Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

domingo, 26 de mayo de 2019

Monumentos


Al principio era solo una piedra. Alguien se acordaba y ponía una piedra al lado del camino o debajo de un árbol. En ese lugar donde habíamos visto morir a un valiente. O donde había agonizado por tres días la más atrevida de las guerreras. Después alguien más ponía flores, otra piedra, un pedazo de madera que parecía una cara llorando. Un devoto prendía una vela. Una curandera dejaba un manojo de hierbas amarradas. Así fueron creciendo los monumentos. Cada tanto pasábamos delante de ellos, porque en la guerra nos movimos muchas veces en círculos. Cada vez eran más grandes los lugares que reservábamos a la memoria. Los niños jugaban a poner piedritas en los bordes y se aprendieron las canciones que le cantábamos cada uno de los caídos ilustres. Cuando no había flores aparecían espigas. Cuando no había velas se prendían tizones que la brisa apagaba en un instante. Dejábamos monedas que habíamos encontrado en otra parte. Billetes inservibles. Por mucho tiempo lanzamos las ofrendas casi al paso, sin detenernos mucho. Pero cuando la guerra fue agarrando un ritmo más pausado, hubo tiempo para pararse a pedir por una jornada mejor que la del día anterior. Inventamos oraciones que parecían más bien refranes. Frases cortas y rimadas que podíamos recordar sin hacer mucho esfuerzo. Algunos todavía se hacían la señal de la cruz en el pecho y bajaban la frente mostrando devoción y respeto. Pero la mayoría se quedaba nada más mirando aquella acumulación de objetos que iba creciendo a medida que la fe nos abandonaba. Miraban largo y pedían corto. Que deje ya de llover. Que comamos completo una vez al día aunque sea. Que no haga tanto calor. Que me deje ya de doler la barriga. Que las balas del enemigo no me alcancen. Que se acabe de una vez esta maldita guerra. Amén. 

viernes, 24 de mayo de 2019

Silencios


Sentíamos debilidad por las voces engoladas y los discursos solemnes. Cargábamos encima una larga historia de oradores de lengua dominguera y narradores que andaban por la vida con una tribuna bajo los pies. Éramos incapaces de aceptar ninguna idea que no viniera envuelta en el celofán de una retórica tiesa, erecta, viril. Las voces menores nos resultaban sospechosas. Todo lo que no se enunciara desde lo alto y a voz en cuello nos parecía poco digno de ser escuchado. Sólo oíamos lo enfático, lo ditirámbico, lo estruendoso. Cada uno de los líderes que arrastraban multitudes entendieron bien ese gusto por el énfasis. Hombres todos ellos, que fueron imitados en cada espacio y a todos los niveles, desde las juntas de condominio hasta la corte suprema. Quien hablaba en público tenía que atenerse a las reglas o arriesgarse a no ser escuchado. Entonces estalló la guerra y el ruido vino de otra parte. Los gestos se redujeron a señas básicas. Me duele aquí. Tengo hambre. Me dieron. Sigan sin mí. Nos vemos más tarde. Las palabras se volvieron urgentes y se despojaron de toda vestidura. Lo superfluo fue la primera víctima de la violencia desatada. Así como andábamos con lo puesto, empezamos a hablar nada más lo indispensable, con las palabras más simples. Lo inmediato se nos instaló en el léxico. Las frases se nos quedaron descalzas. Los argumentos se nos secaron a la intemperie. Nuestro arco narrativo se volvió una línea plana. La secuencia era simple: había un antes; queda un ahora. Se nos borró el tercer acto. Nos volvimos incapaces de imaginar lo que venía después. Nos instalamos en un presente continuo en el que brotaron como hongos las malas palabras, las maldiciones, los conjuros. Desbaratamos los chistes hasta que dejaron de darnos risa. Inventamos noventa formas de decir ya basta, como dicen que hay más de cien maneras de nombrar la nieve entre los moradores del polo norte. Convertimos el rumor y el cuchicheo en un arte. La media voz se volvió el tono más natural. Dejamos de cantar las canciones de cuna con la música del himno nacional, porque la épica nos quedaba grande. Nadie podía subirse ya en ningún pedestal. Nos quedamos a ras de suelo por los caminos, con nuestras lenguas de trapo. Susurrando, cuchicheando, murmurando. Más allá no nos esperaba nada más que el puro silencio.  

