Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

domingo, 30 de diciembre de 2012

El ruido y la risa

(Estoy escribiendo un cuento que empieza así...)


El momento más emocionante de su llegada era cuando abría las maletas y podíamos ver que estaban llenas de los paquetes rojos que habíamos visto todas las navidades. No eran regalos. Eran triquitraquis en docenas apretujadas. Los niños del pueblo los prendían de uno en uno. Pero el tío Luis los encendía todos de una vez, desenrollando la mecha larga que ataba las dos docenas de cada paquete. Entonces el patio o la sala se llenaban de explosiones repetidas tratatatatatatrat, de humo, de saltos y de gritos. Y el aire se inundaba del olor de la pólvora mientras el tío Luis salía por una puerta trasera o se acurrucaba en un rincón muerto de risa.


(Continuará...)
.
.
.

viernes, 30 de noviembre de 2012

Texto pendiente

(Ni siquiera tengo una línea pensada para el cuento de este mes, pero ya se me ocurrirá algo... lo siento: última semana de clases!)

martes, 30 de octubre de 2012

Los caminantes del laberinto

(Estoy escribiendo un cuento que empieza así...)

Al cruzar por tercera vez a la izquierda tuvo la clara intuición de que estaba dentro de un laberinto. Recordó a Borges –¿cómo no?– y sacudió de su memoria la imagen de una pesadilla recurrente en la que andaba durante horas por pasillos sin fin. Los números en las puertas le daban una precaria sensación de avance, o más bien de retroceso: 16, 15, 14, 13... Buscaba la sala 05. En la sala 10 se acababa un pasillo y no había ningún otro a la vista. Sólo le quedaba retroceder. Una sensación de extremo cansancio se le vino encima justo antes de que los viera llegar por el mismo camino que había recorrido.

(Continuará...)

viernes, 28 de septiembre de 2012

Sin traducción

(Estoy escribiendo un cuento que empieza así...)

Saludó al entrar. Siempre lo hacía sin importar si el grupo que estaba ya dentro de la sala le respondía o no. Tenía el aire distraído de quienes están muy seguros de sí mismos o son tan inseguros que ya les da lo mismo. Se sentó en la silla que estaba a mi lado y me sonrió con una amabilidad cansada. Cuando terminó de quitarse el abrigo, la bufanda y los guantes me dijo en un susurro, ¿supiste?...

(Continuará...)
.
.
.

jueves, 30 de agosto de 2012

Seis tazas



Era una de esas cenas en las que el compromiso y la amistad intentan confundirse. Habíamos hablado de todo un poco, como se suele hacer entre colegas. Pasamos revista a los temas habituales: el clima, la política local, los viajes, las distintas razones para el destierro, las curiosidades de los tres o cuatro idiomas que hablaban los comensales. Cada uno había contado sus pequeñas anécdotas, no muy íntimas y sin embargo ligeramente personales: algún sueño, un recuerdo remoto de infancia, esas cosas. Pero, como es inevitable en cenas que no son ni de familia ni de negocios, siempre llega un momento en el que se acaban los temas.

Por suerte, esta vez ese momento de silencio incómodo llegó cuando estábamos al final de la comida. Nos salvó el ritual de levantar los platos y desocupar la mesa para hacer espacio para el té. El anfitrión trajo una bandeja con la tetera humeando. La anfitriona ofreció una caja con seis tazas, cada una de un color y textura distintos. Me pareció curiosa la idea de permitir que los comensales eligieran su preferida. Entonces sugerí inventarle una historia a cada taza, por puro amor al juego y para superar el silencio que parecía instalarse en medio de la noche.

Sin que nadie me dijera que estaba de acuerdo con la idea me lancé a inventar una teoría de las preferencias, tomando en cuenta los colores y las texturas. Especulé con el tiempo y con el espacio, afirmando que algunos colores sugerían el deseo de quedarse, mientras otros apuntaban hacia la necesidad de irse siempre, de no hacer nido. Hice algunas suposiciones tomando en cuenta las líneas vitales, los distintos momentos de la existencia: los que eligen los colores vivos podrían ser los que se quedan detenidos en la infancia, los que prefieren los azules están estancados en la adolescencia; los que se deciden por los tonos ocres han aprendido a crecer y aceptan la edad adulta cuando llega y quienes prefieren los colores más oscuros sólo maduran cuando atraviesan un trauma que los obliga a actuar según su edad.

Seguí hablando sin que nadie me interrumpiera, mientras el té se hacía. En el impulso de mi perorata no me di cuenta de que nadie se atrevía todavía a elegir una taza. Diserté sobre la gama de colores que podría tener que ver con la posición en la familia, si eres hermano mayor o menor, por ejemplo; expuse distintas opciones que vinculaban las texturas con el modo de relacionarse con los demás en la amistad y en el trabajo, con la capacidad de plantearse metas o la imposibilidad de perseguir los sueños. Hablé sola como loca por un rato largo, sin que me importara mucho estar aburriendo a todo el mundo.

Pero no podía soltar el tema hasta que hubiera puesto al menos un ejemplo. Es uno de esos malos hábitos que arrastro desde que me ganaba la vida en un salón de clases, por más que trato de evitarlo, el tono didáctico se me sale a veces. Así que dije, por ejemplo, esa taza de vetas amarillas y fondo marrón podría representar el pasado que vuelve. La anfitriona ya tenía en sus manos la taza y la puso sobre la mesa cuando comencé a hablar de ella. El fondo marrón es el presente, el día a día, la vida cotidiana. Las vetas amarillas, que parecen surgir desde abajo, como raíces que salen a respirar al aire, representan los traumas del pasado que de pronto afloran interrumpiendo la vida, haciendo que recordemos un tiempo pasado, una nostalgia, una culpa, un arrepentimiento.

