Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

viernes, 12 de septiembre de 2008

La chica tonta

Podría contar esta historia desde la perspectiva de una prostituta y simular una voz despectiva, tal vez irónica y risueña. No. Risueña no, cínica. Pero ése sería un cuento demasiado predecible, que seguramente terminaría en algún hecho de sangre. Las historias predecibles no ganan concursos literarios y ya casi nadie quiere publicarlas. Así que voy a permitirme elegir, tal vez por ese deseo de contradicción que todo cuento marginal implica, un personaje menos conspicuo: la chica tonta −o como diríamos en criollo, la chama boba. No estamos hablando del tonto cómico, necesario a todas las historias en las que lo que importa al final es exaltar al héroe o a la heroína, por contraste con el tonto-útil. No. Aquí, el cuento va a ser el de la tonta sin ningún héroe redentor que salga al final bien parado. Y la tonta aquí se llama Alicia. No pretendo ningún guiño al lector avisado, simplemente la tonta, por casualidad, se llama Alicia.

Alicia vive en una pequeña casa en las afueras de la ciudad con su madre viuda y un gato. Trabaja en las mañanas despachando pan, jugos y periódicos en la panadería de un portugués que queda a media hora a pie de su casa. Se levanta todos los días a las cinco, prepara desayuno para su madre, llena el plato de comida del gato y le pone agua fresca. Sale a las cinco y media y a las seis en punto está en la puerta de la panadería. Alicia se come un pan dulce recién hecho, mojado en un café humeante, y comienza a trabajar sin parar, sin sentarse ni por un minuto, hasta las tres de la tarde. Almuerza un sanduche de jamón y queso y un jugo de naranja de a medio litro y se va después a casa con una bolsa de pan de sobra, que es el único privilegio que le ofrece su trabajo como despachadora de panadería. Esto es lo que Alicia hace todos los días, de lunes a sábado. Los domingos se levanta tarde, desayuna pan dulce con café humeante y se dedica a mirar por la ventana. El vecindario donde vive tiene sus particularidades, o más bien, lo que es particular es el modo como Alicia imagina su vecindario... y es aquí donde en realidad comienza esta historia.

En el vecindario de Alicia viven personas muy distintas entre sí y aunque conoce en realidad a muy pocos de ellos, ha pasado los últimos años de su vida mirando por la ventana en las tardes y a lo largo de todos los domingos sus ires y venires, para poder construir con los datos que recolecta historias que entrentengan sus días sin libros y sin televisión. En la casa hay un radio, pero está en el cuarto de la madre viuda y Alicia siente que es casi un sacrilegio pedírselo prestado, porque la única conexión de la madre con el mundo de afuera son las voces que escucha a través de ese aparato que pasa las veinticuatro horas del día encendido. Así que Alicia se distrae a sí misma con lo que le queda más a mano, la vida de sus vecinos, que a veces resulta de lo más entretenida.