jueves, 23 de mayo de 2019

Heridas


Dejamos de contar las cicatrices. Sabíamos que era un privilegio haber sobrevivido a tanta herida. Cada vez que la piel se nos abría, que la sangre se nos desbordaba en ríos pegajosos y las entrañas se nos salían de sus cavidades tibias mirábamos de frente a la muerte. Salvarnos de ese encuentro resultaba cada vez más difícil. Habían pasado ya los tiempos en los que tuvimos gasas y vendas. Suturas. Alcohol de la peor calidad, pero alcohol al fin. Muy pocos analgésicos. Antibióticos nunca. Al final cada cuerpo tenía que curarse solo. El dolor nos definía más que el nombre propio. Los que sobrevivimos coleccionamos historias de cada una de las marcas que nos puntuaban la piel. Y, como en las películas que habíamos visto un siglo atrás, a veces nos sentábamos a la luz de una lámpara a contarnos la historia de la bala que nos rozó la cadera, el punto exacto en el que nos estalló un perdigón a quemarropa, la esquirla de metralla que todavía llevamos en el hombro. Pero cualquier inventario de dolores se precipitaba siempre hacia el recuerdo de las heridas que nunca sanaron y de los caídos que murieron por ellas. Terminamos recordando mejor las heridas que las caras. Los muertos ya no se llamaban Juan o Lucía, Diego o Manuela, sino el que quedó tendido con un tiro en la nuca, la que se derrumbó después de que una ráfaga le partió en dos la espalda, el que cayó de lado y se quedó como dormido con las piernas encogidas y la cabeza colgándole de un hilo, la que estalló en pedazos al encontrarse de frente con una granada de mano. No nos hacía bien recordar tanta sangre. Y al mismo tiempo nuestra memoria ya no retenía otros recuerdos. Esos cuerpos destrozados que vivían tercos en nuestra memoria nos obligaban a seguir viviendo. Nos impedían olvidar que ahora luchábamos por ellos más que por nosotros. Nos habíamos convertido en el brazo ejecutor de todos los caídos. Éramos los vengadores de las heridas que nunca se cerraron. Dibujamos con nuestras cicatrices un círculo cerrado en el que sólo tenía cabida la venganza. Y el asombro de seguir vivos se nos hizo cada vez más amargo. 

miércoles, 22 de mayo de 2019

Espinas


Puestos a destruir lo destruimos todo. Las familias se desintegraron. Las parejas duraban apenas hasta el amanecer. Los padres se negaban a aceptar que esos hijos eran suyos. Las madres dejaban a los niños realengos o en manos de cualquiera que quisiera hacerse cargo. No era raro ver bandas de muchachitos abandonados a su suerte que se juntaban para sentirse menos solos. Dejamos atrás a los viejos y por las noches, mientras luchábamos contra el insomnio o nos dejábamos caer sin resistencia en el sueño profundo, nos permitíamos un minuto de culpa. Quedaron en pie algunas amistades, que se alimentaban de las rutinas, de la necesidad de guardarse las espaldas, de la conversación a media voz a las desordenadas horas de llevarse a la boca algo de comer. Pero más que todo nos volvimos extraños. Lobos solitarios que cazan en manada y después se dispersan. Nos volvimos ariscos. Sobre todo de día. Si alguien se nos acercaba demasiado por un tiempo que nos parecía más largo que corto, nos volvíamos erizos, anguilas, puercoespines. Siseábamos como las serpientes antes de atacar. Cascabeleábamos. Anunciábamos ruidosamente que no teníamos espacio para darle refugio a otra soledad que no fuera la nuestra. Pero algunas noches el frío o el miedo podían más. Entonces nos acurrucábamos en grupos sin pie ni cabeza. Nos volvíamos un todo indiscernible. Un apelotonamiento de nalgas y talones. Ronquidos, quejidos, murmullos, tripas ronroneando. Calor humano. Las noches se convertían entonces en lugares en los que era posible espantar la soledad. Y salíamos de esos encuentros con las espinas rotas. Listos para enfrentar otra jornada destruyéndolo todo sin descanso. 