Seguramente dije alguna otra cosa y pasé a continuación a hablar de la taza oscura, casi negra, que había elegido otro de los comensales. Yo no lo conocía mucho, sólo había estado en un par de comidas con él, pero lo había oído hablar de sus viajes y de los lugares a los que quería ir, así que me pareció divertido hablarle del futuro. La taza negra, dije, podría representar la incertidumbre de lo que está por venir, el destino que nos aguarda sin que podamos presentirlo. Ya iba a lanzarme a hablar de los imponderables, de las coincidencias inevitables, de las formas que toma la providencia, cuando la anfitriona me interrumpió con su voz bajita, casi en un susurro.

–Yo no tengo nostalgias –dijo–. Pero culpas sí.

Todos la miramos asombrados. Apenas había intervenido en las conversaciones de la cena. Sólo habló para responder preguntas directas acerca los platos que estábamos comiendo. Era una de esas personas que prefieren observar en lugar de participar. Y hasta el momento del silencio que me obligó a inventar el juego de las tazas todos estábamos conversando con tanto ánimo que apenas quedaba lugar para sus tímidas sonrisas y sus amables gestos. Se había limitado a preguntar si queríamos más, si pasaba la ensalada, si era necesario cortar más pan. Por eso su frase tuvo la resonancia de una revelación íntima y no supimos qué hacer con ella.

Yo me mordí la lengua y secretamente comencé a arrepentirme de haber tenido el atrevimiento de jugar con las intimidades ajenas. Ese es otro defecto que cargo conmigo desde mis años de docencia, se me olvida que la gente se toma en serio lo que digo. Siempre he pensado que basta con que diga las cosas en cierto tono, con cierta sonrisa tenue, para que se entienda que estoy jugando. Pero cuando trato de hacer eso en un idioma que no es el mío nunca me sale bien. No logro el efecto de la ironía cuando hago la traducción simultánea de mis propios pensamientos. Y la gente me toma siempre mucho más en serio de lo que quisiera.

–Mi culpa es haber dejado solos a mis padres cuando me rogaron que no me fuera –dijo, sin que nadie se hubiera atrevido a hablar.

Su marido nos miró a todos con un aire de vergüenza ajena y comenzó a hablar en un tono más alto de lo necesario sobre la mezcla de té que estaba sirviendo en ese momento. Comentó que llevaba un punto de Assam, pero que era sobre todo Nilgiri. Explicó que la mezcla de los dos tipos de hojas producía un efecto fuerte pero refrescante, más dulce que amargo, que el resultado había sido considerado extraordinario por algunos catadores de té y que se había creado toda una asociación de cultivadores para elevar la calidad del producto. Siguió hablando sobre las distintas regiones de la India en las que se cultivaban los distintos tipos de plantas, pero ya nadie estaba escuchando. Todos mirábamos nuestras tazas, amarillas o azules, ocres o negras, preguntándonos si tal vez nuestra elección había sido equivocada. Al menos yo miraba el líquido marrón en el fondo de la taza como preguntándome por las desgracias que me deparaba el futuro o por los inevitables errores del pasado.

Cuando ya nos poníamos los abrigos y nos amarrábamos al cuello las bufandas para salir al frío de la noche alguien le puso la mano en el hombro a la anfitriona y le dijo algo en francés que no entendí. Ella me miró con una especie de asombro y construyó para mí una sonrisa amable o, más bien, condescendiente. No me hagas caso, le dije, adivinando que hablaban de mis impertinencias. Siempre hablo más de la cuenta, murmuré mientras le daba los dos besos de despedida que se acostumbran aquí. No te preocupes, me dijo en un susurro, con la misma sonrisa. Mis padres murieron hace tiempo.
.
.
.
 

jueves, 16 de agosto de 2012

Reciclaje




La mujer está parada en la acera y arma un cigarrillo con un papel cualquiera. Parece ser un pedazo de papel de revista o de periódico. Desde donde estoy mirándola se ve claramente que no es papel de cigarrillos, porque tiene letras y números y colores apagados. La miro desde el piso de arriba de un autobús detenido en el tráfico. La ciudad está llena de turistas y una vez más han cambiado el flujo de las calles, el tiempo de los semáforos, los cruces de peatones, porque el festival pone todo patas arriba cada agosto. Por eso el autobús está detenido en la calle y yo puedo mirar desde arriba a esta mujer que arma con parsimonia un cigarrillo.

Sin hacer mucho esfuerzo puedo ver el borde negro de sus uñas, las manchas amarillas de nicotina en los dedos. No creo estar imaginando el leve temblor en las manos, aunque se lo atribuyo a una ráfaga de viento helado. La mujer está cubierta apenas por una franelilla de tela muy delgada que deja afuera los brazos pálidos. Lleva jeans apretados, creo. Pero no es su ropa lo que en realidad me llama la atención, sino su pelo recogido en apretadas trenzas que le cruzan el cráneo y que desde arriba se ven como cadenas montañosas de un mapa fantástico.

El autobús avanza medio metro, haciendo un chillido de impaciencia, y por un rato dejo de mirar a la mujer y me concentro en el libro que estoy leyendo en el iPod. Leo un cuento sobre un exiliado que regresa a Bulgaria, su lugar de origen, a encontrarse con una culpa vieja. Me concentro por un rato en el final de la historia, trato de no elegir ningún lado porque cada personaje parece tener un buen motivo para hacer lo que está haciendo. Cuando llego a la última línea vuelvo a mirar hacia afuera. La mujer sigue armando su cigarro y el autobús no se ha movido ni un milímetro.

