Sentíamos debilidad por las voces engoladas y los discursos solemnes. Cargábamos encima una larga historia de oradores de lengua dominguera y narradores que andaban por la vida con una tribuna bajo los pies. Éramos incapaces de aceptar ninguna idea que no viniera envuelta en el celofán de una retórica tiesa, erecta, viril. Las voces menores nos resultaban sospechosas. Todo lo que no se enunciara desde lo alto y a voz en cuello nos parecía poco digno de ser escuchado. Sólo oíamos lo enfático, lo ditirámbico, lo estruendoso. Cada uno de los líderes que arrastraban multitudes entendieron bien ese gusto por el énfasis. Hombres todos ellos, que fueron imitados en cada espacio y a todos los niveles, desde las juntas de condominio hasta la corte suprema. Quien hablaba en público tenía que atenerse a las reglas o arriesgarse a no ser escuchado. Entonces estalló la guerra y el ruido vino de otra parte. Los gestos se redujeron a señas básicas. Me duele aquí. Tengo hambre. Me dieron. Sigan sin mí. Nos vemos más tarde. Las palabras se volvieron urgentes y se despojaron de toda vestidura. Lo superfluo fue la primera víctima de la violencia desatada. Así como andábamos con lo puesto, empezamos a hablar nada más lo indispensable, con las palabras más simples. Lo inmediato se nos instaló en el léxico. Las frases se nos quedaron descalzas. Los argumentos se nos secaron a la intemperie. Nuestro arco narrativo se volvió una línea plana. La secuencia era simple: había un antes; queda un ahora. Se nos borró el tercer acto. Nos volvimos incapaces de imaginar lo que venía después. Nos instalamos en un presente continuo en el que brotaron como hongos las malas palabras, las maldiciones, los conjuros. Desbaratamos los chistes hasta que dejaron de darnos risa. Inventamos noventa formas de decir ya basta, como dicen que hay más de cien maneras de nombrar la nieve entre los moradores del polo norte. Convertimos el rumor y el cuchicheo en un arte. La media voz se volvió el tono más natural. Dejamos de cantar las canciones de cuna con la música del himno nacional, porque la épica nos quedaba grande. Nadie podía subirse ya en ningún pedestal. Nos quedamos a ras de suelo por los caminos, con nuestras lenguas de trapo. Susurrando, cuchicheando, murmurando. Más allá no nos esperaba nada más que el puro silencio.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
viernes, 24 de mayo de 2019
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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