martes, 21 de mayo de 2019

Trapos


Al final usábamos harapos, trapos sobre trapos. Inmundos todos. Indistinguibles. A veces podíamos lavarlos en los chorrerones que bajaban del cerro. Pero el resto del tiempo se nos pegaban de la piel acumulando tierra, sudores, orines, sangre seca. Más que con ropa, íbamos vestidos con las sustancias que excretaban nuestros cuerpos y los de los demás. Vivos y muertos. Te limpias el primer rastro de carne ajena que te cae en el pantalón. Te secas las manos en la manga para poder agarrar bien el fusil o la lanza. Ya después dejas de darte cuenta. Te miras las uñas y no te acuerdas del tiempo en que estuvieron limpias. Ya no nos desatamos las trenzas ni nos pasamos los dedos entre los pelos mugres. Nos afeitamos a veces con los cuchillos afilados. Pero ya no tenemos ánimo de mirarnos las axilas ni de escudriñarnos la piel para decidir si eso que tenemos detrás de la rodilla es un morado que quedó de un golpe o una mancha de sarna que empieza a crecer. Todo pica y nos rascamos con saña o al descuido, de día y de noche. Imaginamos piojos y garrapatas que a veces se vuelven reales y nos caminan por las pantorrillas o dentro de las orejas. Espantamos las moscas que nos quieren comer vivos antes de tiempo. Tratamos de mantener los zapatos en su sitio amarrándolos con cuerdas, retazos, pedacitos de alambre. Es fundamental tener por lo menos una suela entre los pies y el terreno siempre lleno de piedras, vidrios, casquillos, clavos. Restos pequeños que cortan y penetran. Algunos han logrado conservar las gorras, uno que otro sombrero. Pero están en el colmo del desgaste porque han pasado de mano en mano como monedas romas. Sirven para los trueques cuando el sol aprieta y para enfrentar la lluvia, que cuando arrecia nos hace perder toda esperanza.

lunes, 20 de mayo de 2019

Palabras


Por un tiempo creímos que bastaba con nombrar de otro modo lo que existe. Usábamos el lenguaje como un arma arrojadiza. Jabalina, lanza, flecha. La palabra era el hacha con la que nos abríamos camino en medio del matorral de la realidad. Llamamos libertad al odio visceral que nos invadió las entrañas. Al desprecio lo llamábamos civilización y barbarie a todo lo que no fuera exactamente como nosotros. Invocábamos la ley a cada paso, pero dejamos de creer que cada ser humano es inocente hasta que se pruebe lo contrario. Al contrario. Condenamos a todo el que estuviera en la trinchera opuesta sin detenernos a considerar atenuantes. Nunca admitimos que juzgábamos sin pruebas, que nuestros juicios eran expeditos y sumarios. En el mundo dividido a ultranza en el que vivíamos, ellos eran los únicos que cometían injusticias. Hasta que nos vimos obligados a aprender que toda arma arrojadiza puede devolverse como un boomerang y golpearnos en la frente con la fuerza de nuestra propia furia. Palabras como culpa o enemigo. Odio, venganza, orgullo, responsabilidad. Patria. Justicia, sobre todo justicia.  

domingo, 19 de mayo de 2019

Quebradas


El bosque sirve para perderse. Para pasar días a la sombra y descansar de la resolana. En el bosque el viento habla entre las ramas y dice corre, corre, corre. Hasta que llegamos a la quebrada transparente que se lanza sin pudor piedras abajo. Entonces dejamos de escuchar al viento y son las piedras o más bien el agua sonando entre las piedras la que nos dice cosas. Déjate estar, dice el agua, y te muestra el cielo. Abierto en ese claro del bosque en el que no hay casi árboles. Mira, dice el agua. Y con los pies y la cara empapados nos echamos sobre las lajas más grandes a mirar el cielo, a escuchar el agua y el viento. A olvidarnos por un rato de la guerra que sigue en otra parte. 

viernes, 17 de mayo de 2019

Muertos


Fueron tantos los que quedaron en el camino. Tantos los que se desangraron en las aceras. Fueron tantos los que no pudimos enterrar. Tantos los que terminaron en fosas sin nombre. Tantos los que se volvieron alimento de pájaros carroñeros y otras bestias. Tantos cuyos huesos pelados están todavía secándose al sol en medio de los campos. Vimos a tantos abrir los ojos desmesuradamente antes de tragarse la última bocanada de aire. Morir es siempre una sorpresa y un pánico reconcentrado y un alivio. Llegar al fin al punto en el que nada más va a pasar, ni el ruido del mundo, ni la saliva en la lengua, ni el sonido de las tripas con hambre, ni la piquiña entre los dedos. Alcanzar ese punto en el que la existencia se detiene. Morir es lo imposible. Y han sido tantos los muertos que a veces, en las noches, cuando estamos a punto de cerrar los ojos nos preguntamos si no estamos nosotros también todos muertos.