Entonces la veo agacharse a recoger algo del piso. Con sus dedos amarillos deshace la colilla que acaba de escoger del montón que se esparce alrededor de un basurero. Hay por lo menos cincuenta cigarros apagados en el piso. Sus largos varían desde casi medio cigarrillo hasta colillas que fueron apagadas más allá del filtro y apenas abultan contra la acera. La mujer se agacha otra vez. Su cigarro está casi completo pero parece necesitar una pizca más de tabaco. Hace malabarismos para que el viento no se lleve las diminutas hojas que ha acumulado con tanto esmero.

Cuando sus dedos sienten el grosor necesario, calculado a base de una práctica que seguramente lleva años, la mujer pasa la lengua por el borde del papel y cierra con un movimiento experto el pitillo. Entorcha uno de los lados primero y luego apenas el otro. Se pone el cigarrillo en la boca y se palpa los bolsillos del apretado pantalón. Antes de que el autobús arranque la veo pedir fuego a un hombre que pasa, con un gesto tal vez reconocible en el mundo entero.
.
.
.

viernes, 29 de junio de 2012

Tinta verde sobre fondo blanco



A María Teresa Vera

Sin embargo no fue eso lo que más me llamó la atención. Había estado mirando el ir y venir del abanico blanco desde que el tren salió de la Avenida Carrilet y casi me había acostumbrado a aquel objeto insólito. Íbamos ya por Santa Eulalia cuando la mujer sacó un bolígrafo verde y comenzó a escribir sobre la piel blanca del abanico desplegado. Al principio me pareció una excentricidad o un desperdicio.

Podía verse de las dos maneras. Aquella mujer, que seguramente acababa de comprar un impecable abanico blanco, decidía en un impulso para mí incomprensible mancharlo con un bolígrafo verde, escribiéndole encima. Pero eso no fue lo que más me llamó la atención. Lo que me sorprendió en realidad vino después, cuando miré por encima del hombro de aquella mujer y vi mi nombre escrito con absoluta nitidez. No tuve dudas. Era mi nombre. Estaba ahí junto a una especie de dedicatoria y la fecha, el año, la ciudad. Barcelona, Junio 2012, decía.

La mujer se bajó en la estación Sants y, aunque yo debía haber seguido hasta Verdaguer, por un impulso incontrolable salté del asiento y salí detrás de ella un segundo antes de que se cerraran las puertas. En el primer instante no pude verla entre la multitud. Un grupo de estudiantes uniformados o tal vez de miembros de algún equipo de fútbol se atravesó en medio. Pero luego me pareció reconocer un abanico blanco que se abría y se cerraba en el aire. Avancé entre la gente que iba y venía con maletas y morrales, haciendo un ruido como de pájaros o insectos.

Alcancé a la mujer en el momento en que se abrazaba estrechamente con otra. Veía de espaldas a la mujer del abanico blanco y frente a mí estaba la otra. Pero no podía verle la cara. Sólo lograba entrever una falda marrón y una camisa de algodón beige que me resultaron extrañamente familiares. Las mujeres debían haber pasado muchísimo tiempo sin verse, porque aquel abrazo no se terminaba nunca. Mientras se abrazaban se hablaban al oído y se balanceaban como si se arrullaran mutuamente.

Al ver ese cariño compartido recordé a mis amigas que estaban tan lejos, recordé otros abrazos que yo también había dado y recibido. Abrazos alegres y volanderos, o llenos de dudas o de controladas vergüenzas, en los que no sabes si debes mantener los brazos apretados por más tiempo o soltarte antes para no incomodar. Pero sobre todo recordé abrazos tristes, llenos de lágrimas, de palabras entrecortadas que intentaban murmurar un lo siento tanto... ya sé, ya sé... llora, llora, está bien que llores. Está bien.

Un hombre alto me tropezó con su maleta cuando las dos mujeres se soltaron y se miraron de frente agarradas de las manos. Sonreían y hablaban al mismo tiempo. Caminé un par de pasos para ver mejor a la otra, justo cuando la mujer que había bajado del tren le daba el abanico, abriéndolo para mostrarle que se lo había dedicado con tinta verde, como se dedica un libro. Las dos celebraron el chiste, que seguramente ya conocían, y antes de que se dieran la vuelta para salir de la estación entendí por qué aquella otra mujer me parecía tan familiar.

Con el abanico blanco en la mano, hablando y sonriendo, al lado de la mujer que yo había perseguido al salir del tren, iba una mujer idéntica a mí, vestida con mi falda marrón y mi camisa beige.
.
.
.


martes, 29 de mayo de 2012

Impaciencia

Le costaba tanto aceptar el paso del tiempo. Cuando se miraba en el espejo buscaba el mejor ángulo y levantaba la barbilla para evitar que apareciera la incipiente papada. Pero ahora, frente a la luz brutal del espejo del baño, no tenía escapatoria. No le quedaba más que aceptar que los cincuenta años que acababa de cumplir se veían con descaro en todos los rincones de su cara y especialmente en la sonrisa crispada, en los ojos apagados, en la frente atravesada de líneas en desorden.

Tal vez ya era hora de adoptar la medida de dejar de mirarse en los espejos, como aquella mujer que en el baño de la cinemateca le dijo que hacía años que no se enfrentaba a su propia imagen. Ella estaba arreglándose la falda y la mujer le había pasado por delante sin hacer ninguna pausa. Acababa de salir del cubículo y se lavaba las manos. Hace tiempo que dejé de mirarme en los espejos, le dijo, mirando fijamente la espuma que hacía el jabón en sus manos. Tú todavía tienes tiempo, unos diez años más.

