Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Boceto para un cuento checo

Praga, 1989. Rudolf y Alina están a punto de tener una hija. Alina muere en el intento. La hija crece. Se llama Anna. Un día, en una manifestación contra el gobierno, cuando Anna es apenas una jovencita que estudia bachillerato, desaparece. Rudolf la busca desesperado. Ni rastro de ella. Pasan años. Rudolf languidece en un cargo administrativo y pierde la esperanza.
Un día suena el timbre. Un sobre se desliza por debajo de la puerta. Adentro hay una foto. Asombrado y confundido Rudolf observa la imagen de una mujer exacta a su finada Alina. En el fondo hay una ciudad que no parece europea. En el reverso se lee una fecha y un nombre. New York, 2008. Saca en instantes una cuenta mental. 34 años puede tener esa mujer que lo mira desde la foto.
Rudolf vende todo, renuncia a su trabajo y se va a Nueva York. Contacta a una ONG que ayuda a familiares de desaparecidos. Trabaja como barrendero, vendedor de frutas, cargador de bultos, cajero de supermercado, taxista pirata. Vive en un cuchitril helado. Apenas come. Se reúne con un grupo de familiares de desaparecidos. Indaga, pregunta, se desespera. Pasa cinco años buscando a Anna. Pierde toda esperanza. Regresa derrotado a Praga. Por un milagro logra recuperar su antiguo puesto. La vida sigue. Rudolf languidece.
Pasan otros diez años. Un día le cuenta a un compañero de trabajo la historia de Anna y su desesperada búsqueda inútil. El compañero aparece al día siguiente con un técnico que le cuenta de este nuevo app de reconocimiento facial. Rudolf lo instala en su teléfono inteligente, que apenas usa para leer en los tranvías. Alimenta el app con la foto de Anna y con la única foto que conserva de su finada Alina. Toda la noche el app trabaja buscando entre millones de imágenes.
A la mañana siguiente Rudolf se despierta con el plin que hace el teléfono. El app ha encontrado quince fotos en las que aparece una mujer exacta a Anna y por tanto idéntica a Alina. Rudolf mira las imágenes sorprendido y maravillado. Tienen fechas. Durante los últimos diez años Alina ha estado viviendo en Praga. No puede ser otra esa ciudad en la que aparece ella, andando por aceras adoquinadas, atravesando parques oscuros, cruzando puentes de piedra, subiéndose a un tranvía. En la última foto Alina aparece en un cementerio vestida de negro. Está visiblemente triste. Devastada.

Rudolf reconoce la imagen. Ha visto a ese ángel tantas veces. Sin perder tiempo, prepara un termo enorme de café, rellena una baguette con queso y pepinillos, se abriga bien y sale rumbo al cementerio. Busca el ángulo detrás del ángel. Tal como lo imaginaba, apenas unos pasos más allá de la tumba de Alina hay una tumba reciente. Rudolf se sienta en un banco, mira al cielo de un azul intenso, se sirve un trago de café. No sabe si la espera será corta o larga.

                                          Praga, 18 de noviembre, 2018
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viernes, 2 de noviembre de 2018

