenía cabida la venganza. Y el asombro de seguir vivos se nos hizo cada vez más amargo. 

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.