Su voz era amable, su sonrisa dulce. Ella la miró tratando de comprender la intención del comentario y al ver que en su cara no había ni una pizca de ironía, sonrió también y dijo no tanto, no tanto. Se lavaron las manos en silencio. Después, mientras ella se secaba con el aparato que echa aire caliente y hace un ruido espantoso, la mujer entraba de nuevo al cubículo y sacaba un montón de papel sanitario. Con el papel en la mano había salido de nuevo y se había parado frente al pote grande de basura que estaba al lado de la puerta.

–No es verdad que con la edad uno se vuelve más paciente –comentó la mujer a modo de disculpa.

Ella volvió a sonreir mientras seguía frotándose las manos bajo el aire caliente. La mujer salió del baño y la dejó sola. Se rindió ante la evidencia y siguió el ejemplo de la mujer, repitiendo en su cabeza las palabras que le había dicho, pero esta vez traduciéndolas a su idioma. Mientras dejaba caer la bola de papel arrugado en la basura, consideró un par de variables. Sopesó el impacto que tendrían, la fuerza del sonido de cada palabra en las distintas frases y eligió una. La fue repitiendo como una oración hasta que salió a la calle y se encontró con el frío de la noche.

.
.
.

jueves, 26 de abril de 2012

Apuntes para juego


doy mi vida. A cambio de vejeces y ambiciones ajenas. Cada día más antiguas, suciamente deseosas y extrañas.
Juan Carlos Onetti


Para qué preocuparse por ir apagando una a una las luces de salones, pasillos y cuartos en los que algunos viejos olvidados han estado soñando con un futuro que no existe, en el que en todo caso no tendrán ninguna vida que vivir porque para ellos, sin contar la edad que puede empujarlos por caminos definitivos, vivir es tener sobre la cabeza un techo y sobre la mesa un plato lleno tres veces al día. No habrá más de esa vida cuando lleguen las máquinas y todo se vuelva un polvo que atormenta la respiración y la sensación de que el derrumbe de paredes y el trituramiento de pisos, árboles y grama equivale al fin de una especie de sueño en el que nunca se creyó demasiado pero se buscó con terquedad por lo que de promesa de paz tenía.
Así va a estar, oscuro, pero sin sombras cuando no haya más nada que hacer y yo esté de regreso al mismo lugar del que vine, otra vez aburriéndome en las misas de muertos, bautizando carajitos que lloran sin razón y sin cansancio. Para que vengan después hombres con planos, otras máquinas, y pueblen este espacio de pequeñas casas blancas en las que habrá un nostálgico recuadro de grama al frente, un techo para guardar el carro de la lluvia y el sol que todo lo atormenta en este pueblo, tal vez un perro de lengua afuera y niños que gritan y la mujer que achica los ojos para ver desde la reja quién atraviesa la luz de la tarde.
Aquí pasaron o pudieron pasar mil cosas, pero un derrumbe de ladrillos y tejas por orden del gobierno municipal es lo único para lo que estas paredes no estaban preparadas. Tal vez ha sido una especie de castigo, aunque no haya castigo sino dos o tres hechos que coinciden insinuándonos que hay dioses y que toman una decisión cualquiera cada cierto tiempo. Castigo por los días en los que la gente fue sintiendo que algo estaba ocultándose en el ancianato, porque se oían quejidos en la noche, gritos y alaridos que pedían un perdón, misericordia y olvido. Siempre se habían oído, pero ahora las casas están más cerca. El cerro había sido todo nuestro, lugar para la soledad de los sapos en medio del silencio, hace unos diez años. Pero el pueblo necesitaba más espacio para sus pretensiones de ciudad y fue subiendo por el camino empinado cubriéndolo todo hasta llegar a nuestro patio y, claro, los ruidos no pueden esconderse cuando hay tanta gente para oírlos.


El padre Samuel busca con los dedos la forma de la llave que cierra cada puerta y que desde hace años no necesita mirar para reconocer. Cierra todo como si hubiera algo que proteger, guardar del mundo de afuera, en el borde mismo del fin, a un día y medio del momento en el que no quedará más que rastros fracturados como ruinas y no habrá una sola cerradura ni llave en la que las manos del padre Samuel puedan reconocer una forma precisa. No lo escucho, pero es como si oyera los pasos lentos que se arrastran un poco, empeñándose en seguir adelante como si las claras amenazas del futuro no hubieran sido ya descubiertas. Habrá una cuadra y media entre mi casa y el asilo de ancianos. Algo así, no es fácil saberlo porque en esta parte del cerro los constructores olvidaron dividir cuadras y manzanas, es una sola calle larga que sube desde el pueblo en un sentido, llega al viejo convento convertido en ancianato, y baja paralela a sí misma en sentido contrario como si dijera por donde llego, me voy, estoy de paso. Como si tuviera el ánimo que yo tuve al llegar hace ¿cuánto? años que no he contado. Dije que iba de paso, me dije que sería un tiempo para la calma alejada de los agites inútiles de Caracas, del vivir veinte pisos más arriba del suelo haciendo equilibrio para no caer en trampas de deudas, del juego de comprar.
Pero ya he comprado una casa recién construida y olorosa a cemento en la que terminé de guardar hasta el último papel en un sitio definitivo. Cuando uno le encuentra un lugar a cada cosa es que nunca va a irse. Y todo tiene también su hora, levantarse temprano –lo que aquí llaman temprano que es como a las ocho de la mañana– bajar a la universidad donde hay un café caliente antes que nada y después un escritorio repleto de papeles. La cara de profesor que hay que ponerle a los alumnos tan aplicados que piden permiso en horas que no son de clases para hacer dos o tres preguntas y ver cómo es el cubículo del tipo que los aburre con historia los martes y jueves. Corregir, buscar razones para tener la razón y apoyarse en teorías sobre las que se tiene más de una duda que no vienen al caso cuando se trata de enseñar. A eso de las doce y media buscar un lugar donde comer algo y subir a dar unas vueltas por la casa hasta que sea hora de caminar al convento y sentarme con el cura Samuel al lado de la gruta de la Virgen a recordar un tiempo en el que no sudábamos bajo este sol. Hacer uno que otro favor a los viejos del asilo que piden libros, exigen explicaciones sobre fechas y nombres. Ese es un momento del día que ya no voy a saber cómo llenar. Desde pasado mañana se me va a quedar la tarde como suspendida en un espacio que no encuentro y será preciso armar hábitos nuevos para llenar las tres o cuatro horas que me ocupaban el padre Samuel y el ancianato. A mi edad una rutina que se rompe arrastra una especie de caos silencioso hacia el que todo parece irse en fuga desesperada para dejar sólo un hueco blanco donde la única manera de reconstruir algo es a fuerza de imponerse obligaciones inútiles.