Nada alteraba esta rutina. Su vida transcurría sin sobresaltos, malentendidos, desengaños o sorpresas, hasta que Alicia vio por primera vez a aquella extraña mujer que llegó taconeando por la acera un domingo en la tarde. La mujer usaba un vestido negro, medias también negras y unos zapatos demasiado altos para ese vecindario y esa hora del día. Alicia siguió su taconeo a lo largo de la acera y la vio detenerse frente a una puerta y encender un cigarrillo. La mujer llevaba un bolso plateado, muy pequeño, como si más que un bolso cargara un sobrecito de plata bajo el brazo. Alicia había visto mujeres bien vestidas en la panadería donde trabajaba, mujeres que entraban a comprar cigarros o a tomarse un café, marrón grande o negro. Esas mujeres, vestidas como si fueran o vinieran de un trabajo importante, no compraban nunca pan o leche, sólo cigarros y café. Pero esta mujer de vestido negro era otro tipo de gente y hasta Alicia podía darse cuenta de eso. Fumaba su cigarro con una especie de tensión difícil de definir. Alicia podía ver esa tensión, casi literalmente, en el largo tiempo que el cigarrillo pasaba en la boca pintada de aquella mujer y en la larguísima bocanada de humo que luego salía del óvalo rojo de sus labios apenas entreabiertos. Al terminar de fumarse el cigarrillo la mujer lanzó el filtro al piso y con la punta de sus elevados zapatos de tacón aplastó el cabo hasta que no quedó ni rastro de la angustia con que se lo había fumado. Alicia podía ver, incluso desde la distancia y desde detrás de la ventana, que la cara de aquella mujer había cambiado y en ella parecía dibujarse una forma de resolución. La mujer se volvió hacia la puerta frente a la cual había estado fumando y tocó con fuerza. Los golpes se oyeron incluso en la casa de Alicia, incluso detrás de la ventana desde donde Alicia escuchaba y miraba a la mujer tocar la puerta. Nadie apareció. La mujer insistió y esperó, cambiando el peso de su cuerpo de una pierna a la otra como para aliviar el sufrimiento que los altos tacones le producían.

Alicia podía ver cómo la mujer iba perdiendo el ánimo y el impulso que había tomado justo al terminar de fumarse el cigarrillo. La mujer dio unos pasos hacia atrás, todavía de frente a la puerta, como para tener una perspectiva distinta de la casa frente a la cual estaba. Y de pronto, de la nada, pero en realidad de esos labios tan cuidadosamente pintados, surgió un inmenso grito. Alicia no podía saber si el grito era un nombre o un insulto o una orden o una amenaza o una maldición. Sólo pudo entender la furia con que había sido lanzado al aire aquel grito. Alicia se escondió en el borde de la ventana como por instinto y estuvo así escondida por un rato a la espera de que se aproximara algún tipo de catástrofe. Pero no se escuchó nada más y cuando Alicia se atrevió a volver a mirar por la ventana, la mujer ya se alejaba por donde había venido, con paso rápido y sin que sus altísimos tacones la hicieran ver más fuerte o decidida.

Pasada la sorpresa y el susto, Alicia intentó recordar quién vivía en aquella casa frente a la cual la mujer había lanzado un insulto o una amenaza. Recordó a una familia, como todas las familias: papá, mamá, niñitos incontables, tal vez cuatro de ellos. No podía distinguir a unos de otros, más allá de la evidente diferencia entre los niños y los adultos, porque estos eran sin duda los vecinos menos atractivos del vecindario en el que Alicia vivía. Mucho más interesantes eran las mujeres de la casa de la izquierda, dos viejitas con cuatro perros. Para ellas Alicia había inventado una historia de arriesgadas aventuras y ruidosos desengaños, que culminaba en esta vida en común, lejos ya de los dolores y las amenazas del pasado. Esta historia, emocionante y al mismo tiempo desgarradora, había distraído a Alicia durante meses. También estaba el joven de pelo ensortijado y la muchacha pálida que vivían media cuadra más allá, a quienes Alicia había convertido en una pareja de fugados, huyendo de unos padres decididos a hacerlos casar con parejas diferentes. Algunas veces, Alicia pensaba que era la muchacha pálida la que tenía un padre castrador y energúmeno, que había amenazado con desheredarla si no se casaba con el hijo del socio de la firma en la que el padre era un alto ejecutivo. Otras veces Alicia pensaba que el muchacho de pelo ensortijado era el heredero de un vasto imperio financiero y que sus padres le habían prohibido relacionarse con aquella muchacha hija de nadie y por tanto no apta para ser incorporada en la encopetada familia. Sin ir muy lejos, hasta el vecino de al lado de la casa de Alicia era más interesante, con sus solitarios paseos a las cinco de la tarde y sus misteriosos apuros cuando sonaba el teléfono y se escuchaba claramente en la casa de Alicia, un ring, una carrera precipitada, un ¡ALÓ! siempre más alto de lo necesario y luego un murmullo y después un silencio, siempre igual. Y así...