jueves, 16 de mayo de 2019

Refugios


Nos fuimos desperdigando para distraerlos. Algunos nos quedamos en los restos de pueblos que íbamos encontrando en el camino, sin saber si podíamos engañarlos haciendo como si nadie estuviera viviendo en esas ruinas. Nos volvimos expertos en habitar las casas muertas, en apagar a tiempo toda hoguera, en distraer a los niños para que no lloraran, en callar a los perros, en desaparecer todo vestigio de vida si hacía falta. En esas treguas hallábamos refugio. Un lugar donde escondernos de la resolana o de los insistentes aguaceros. Un rincón donde juntar los trapos, donde poner los huesos y asentar la cabeza. Una esquina quieta donde sentarnos a pensar o a cantar bajito una canción de cuna. A veces encontrábamos restos de velas o lámparas de aceite intactas. Entonces podíamos alumbrar las madrugadas y cuando todos los niños estaban ya en el quinto sueño, los adultos contábamos historias. A nadie le gustaban los cuentos de la guerra. Nos dormíamos más bien recordando esos tiempos en los que no era necesario pensar dónde íbamos a estar al día siguiente. Cuando los escuchábamos venir, con el oído puesto en la tierra, sabíamos que teníamos el tiempo justo. Cargábamos con niños y morrales, animales y cestas. Desaparecíamos en el monte sin dejar rastro. Los convoyes pasaban con su ruido de guerra, arrogantes, blindados, pesados como barcos, dejando en el camino un reguero de latas. Registraban las ruinas en busca de señales. Si teníamos suerte, a veces ni se molestaban en quemar los techos que quedaban en pie. Y dejaban intactas las ventanas, aunque destrozaran con saña cada puerta.

miércoles, 15 de mayo de 2019

Modas


Mucho antes de que estallara la guerra los más viejos habíamos perdido el sentido del ridículo. Nos vestíamos como podíamos con lo que teníamos. No nos importaba el largo de los pantalones, ni el ancho de las camisas, ni la talla exacta de los zapatos, ni el alto de las medias. Dejamos de notar lo largo del pelo y salíamos a la calle sin preocuparnos por mantener nuestra cabeza en orden. Pero los jóvenes seguíamos haciendo un esfuerzo y nos negábamos a aceptar que ya era imposible mantener un balance, cierto equilibrio. Seguíamos cultivando un estilo propio. Porque el sentido de la novedad, lo que se llamaba antes la moda, eso sí había quedado en el limbo de las vallas y los anuncios publicitarios que seguían de pie al borde de las autopistas y las carreteras, palideciendo y desconchándose bajo el sol o la lluvia, hasta que no quedaba nada más que una superficie devastada en la que a veces asomaba un ojo insomne. Aún así, teníamos todavía energía para criticar a los viejos cuando no se molestaban en combinar los colores como es debido o juntaban cuadros y rayas en un solo atuendo disparatado. Nos burlábamos de su modo de abrigarse cuando hacía más bien calor, de su empeño en usar medias con zapatos deportivos, de la insistencia en ponerse bufandas o corbatas que no tenían nada que ver con el trópico. Los regañábamos como si fueran niños cuando se empeñaban en usar suéteres o chaquetas para salir a la esquina. Pero, sobre todo, nos negábamos a acompañarlos si no se habían peinado bien o si no se recogían las greñas de alguna manera. Cuando la guerra hizo que todo se volviera escaso, nos tocó el turno a nosotros. Porque no estábamos realmente seniles, sino que nos habíamos dado cuenta de que era inútil luchar contra lo que se veía venir. Ahora somos los viejos los que nos burlamos de los zapatos demasiado grandes y de las pepas que no combinan con las flores. A veces, sólo por ejercer una mínima venganza, nos negamos a caminar junto a los que no tienen nada más con qué taparse que un pantalón raído o una franela transparente de vieja. Péinate, les gritamos desde el borde del camino. Recógete esas greñas, les decimos cuando se levantan del petate con el estómago vacío. Y ellos se acuerdan. Por supuesto que se acuerdan. Pero nos miran de reojo como si nunca antes hubieran sido crueles.  