El profesor Salgar Calero mira en el espejo una cara marcada por líneas largas que le extravían el gesto. Un día y medio será suficiente para que también él pierda su razón de estar despierto bajo el sol de las tres de la tarde que todo lo tuesta. Hora de encontrarse con el padre Samuel al lado de la pequeña cueva que hicieron los curas hace más de treinta años, con piedras de río, para dejar ahí olvidada la imagen de una virgen. No sé por qué me acuerdo de él en un momento en el que debería estar pensando que yo estoy a punto de perder mi puesto, mi sueldo, el lugar al que le he dedicado seis horas diarias de mis últimos tres años. No es que sea complicado manejar una biblioteca que no supera los dos mil ejemplares y que tiene como únicos usuarios a los viejos olvidados de ese asilo que prefieren sobre todo las revistas de deportes y los folletines de crímenes. Buscan en las fotos, en las que la sangre se adivina en cada mancha marrón de un cuerpo maniatado, la imagen que quisieran para ese crimen que han planeado alguna vez. Todo viejo se arrepiente en uno de sus últimos años de no haber matado a alguien, también de no haber seguido esa inclinación al beisbol que los llevó a ser buenos primera base en los años en que las niñas no habían empezado a ser lo más importante. Ese es el sueño que rozan cuando acarician temblorosos sobre el papel las gorras azules o rojas de peloteros sonrientes sobre los que saben cada fecha importante, cada cifra record, cada millón de dólares ganado en las grandes ligas.
Pero son tres años de estar ahí a la hora en punto, siempre tratando de ser amable, sintiéndome vieja entre viejos sin haber cumplido los treinta y buscando la manera de justificar haber escogido quedarme aquí cuando tuve opciones, posibilidades de viaje y la compañía de hombres que me habrían ofrecido una vida en común, juez y cura de por medio si yo insistía, una vida en la que me sintiera dueña y señora de una seguridad a toda prueba siempre y cuando privara el silencio, una especie de perfección sumisa, un ensayo constante de tolerancia. Era mucho pedir. Escogí este modo de tirarme en el medio de la cama, brazos y piernas abiertos, viendo el techo quedarse ahí arriba sin ningún sentimiento de piedad hacia mí. No tener que preguntar dónde está el cepillo, quién usó mi paño, por qué no recoges esa ropa sucia, ¿me amas?, ¿todo está bien?


Y la señorita Olga, pobre, tan sonriente, parece que nunca tuviera calor. También ella debe estar pensando en este desastre que viene. Mañana es el último día y ella estará echada en la cama, boca arriba, esperando sentir por lo menos tristeza. Pero quién sabe si lo logra. Yo no voy a tener ni tiempo de esperar que me llegue algo como un dolor al estómago, desde temprano va a ser cargar y cargar cajas, ir y volver del edificio a los camiones para terminar de recoger lo que queda. Es mejor no pensar en lo que va a venir después de que el último polvo del último viaje se haya asentado otra vez en el camino. Además, esta noche María debe estar esperándome y debe haber sacado ya a la muchacha que limpia del cuarto de atrás para que podamos estar juntos por última vez.
A los diecisiete años es una suerte contar con alguien como María que no tiene miedo, que se lanza a lo prohibido como con un paracaídas en la espalda, sin dudar de que va a abrirse en el momento justo para salvarla. Solamente lo sabemos nosotros tres y es como un juego saltar la pared de atrás del convento y caer en su patio haciendo un ruido de gato que caza, entrar en el pasillo oscuro tanteando la pared en que aparecerá bajo mi mano la puerta, abrirla y cerrar en silencio para comenzar a adivinar las sombras. María va a estar ahí inmóvil, mostrándome una sonrisa que no puedo ver. A veces pierde la paciencia y se me abalanza desde la obscuridad con una especie de sed, otras veces se queda en la cama esperando que su cuerpo desnudo me atraiga sin un solo movimiento.