Pero los vecinos de la casa donde aquella mujer se había detenido a tocar después de fumarse un largo cigarrillo no habían resultado muy interesantes para Alicia hasta ahora. Como mucho, hace unos meses, al verlos salir todos juntos, con ese aparatoso modo de moverse que tienen las familias numerosas, había pensado que tal vez se podía armar allí una historia de enfermedades hereditarias que se manifiestan en la adolescencia y que la proliferación de niñitos podía deberse a la necesidad de transplantes de médula ósea que salvaran al mayorcito de los niños, que ya estaba comenzando a manifestar signos de la terrible enfermedad. Había leído una historia así en un periódico viejo en la panadería, mientras almorzaba. Pero el cuento le pareció triste y a mitad de camino lo abandonó. Tampoco quiso imaginar una historia de infidelidades. No se le ocurrió pensar que aquel hombre podía tener una vida secreta, más allá de esa existencia dedicada y sumisa. Alicia prefería historias que mostraran el lado generoso del corazón humano, su costado valiente y aventurero. A fin de cuentas, construía sus historias para entretenerse, para divertirse y para imaginar que otros tenían las aventuras que ella no podía tener. Para aquel otro lado, vil y egoísta, Alicia no tenía inclinación ni interés. Así que ahí estuvo el resto de la tarde del domingo, mirando aquella casa que se había convertido de pronto en un misterio y que ahora parecía burlarse de ella desde aquel silencio placentero detrás del cual se escondía una historia que le resultaba tan difícil de imaginar.

Ese silencio la acompañó por varios días en los que llegaba del trabajo y lo único que hacía, aparte de sus labores cotidianas, era pararse en aquella ventana a mirar para allá, a mirar aquella casa, aquella puerta que casi nunca se abría en las horas en que ella estaba mirando. Su cabeza se llenó de palabras que hasta entonces no habían tenido ningún sentido. Traición, era la palabra que más se repetía. Amante, doble vida, deseo, también daban vueltas en su mente. Pero Alicia no lograba armar con aquellas palabras sueltas una historia en la que se pudiera incorporar la escena de la mujer del cigarrillo que ahora parecía un sueño, una pesadilla más bien. Un día, Alicia descubrió que estaba en un error. Sabía que cuando algo no funcionaba, cuando su largo susurro de imágenes y palabras se detenía, era porque una llave se había cerrado y era necesario abrir otra. En este caso, todo su empeño había estado puesto en imaginar la doble vida de aquel hombre que, teniendo una mujer y varios hijos, había agregado el ingrediente de una segunda mujer. Una mujer que había venido a la puerta de su casa a maldecirlo o a insultarlo. Por eso era que nada se le ocurría. En el instante en el que Alicia decidió que la historia no estaba en aquel hombre infiel, sino en su primera mujer, la madre de sus hijos, todo comenzó a fluir de nuevo y su mente se llenó de imágenes y palabras que la acompañaban hasta cuando estaba dormida.

Alicia imaginó entonces, con lujo de detalles, los pensamientos de aquella mujer traicionada, sus profundas dudas, su enorme tristeza, las imágenes que le vendrían a la cabeza una y otra vez, sin poder evitar el suplicio de ver al hombre que amaba con otra. Alicia imaginó cómo dolería la repetición incesante de las mismas imágenes en la cabeza de aquella mujer adolorida. Imaginó las náuseas, las ganas de vomitar hasta que no quedara nada dentro que pudiera sentir. Imaginó los largos silencios en los que aquella mujer engañada concentraba todas las preguntas que no se atrevía a hacerle a aquel hombre con el que todavía vivía: ¿cuándo? ¿dónde? ¿cómo? ¿por qué? ¿por qué? ¿por qué?... Imaginó la furia que iría acumulándose día a día. Pero, por encima de todo, imaginó el dolor. Hasta el punto de que a veces, en el medio de la noche, Alicia se despertaba llorando. Unas lágrimas largas y gruesas salían sin cesar de sus ojos y en ellas parecía estar contenido todo el dolor de aquella mujer devastada. Tanto sufrimiento no podía durar. Así que Alicia, poco a poco, comenzó a imaginar que aquella mujer acongojada volvía a registrar la realidad de sus labores de todos los días. Desayunos, almuerzos y cenas. Limpiar y lavar. Secar y guardar. Poco a poco, Alicia la fue imaginando volver a la vida, recuperar un espacio bajo el sol para su pobre alma atormentada.

