Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

viernes, 26 de febrero de 2010

Tres horas

En tres horas caben todas las miserias y las alegrías. En tres horas se pueden leer ciento cincuenta páginas y es posible imaginar cuatro o cinco historias completas, de principio a fin. En tres horas se pueden escuchar conversaciones que resumen la vida entera de alguien deseoso de confesarse. En las tres horas que tarda un tren en viajar de Edimburgo a Leeds, parándose en todos los pueblos y pueblitos que están en el camino, cruzando largos puentes sobre anchos ríos sin barcos, uno puede distraerse o aburrirse, escuchar música aislándose del mundo o apagar el ipod y aguzar el oído.

He probado todas las formas de navegar esas tres horas cuando me embarco en el tren que me lleva hasta Leeds cada sábado. Pero sobre todo he estado buscando historias con las que pueda distraerme. Hasta ahora ninguna me había parecido digna de ser contada. Sin embargo, ahora que me animo a contar ésta, no encuentro el punto en el que comienza, como seguramente no encontraré el lugar en el que termina. Digamos que comienza con unas risas que escucho en la estación central de Newcastle, una estación en la que siempre suben pasajeros alegres y bulliciosos. Cuando estoy de buen humor les admiro su ánimo. Cuando no, refunfuño y me quejo, porque se supone que no se debe hablar en voz alta en el vagón silencioso. Pero igual la gente pasa hablando a gritos y los jóvenes se ríen y se acomodan a beber cervezas que han comprado afuera.

Una de las primeras cosas que uno aprende cuando vive en este país es que si ves gente hablando a gritos y riéndose a carcajadas en un lugar público, con seguridad el alcohol está involucrado en tanta alegría. Esta no iba a ser la excepción. Los jóvenes eran cuatro, tal vez cinco. Altos, rubios, con ese aire de suficiencia que tiene la gente que se sabe observada y temida. Entre gritos y risas exageradas, tardaron un rato en apoderarse de los asientos con mesas que estaban apenas un par de filas delante de mí. Ya habían comenzado a abrir las latas de cerveza cuando llegó por el pasillo una chica con sus pasajes en la mano buscando un asiento.

Los jóvenes más atrevidos, o los más borrachos, le gritaron que era ahí, que se sentara con ellos. Uno se levantó para cederle su asiento con una cortesía sobreactuada y la chica respondió sonriendo y explicando que en realidad creía que se había equivocado de vagón. Los jóvenes no parecieron escucharla y le hablaban todos a la vez. Uno le quitó el bolso que cargaba en un hombro y lo aventó hacia el portaequipajes, encima de los asientos. Otro le quitó el abrigo y lo fue doblando de cualquier manera mientras le decía que no se preocupara, que se sentara con ellos, que la iba a pasar mejor ahí y no sé que otras miles de cosas que apenas entendí, porque sonaban como el ruido de una ametralladora desbocada.

La chica parecía desorientada e indefensa. Pero se dejó hacer y en un momento ya estaba sentada ahí con una cerveza en la mano. Los jóvenes se le acercaban más de la cuenta y uno de ellos hasta le puso una mano en la rodilla como si tanteara un territorio por conquistar. La chica se tomó de un solo golpe media lata de cerveza y se instaló a conversar, mostrándose cómoda entre las risas y los comentarios que le llovían de todas partes.

Me desentendí de la escena por un rato. Escuché en mi ipod una lista en la que había reunido siete versiones de una misma canción que me había acompañado en una época en la que las distancias me importaban más y los viajes me destruían el ánimo. Cuando la música terminó de sonar yo estaba lejos, en otro país y en otro tiempo, y me costó volver a enfocar la escena que tenía enfrente. Los jóvenes habían comenzado a hablar en un tono más íntimo. Parecían estar jugando un juego desconocido para mí. Sólo escuchaba las frases que me sonaban como apuestas y no podía ver sus gestos ni sus caras. Hasta que uno de ellos se puso de pie y la sonrisa que vi en su cara me pareció siniestra. No tengo otra palabra.

La chica se levantó de su asiento como si obedeciera una orden. No sé cómo describir la cara que tenía. No era miedo. O al menos eso preferí pensar en el momento. Creí haber visto más bien una cara casi inexpresiva en la que, sin embargo, podía intuirse una rigidez que bordeaba el pánico pero que podía ser resignación, entrega, anticipación de un deseo por venir. ¿Cómo saber? ¿Cómo saber qué leer cuando vemos una cara ajena que se expresa en gestos que no nos resultan familiares? ¿Leemos lo que esa cara expresa o leemos nuestros propios miedos?

El punto es que la chica se levantó y yo la vi pasar delante de mí como en cámara lenta. Va al baño, pensé. Usaba unas medias negras de esas que todas las niñas se ponen ahora, muy gruesas y al mismo tiempo transparentes. Tenía un vestido que podía ser fácilmente confundido con una camisa larga y un sweter más bien liviano, pegado al cuerpo, abotonado por delante. En fin, iba vestida como casi todas las adolescentes en estos días. Sólo que ella parecía estar más cerca de los treinta que de los veinte. Es una gente grande, pensé.

Detrás de ella se fue el joven que se había levantado antes para darle el asiento. Lo vi pasar sin querer mirarlo. Pero sentí un escalofrío con sólo adivinar sus gestos, la velocidad de su impulso que le daba un aire de predador alerta. El susto se me ahondó más tarde, cuando un segundo joven se avalanzó por el pasillo. Todo se quedó quieto y en silencio por un par de minutos. No hubo ruidos ni forcejeos audibles por un rato. Pero luego se oyó como si algo muy pesado cayera de pronto al suelo. Entonces los otros jóvenes que se habían quedado bebiendo en la mesa a dos filas de mi asiento comenzaron otra vez a hablar alto y a reirse a carcajadas.

Abrí el libro que tenía delante y traté de leer. Las palabras en español me ayudaban a entrar en una dimensión distinta donde podía borrar los sonidos de otros idiomas y los acentos y las bromas incomprensibles. Me repetía las frases dos, tres veces, como si me enfrascara en una oración antigua, como hacía cuando era adolescente y trataba de aprender de memoria los poemas que más me gustaban para repetírmelos en las largas noches de insomnio. Trataba de hacer tiempo, de no pensar, de volverme invisible. Para evitar cualquier sospecha, me puse otra vez los audífonos aunque el ipod estuviera apagado.

Por encima de los chistes y las risas que iban y venían como olas lentas se oían cada tanto ruidos de golpes. Creí escuchar también quejidos y forcejeos. Pero a esas alturas me parece que ya estaba dejando que mi imaginación armara por su cuenta una historia de la que yo no era ya un testigo válido. No podía concentrarme en el libro que tenía enfrente y tampoco aislarme en la música con el volumen a todo dar. Me pareció que un siglo entero se amontonaba en ese solo instante.

La chica regresó unos minutos después y pasó de largo por el grupo de jóvenes. Parada en el pasillo levantó los brazos para recoger su bolso y su abrigo y siguió silenciosa hacia el otro extremo del vagón. Uno de los jóvenes le hizo un par de preguntas. Los otros trataron de reirse y ofrecerle algo más de beber. Pero todos se quedaron mudos cuando vieron llegar a los otros dos, magullados y doloridos.

La voz del operador anunció que estábamos llegando a la estación en la que debía bajarme. Aproveché el asombro silencioso de los jovenes que todavía miraban hacia la puerta por donde ella se había ido y casi agachada salí por el pasillo en dirección contraria, sin hacer ruido. Antes de bajarme del tren noté una gota de sangre en el piso, frente a la puerta del baño.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.