viernes, 3 de mayo de 2019

Juegos


Cuando queríamos distraernos dibujábamos en la tierra un tablero y recogíamos piedras claras y oscuras. Jugábamos a las damas con los niños que saltaban de alegría cuando una de sus piezas llegaba al otro lado y podía convertirse en reina. Entonces el juego se salía del tablero y empezaba la caza de la piedra reina. Subíamos y bajábamos por los montes. Nos asomábamos ávidos a las quebradas. Corríamos barranco abajo con los perros. Asustábamos a las gallinas y a los chivos. Y regresábamos de aquellas excursiones con la cara iluminada y los bolsillos llenos de guarataras reinas. Coronábamos la esquina en medio de una algarabía desproporcionada, y pretendíamos seguir jugando a las damas por un rato más. Pero sabíamos que el ánimo nos volaba en carreras hacia el monte. Entonces los grandes y los pequeños, los viejos y los jóvenes, jugábamos a perseguirnos o a ser perseguidos. Una mano en la espalda o en el hombro liberaba al perseguidor de su tarea y convertía a un perseguido en el próximo verdugo. Fijábamos taimas en los árboles o en las enormes piedras que habían bajado del cerro en el último deslave. Una cadena humana podía salvar a un niño en peligro, siempre y cuando al menos una mano o un pie estuviera en contacto con la taima. Corríamos gritando como locos entre los árboles y las piedras. El miedo a ser tocados se parecía tanto a otros miedos antiguos cuando cada huida podía ser la última, pero duraba apenas unos pocos segundos. Terminábamos siempre tirados en el monte. Agotados y sedientos. La última carrera era hasta el chorrerón más cercano. El agua cristalina nos borraba el sudor y los malos recuerdos.  

jueves, 2 de mayo de 2019

Norte


El grupo que escapó por el norte no era grande. Nadie nos perseguía. Por eso pudimos atravesar el cerro sin apuro, por el camino de los españoles, dejando que los niños se pararan a jugar en el camino. Hacíamos pausados campamentos por las tardes y en las mañanas tardábamos en recogerlo todo y apenas nos decidíamos a volver al camino cuando el sol estaba ya bastante alto. Bajamos la guardia. Habíamos vivido demasiado tiempo con los nervios a flor de piel y la caminata lenta por el medio del bosque nos hizo recordar que había otra vida. Nos deteníamos a hablar con los campesinos que aceptaban los trueques. Seis huevos por una linterna. Una gallina por un viejo casco de motocicleta. Teníamos la decencia de pedirles permiso si íbamos a quedarnos por la noche en sus tierras. No sospechábamos de ellos y ellos no parecían sospechar de nosotros. Arriba en el cerro la guerra no existía. Comenzamos a bajar despacio al otro lado, siguiendo la vía más ancha cada vez que nos encontrábamos con una encrucijada. Cuando vimos el mar desde lo alto supimos que no había marcha atrás. Y aún así nos quedamos un par de noches más en la montaña escuchando el canto de las lechuzas. No sabíamos qué nos esperaba una vez que nos diéramos de frente con el mar. Toda orilla es una frontera y toda frontera es una herida. Desde el último campamento que hicimos en el monte contemplamos las olas con las que habíamos soñado tantas veces. Esa noche soñamos con barcos. 

miércoles, 1 de mayo de 2019

Descampado


Pelear al descampado no es lo mismo. En la ciudad teníamos puertas y ventanas, paredes sólidas, torres, platabandas, escaleras. Podíamos cruzar una esquina, parapetarnos detrás de muros de concreto. En la ciudad todo era vertical y sólido, hasta que logramos golpe a golpe que se desvaneciera en el aire. Y cuando nos encontramos peleando en los caminos, al borde de los ríos, al pie de las montañas, tuvimos que aprender otra vez cómo hacernos la guerra. Al principio éramos tan vulnerables que la intemperie nos parecía un enemigo más feroz que los que venían detrás, persiguiéndonos sin descanso. Pero los cuerpos tienen una memoria ancestral y expuestos a los elementos recobran su conciencia de animales. Sólo hay que dejarlos ser y seguirles la corriente sin oponer resistencia. Fueron nuestros cuerpos los que nos enseñaron a dormir con una oreja pegada en el suelo. A reconocer los ruidos amenazantes y a distinguirlos de los sonidos buenos. El murmullo del agua, por ejemplo. Aprendimos a oler al enemigo, la cabeza en alto de cara al viento. Y supimos bien pronto que ellos también estaban aprendiendo. Pero ya no nos trenzábamos en combates cerrados. Descubrimos el tiempo breve de la escaramuza y el ataque sorpresa. La noche se volvió tiempo de revanchas. Durante el día continuaba la fuga, aunque a veces no supiéramos si ellos seguían detrás o ya iban al frente, huyendo como nosotros de la guerra, para que la muerte no nos alcanzara.


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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.