Se llama Juan, igual que el otro Juan, el estudiante del liceo, que a veces me visitaba cuando estaba en el internado. Ya debe estar buscando el modo de salir al patio y saltar la pared para venir a estar un rato conmigo y hacer el amor sin vernos ni hablarnos como el primer día en el que descubrí que entraba por las noches al cuarto de la muchacha que limpia. Jugamos a que yo soy ella, pero hay tantas diferencias que no es posible creer que él no se dio cuenta del cambio. En el momento que puso su mano sobre mi vientre y la arrastró con fuerza alrededor de mi cintura para atrapar mis nalgas escuché una sonrisa asustada que era su manera de indicar que aceptaba la trampa. Hace casi un año que caemos en ella con el mismo placer de no tener que componer para el otro una cara precisa ni construir frases que tengan sentido ni pensar en lo que va a pasar después.
Y mientras tanto el resto de la casa duerme. No es que sea mucha gente: la tía Ana, mi mamá y mi papá cuando no está en Caracas firmando un contrato o durmiendo con la querida. Qué manera de llamar a una mujer que te saca plata por entretenerte el sexo una hora al día, algunos días. Y mi mamá esperando, con tantos sueños perdiéndosele en el tiempo que pasa. No se puede decir que sea infeliz, porque la falta de felicidad hay que sentirla para que sea real y ella parece estar todo el tiempo buscando una cosa que no sabe qué es, insatisfecha siempre pero confiando en algo, que es como tener una esperanza.


Y María ha pasado tanto tiempo lejos de nosotros, metida en ese internado, que no puede ser tampoco un consuelo. Cuando estaba chiquita era más fácil sentársela en las piernas y decirle mira, mi amor, mamá está triste porque se siente sola… ella me escuchaba sin entender nada, claro, pero como si sintiera con sólo tocarme exactamente lo mismo que yo sentía y era un alivio inmenso. Después vino Alberto y su propuesta de casarnos aunque yo tuviera una hija y era tan simple imaginar una felicidad en la que los dos nos miráramos y sonriéramos a toda hora sin que hubiese ninguna necesidad de decirse demasiadas cosas porque todo estaría ahí, sobre la piel, brotando simplemente hacia afuera sin dobleces. Nada que esconder. Pero es que uno piensa tanto, se siente feliz por tan poco tiempo, que comienza a buscar una razón cualquiera para estar triste, para inventar una desconfianza aunque sea tonta, para tener miedo de perder lo que tiene. Tener, tener una casa y un carro y algo de dinero para pagarle a la mujer que limpia y a la cajera del abasto. No es eso lo que la gente defiende cuando dice «no quiero perder lo que tengo». No sé. Es como si uno buscara sostener un andamio que sostiene unas tablas que sostienen una escalera que sostiene un tobo que contiene la pintura con la que estamos dándole un color agradable a los días que pasan.
Tener miedo de perder algo se vuelve, después de que uno le ha dado muchas vueltas, el miedo mismo de perderlo todo. Es como el padre Samuel, pobre, tan atento, tan luchador y dispuesto a mover la tierra y el cielo para no perder el convento. Hasta con Alberto vino a hablar. Me daba un poco de lástima verlo decirme, porque usted es la señora de Narváez Fonseca, un hombre influyente, importante, tal vez él pueda hablar con alguien, hacernos ese favor… Pero no había nada que hacer, cuando se mezcla la política con los negocios casi nunca hay nada más que hacer. Aún así, el padre Samuel es un hombre que no se rinde. Debe ir por el pasillo apagando luces y cerrando puertas como si quedara una esperanza, una salida cualquiera.


Cómo saber qué piensan cuando miran a lo lejos a través de una ventana. Tal vez se trata sólo del momento justo en que descubren con sorpresa un gesto repetido mil veces que dejó ya de tener sentido o puede ser justo el instante en que se entregan a creer con desesperación que hay algo que puede salvarlos. Nadie diría, en todo caso, que yo cultivo la inofensiva distracción de imaginarme diálogos, la forma en que alguien mira o sonríe cuando dibuja la frase justa que he imaginado y corregido hasta que cada pausa está en su sitio. Tampoco diría nadie que esa mujer que vive detrás del convento tenga una razón para quejarse. Pero a mí no me cuesta imaginar un dolor aunque ella tal vez nunca lo haya sentido porque la peluquería, el abasto diario antes del almuerzo, los frenos que hay que mandarle a ajustar al carro… son cosas que ocupan su tiempo. Pero siempre hay el momento de quedarse detenido en un gesto, en una pausa del programa de televisión, ese momento en que el operador de guardia se distrae –el aparato se queda ciego, mudo– y nos asalta un sentimiento de abandono, de que no hay nada de qué agarrarse, ningún grito que dar ni una palabra que pueda ser oída. Un instante en el que una especie de duda total viene corriendo hacia nosotros trayendo una amenaza de destrucción. Entonces la imagen del televisor vuelve y es como si algo se salvara. Pero tal vez es que se perdió para siempre la posibilidad de entender o de sentir un pedazo verdadero de esto que nos agobia.
No se puede saber si han pensado –vuelto palabras, cambiado adjetivos y adverbios para ser más precisos o sonoros– sobre este dolor o aquella alegría. Pero es seguro que si lo han hecho no lo contarán y si lo cuentan, después de muchas vueltas –encender un cigarro, tomar un vaso de agua o una taza de café, mirar el piso como buscando el modo– saldrá tan fragmentado y disperso, tan lleno de pausas, que el que oye tendrá que reconstruir aquel estallido silencioso y formar con los fragmentos un todo que forzosamente será distinto del original. No hay remedio, es como una condena. Pero yo intento construir ese posible diálogo, ese monólogo angustioso y fraccionado, únicamente por el placer de creer que está sucediendo en alguna parte.
Aunque hay muchas cosas que me falta por saber. Indagaciones en las que no me he aventurado porque sólo cuento con las aceras por las que camino y miro vivir a la gente. Veo al profesor Salgar Calero salir por la mañana en un Fiat tan lleno de polvo que da la impresión de ser prestado. Lo veo volver después del mediodía y a veces coincidimos en algún tramo de la acera cuando va despacio desde su casa hasta el asilo donde sé que conversa con el cura.
Veo a la esposa de Narváez Fonseca regar las matas del jardín como a las nueve, con un vestido de algodón azul y una expresión que parece tensa. Me saluda un poco sin querer, temiendo que quiera quedarme a conversar, cerrando algunas veces la llave y recogiendo la manguera para indicarme que no tiene tiempo para mí. Y también logro ver a veces cómo entra y sale María, con su pelo largo agarrado en la parte alta de la cabeza con una inmensa cola, sin tomar en cuenta a nadie, como si el mundo estuviera sobrando.
A la señorita Olga es a quien más me cuesta encontrar por ahí. Está siempre encerrada en alguna parte, en su casa, en la biblioteca o en el bar. Lo sé porque un día la vi entrando por la puerta que se abre discreta al fondo del restaurant de Pedro, sin mirar a los lados, sin ningún temor, como quien realiza un recorrido habitual. Creo que se toma uno o dos tragos para llenar las tres horas muertas que se le abren de par en par al salir del asilo y en las que no tiene nada más que hacer. Más o menos pasadas las siete sale del bar decidida a enfrentarse otra vez con una casa medio vacía, en la que no hay más que una tía vieja. Ignoro la historia de Olga. Nunca la he oído hablar. No sé si siente la soledad desesperada en la que todos creemos que está. No tiene ni treinta años y es como si ya la vida no le guardara ninguna alegría. Pero lo más seguro es que estemos equivocados y ella tenga sus razones para levantarse temprano, ser eficiente, perseverar. Una mujer se sostiene sobre extraños pilares. Extraños para nosotros que creemos que sólo lo que se hace a la vista de los otros es importante y tiene sentido.