Un día, Alicia no pudo contarse a sí misma nada más sobre la mujer traicionada y se sorprendió imaginando exactamente el otro lado de la historia, el lado en el que estaba la mujer del cigarrillo y el vestido negro y los inmensos tacones. Y aquella historia no era mejor que la anterior. Era una historia llena de soledad, de un deseo desafiante y desesperado de tener compañía sin importar el precio. Una historia en la que por un breve tiempo todo podía haber sido maravilloso, luminoso y magnífico. Un tiempo en el que aquella mujer había planeado una vida entera, con una casa, un marido y niñitos igualitos a los de la esposa legítima. Alicia imaginó las ilusiones rotas de aquella otra mujer, sus planes desbaratados, su idea de futuro estrellada contra la negativa de aquel hombre que la había apartado de su vida de la misma manera brusca en que la dejó entrar.

Pero esa historia también se quedó en el aire, porque Alicia no podía imaginar cuál era el sentido de aquella alegría prestada y conseguida a costa del sufrimiento de otros, de gente inocente a fin de cuentas. Finalmente, llegó el día en que Alicia dejó de preocuparse por una historia que no parecía tener mucho qué ofrecerle y que le había causado tanta angustia. Cuando pasaba frente a la casa de aquella familia, Alicia sentía los restos de la confusión y la tristeza que la habían acompañado durante aquellas semanas, tal vez meses, en que intentó comprender. Pero ya su mente, por naturaleza alegre, estaba buscando nuevas historias que le permitieran volver a sentir que valía la pena vivir. Y justo cuando estaba amueblando una de sus más interesantes aventuras, en la que la primera escena que se le había aparecido en la mente tenía que ver con su vecino del teléfono y las largas caminatas a las cinco de la tarde, las vio. La mujer estaba vestida de manera diferente, tenía tacones pero no tan altos como los de aquel día. Vestía de negro, pero esta vez usaba una chaqueta y un pantalón, uno de esos trajes casi masculinos pero con un toque de coquetería en la camisa azul de escote bajo. La esposa, en cambio, vestía de manera mucho más simple. Llevaba unos pantalones grises y una camisa blanca, zapatos bajos, bolso negro. Su pelo estaba recogido y no llevaba ningún maquillaje. Las dos entraron a la panadería y pidieron café y cigarros. Un marrón pequeño, un conleche grande, una caja de Marlboro light. Alicia las vio sentarse en una de las mesas del frente, mirando hacia la calle. Mientras aquellas dos mujeres conversaban, Alicia imaginó una historia que se le vino sola a la mente, sin que su voluntad pareciera cumplir ningún papel.