Hojas secas


Hay sol y me asomo al balcón porque escucho risas y voces de niños abajo. Me estoy tomando un té con leche y mantengo las manos sobre la taza para que no se me enfríen en la brisa helada. Aunque hay una luz de verano, faltan dos días para noviembre y ya los relojes han regresado a la hora del invierno. Estoy descalza. Llevo apenas una franela manga corta y una falda ligera. Abajo los niños gritan de emoción por algún descubrimiento que acaban de hacer. Me asomo sobre la baranda y los miro. Siento un leve vértigo al ver el abismo que se abre entre los niños y yo. Nos separan seis pisos.
Los niños juegan con un camión de plástico que están intentando llenar con las hojas secas que se han caído ya de todos los árboles. Hay cuatro o cinco niños alrededor del camión y otros tres un poco más allá, con un tobo, buscando hojas para agregarlas a las que ya recogieron. Parecen la avanzada de una expedición científica. Entre esos tres hay una niña. Es la única morena del grupo. Su pelo oscuro y largo está recogido en una trenza que le danza en la espalda cuando corre. La niña lleva un abrigo de muchos colores pintados como retazos verdes, amarillos, rojos y azules que se mueven con ella y brillan en el sol. Los demás niños tienen abrigos de un solo color y las cabezas cubiertas con gorros que imagino de lana.
La niña morena está buscando hojas secas, como todos los demás. Pero de pronto encuentra un amasijo de algo que desde arriba parece líquenes o alguna de esas plantas aéreas y parásitas que crecen en las ramas de los árboles. Un estropajo seco de ramitas entrelazadas. La niña regresa corriendo a entregarle su tesoro a los otros. Pero el niño que sostiene el tobo, lo agarra quitándolo del piso y acercándolo a su cuerpo, para no dejar que la niña ponga su amasijo de líquenes adentro. La niña se sorprende. Se queda con la mano extendida tratando de entender. Entonces parece encontrar una razón y con sus manos mínimas desmenuza el estropajo de líquenes hasta que queda reducido a unas tiras mustias. Entonces vuelve a ofrecer su hallazgo al niño que se ha adueñado del tobo. El niño la mira un momento y parece que no sabe cómo leer ese gesto.
¿Es una manera de aceptar su autoridad y someterse a las normas que él ha establecido? ¿o es más bien un desafío a su poder y un intento de pasar por encima de su expresa prohibición, utilizando una estratagema que aparenta inocencia?
El niño decide que, por si las dudas, es mejor que establezca su autoridad de una vez por todas. Así que reitera su negativa y agarra más fuerte el tobo contra su abrigo unicolor y lo tapa con las dos manos. La niña deja caer en la grama lo que queda del manojo de líquenes y se queda un segundo parada frente a los niños que siguen recogiendo hojas. Se agacha después, sólo un momento, y arranca algunas hojas de grama y las lanza al aire en dirección al tobo al que ya no tiene acceso. Es un gesto inútil, pero ella lo ejecuta con seriedad, como si no terminara de aceptar que ha quedado fuera del juego.
Los demás niños la ignoran y ella no hace ningún otro esfuerzo para integrarse al grupo. Al contrario. Elige un lugar en el que pega el sol y se acuesta en la grama, sobre su abrigo de colores, con las piernas y los brazos extendidos. El sol le da de lleno y ella cierra los ojos para dejarse calentar, con una leve sonrisa en su cara redonda. Los demás niños siguen jugando como si no notaran su disidencia. Pero ya no parecen tener el mismo entusiasmo y comienzan a arrancar pedazos de grama, como si se hubieran cansado ya de aquel juego inútil.
Desde arriba miro a la niña sola tirada al sol y me acuerdo de las clinejas que me tejía mi abuela antes de irme a la escuela. Tuve el pelo así de largo durante un tiempo cuando era niña. Lo sé por las fotos, pero no es un recuerdo real. De lo que sí me acuerdo es de los juegos en el recreo. Me acuerdo de haber estado siempre rodeada de otros niños, corriendo sin parar por el patio, subiendo a los árboles, saltando y cantando, compitiendo a ver quién llegaba más lejos, más alto, más rápido. Por más que quiera imaginarme sola, dejada de lado, ignorada, la verdad es que yo no era como esa niña que se queda sola sin poder jugar. Yo era de las que inventaba las historias, de las que imponía las reglas. Yo era como ese niño que sostiene el tobo para que no entre lo que no debe. Y ese descubrimiento me entristece.
Desde el balcón, mientras dejo que la brisa me enfríe, siento una especie de vergüenza retrospectiva. Me da pena con esa niña, porque si hubiéramos coincidido en la infancia, en ese jardín, yo hubiera estado al lado de los niños que llenan de hojas el tobo y el camión de plástico y hubiera establecido alguna norma sobre qué puede entrar y qué no en esa carga. Yo también la hubiera excluido si se hubiera empeñado en agregar una cosa extraña, tan distinta a las hojas planas y amarillentas que tan bien se amontonan unas sobre otras creando un patrón uniforme de tonos ocres.

Un rato después la niña se levanta. Tal vez el calor del sol no es suficiente y la humedad de la grama le ha dado frío. En un salto está otra vez parada frente a los niños que siguen destrozando la grama. Justo en ese momento se acerca una niña, blanca como una muñeca, con un hermoso abrigo rojo. Trae en la mano un amasijo apretado de líquenes. Un estropajo enredado que sin ningún preámbulo echa en el tobo. Nadie se lo impide. La niña morena mira aquel gesto sin una pizca resentimiento. Y acto seguido se suma otra vez al grupo de niños que siguen llenando el tobo y ahora no discriminan entre hojas, palos, líquenes o grama.
                                                                                                                       Praga, 30 de octubre, 2018
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.