La mano poderosa, Mérida. 2008


.
.
.

viernes, 30 de marzo de 2012

Dos viñetas

1.

El ruido de las motos llenaba el espacio como un grito de amenaza, como un insulto. Tal vez los vecinos se habían acostumbrado ya al desafío de aquel ruido. Pero un recién llegado que caminara por la acera justo en ese momento y llegara a la esquina en la que las motos se encontraban sentiría de inmediato el impulso de salir corriendo en dirección contraria. Eso no cambiaba nada, sin embargo. El estruendo de los escapes libres seguiría persiguiéndolo por cuadras y cuadras. Sobre todo si el que camina, el que acaba de llegar y ya se arrepiente y regresa por donde vino tiene la mala suerte de intentar regresar justo por la calle hacia donde se dirigen las motos en cerrada formación. El sonido de los motores es una música infernal, desafinada y sin armonía, pero efectiva a la hora de llenar de espanto el aire. Y así avanzan. Los jinetes usan gorras y pañuelos para taparse la cara. La bandera tricolor ondea en los volantes y sobre los hombros de algunos parrilleros. Como no les basta el ruido que hacen las máquinas, los jinetes van además gritando consignas. Unos gritan primero. Otros responden después. Y sus gritos parecen cantos de guerra que recorren un campo de batalla imaginario. No hay muertos aún, no hay sangre todavía. Pero el escándalo que hacen juntos los motores y los gritos presagia un horroroso encuentro que tendrá fatales consecuencias. La amenaza sube por la calle alcanzando a los peatones que aceleran el paso hasta que deciden detenerse y dejarla pasar. En otro espacio, en otro tiempo, podía haber sido un grupo de alegres camaradas viajando hacia una feria. Pero aquí, ahora, los jinetes que se desplazan sobre ruidosas máquinas, enarbolando coloridas banderas, no llevan el ánimo preparado para la fiesta. Su corazón no está dispuesto para el baile o la pasión amorosa que junta cuerpos en una lucha deseante. Más bien se disponen al asalto, se aprestan a la rebatiña, al golpe certero, al choque. Y el peatón que finalmente se ha detenido a verlos pasar, casi sin querer se hace encima del pecho la señal de la cruz y mira al cielo. Sabe que no hay misericordia, que no hay un dios arriba que pueda detener lo que viene, pero se niega a prescindir de esa forma inocente de esperanza. Se ha salvado por hoy, piensa el hombre que se queda varado en la acera viendo pasar la caravana multicolor de motorizados con las caras cubiertas. La algarabía sigue calle abajo. Y cuando ya el peatón no puede verlos se escucha el traqueteo de una ráfaga. La guerra ha comenzado a la vuelta de la esquina. El hombre corre. ¿En qué dirección?


2.


El clac-clac del arma resonó en el silencio de la madrugada. Sólo se oía ese ruido seco y unos perros ladrando en alguna otra azotea, tal vez a una cuadra de allí. Los hombres se movían en la oscuridad tratando de no hacer ruido, con movimientos precisos. Hablaban en susurros y se pasaban con la misma parsimonia las armas y las botellas. Tomaban whisky esa noche, en lugar del ron o la cerveza de otros días, porque el vecino del penthouse que acababa de unirse al grupo había traído de regalo dos botellas para celebrar una especie de ritual de iniciación: la llegada de un nuevo integrante del comité de vigilancia. El ritual consistía en un brevísimo entrenamiento en el que el novicio aprendía los códigos de la tribu, las señales que se hacían en la oscuridad y que significaban cosas como, “movimiento sospechoso a la izquierda”, “peatón con paquete bajo el brazo”, “motorizado que ha pasado dos veces por la misma calle”. Eran señales de alarma, reacciones defensivas frente a los que se consideraban intrusos.