Las mujeres planeaban, en sus más mínimos detalles, una venganza que las librara de aquel hombre que las había hecho sufrir a las dos por igual. Descartaban las soluciones más simples: venenos, asfixias, heridas de bala, armas blancas. El castigo debía ser lento, dolorosamente espaciado en el tiempo, de lo contrario la venganza no podría disfrutarse como debe ser, como un plato que se come frío. Así que Alicia imaginó un detenido plan en el que las dos mujeres atormentaban a aquel hombre, cada una por su lado, hasta hacerlo cometer un crimen. El crimen sería descubierto y la policía finalmente vendría a llevarse al hombre a la cárcel, donde permanecería por años y años, sin que ninguna de aquellas dos mujeres que ahora conversaban delande de Alicia se apareciera en la cárcel a hacerle compañía. Pero ese era sólo el esquema general de una historia que Alicia tendría que alimentar con detalles a lo largo de las próximas semanas, tal vez meses. Alicia se sintió contenta, una especie de pausada alegría la acompañó a la casa aquella tarde. Tenía el esqueleto de una historia que podía entretenerla por un largo rato, una historia sacada de la vida misma y que parecía llevarla a contemplar lugares de la mente humana muy diferentes a los que antes había imaginado. La conversación entre aquellas dos mujeres superaba toda escena que a ella se le hubiera podido ocurrir y le permitía dar un salto en aquella historia que hasta ahora sólo había girado en círculos. Pero era un salto a lo desconocido. Alicia no podía negar que había allí algo de aventura, sin duda no poco de emoción y suspenso: estaba entrando en un policial y ella nunca había imaginado una historia tan sofisticada como ésta.

Alicia descartó desde el principio que el crimen que el hombre debía cometer fuese un hecho demasiado violento, le parecía vulgar y no tenía en realidad ánimo para imaginar a nadie tirado en el suelo, bañado en un charco de sangre. Pero Alicia se sorprendía pensando, una y otra vez, en aquella mujer de negro apuñalada, o herida, tirada en medio de un oscuro líquido que se extendía cada vez más por el suelo. Tanto le inquietó esta imagen que se aparecía sola en el medio de su historia, que terminó por aceptar que, si debía haber sangre, entonces que fuera falsa. Fue así como terminó imaginando una historia en la que las dos mujeres planificaban el asesinato de la mujer de negro, un asesinato provocado pero falso. La escena estaría ubicada en la casa de la víctima, donde ella misma colocaría al alcance de la mano del asesino el arma homicida. La mujer provocaría una pelea violenta, el hombre se dejaría llevar por su naturaleza impetuosa y por una desesperación que se habría acumulado por meses. El arma estaba ahí, el ser que impedía la felicidad en su existencia también estaba ahí. Todo se desarrollaría de acuerdo a lo planeado.

Bueno, no todo, pensó Alicia, a quien nunca le convenció demasiado aquella escena de las dos mujeres conversando de la manera más civilizada. El arma homicida la había conseguido la esposa y debía ser una de esas pistolas falsas que parecían verdaderas y sonaban como las pistolas de verdad. Cuando la tuvo en sus manos, la mujer de negro se sorprendió por lo increíblemente real que parecía aquella pistola de mentira. Pero su sorpresa fue mucho mayor cuando, frente a aquel hombre empujado por la furia y la desesperación y dispuesta ya a hacer la pantomima de su muerte, sintió en el pecho y en el vientre el impacto de las auténticas balas que el hombre le disparaba con la pistola verdadera que la mujer traicionada le había hecho poner en su mano.

Alicia, que era sólo a medias una chica tonta, como habrás notado ya, también se sorprendió con este final que su imaginación construyó dejando en el camino, bañada en un charco de sangre, precisamente a la mujer que había desatado todo el cuento y que era, tal vez, uno de sus más interesantes personajes. Pero su sorpresa fue definitivamente mayor cuando tres días después, mientras miraba por la ventana con su gato al lado, Alicia vio dos patrullas de la policía estacionadas frente a su casa. De las patrullas se bajaron cuatro policías que tocaron la puerta del vecino y un par de minutos después salieron con él, esposado y cabizbajo. La mujer traicionada, que había salido a ver cómo se llevaban al hombre, se quedó parada en el marco de la puerta por un largo rato. Ni un gesto de contrariedad ni una queja. Justo antes de entrar, la mujer le dirigió a Alicia una larga mirada y pareció esbozar una tenue sonrisa.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.