No era necesario ningún entrenamiento para aprender a usar las armas que pasaban de una mano a otra, con algunos suspiros de admiración. Porque todos eran expertos. Cada uno pertenecía a alguna academia de tiro y muchos se habían conocido en esos salones en los que el tirador se enfrenta con un enemigo imaginario, de papel, y aprende a apuntar al pecho y a afinar la certeza de poder matar con un solo disparo. No todos eran hombres. Un par de mujeres subía con ellos a la azotea cada noche. Se vestían también de negro, se tapaban el pelo amarillento con gorras o pasamontañas comprados en algún viaje a los Estados Unidos y de vez en cuando aceptaban un trago para calentarse. Hacían guardias con la misma disciplina que los hombres, que eran sus maridos o cuñados o hermanos. En el día era más fácil y por eso la mayoría de las mujeres que se habían anotado en el comité de vigilancia preferían cumplir sus guardias en las mañanas o las tardes. Pero eran las guardias de las noches las que producían una sensación de aventura y un sabor a peligro que no se parecía en nada a la euforia del campo de tiro o a las guardias anodinas de las tardes chatas.

Era una noche tranquila, o lo fue durante las tres primeras horas de la guardia. Pero de pronto todos se pusieron alerta y con señas de diverso tipo, unas más extravagantes que otras, seguramente aprendidas en películas de espionaje o de guerra, se avisaron que algo sospechoso sucedía en la fachada sur del edificio. Se colocaron en posición de ataque. Apuntaron sus armas a un par de bultos que se movían en la oscuridad. Todo ser que llegara a pie o en moto era sospechoso. Como era sospechoso cualquier carro viejo, cualquier escarabajo destartalado. Porque en esa urbanización cerrada los vecinos manejaban grandes camionetas último modelo o carros espaciosos y brillantes. Nadie andaba a pie. Ninguno de ellos compraba carros usados. Los dos bultos venían por la acera sin apuro. Desde la azotea era imposible escuchar si hablaban o reían, si planeaban asaltar algún carro que llegara a esa hora o entrar a algún jardín mal iluminado para intentar forzar una puerta y de ahí al robo, al secuestro, a la violación o el asesinato había sólo un paso.

Todos los ojos estaban sobre las miras y las miras apuntaban a los bultos que avanzaban despacio sobre la acera. Los dedos se mantenían tensos sobre los gatillos. Por varios minutos no se escuchó más que la respiración acelerada del vecino del penthouse que por primera vez vivía la experiencia de apuntarle a un ser humano y sentir que en sus manos estaba la decisión suprema, el límite que separaba la vida de la muerte. A medida que los bultos se acercaban les fue posible distinguir que la pareja estaba formada por un hombre y una mujer, probablemente jóvenes, por el modo como se movían. La alerta creció cuando se detuvieron frente a la puerta del mismo edificio en el que hacían guardia los miembros del comité de vigilancia. La pareja parecía dudar entre entrar o salir. Los dedos en los gatillos se impacientaban. De pronto se oyó la reja. ¡Alerta! ¡Alerta! Se dijeron entre señas confusas y aceleradas.

Es una mujer. Tiene llave. Las dos mujeres que había en el grupo habían reconocido a la muchacha, o más bien habían juntado un par de datos de la realidad más evidente y habían llegado a una conclusión lógica. Es la hija de la concerje, dijeron en un susurro. Pero los hombres seguían apuntando, mandándose señales de alerta, armando conjeturas por lo bajo. Puede ser alguien que sacó una copia de la llave, una sirvienta, una niñera, la cocinera del otro penthouse, el jardinero que viene todos los sábados, el que le hace mantenimiento a la piscina, el guardaespaldas del que vive en el piso 3. ¡Es la hija de la conserje, coño! gritó esta vez una de las mujeres, quitándose el pasamontañas.

Los hombres bajaron las armas, desilusionados. La muchacha terminó de entrar. Hubo una ronda de whisky. Faltaban todavía dos horas para que entregaran la guardia. Había sido una noche tranquila.
.
.
.

lunes, 27 de febrero de 2012

Cursed

La puerta tenía dos números marcados, 125 y 127. Lo que significaba que había adentro dos casas, aunque desde afuera parecía una sola, con su única puerta negra, destartalada, siempre entreabierta, como invitando a entrar. Había estado cerrada por años. No sabíamos cuántos, porque sólo habíamos vivido en el pueblo los últimos cinco. Cuando llegamos aquí no conocíamos a nadie y había demasiadas cosas que entender y asimilar. Por eso, al principio, no nos llamó la atención la casa abandonada detrás de su puerta negra.

Con el tiempo, cuando aprendimos a comunicarnos con algunos vecinos, escuchamos una que otra vez comentarios de paso sobre la gente que había vivido por última vez en la casa. Nunca hemos sabido si en la 125 o en la 127. No preguntamos detalles, porque cada vez nos resultaba más claro que los vecinos miraban ese lugar de reojo. Había cejas levantadas y arrugas en la frente cada vez que se hablaba de la casa abandonada que estaba justo al lado de la oficina de correos y que tenía en la puerta dos números.

Una vez, en la pequeña cola de tres o cuatro vecinos que se hacía todos los jueves frente a la camioneta blanca del pescadero, escuchamos un comentario sobre la tragedia. No supimos de qué se trataba exactamente, pero pudimos entender con claridad que el drama había sucedido detrás de aquella puerta negra. Otra vez, en una conversación en la que tampoco estábamos participando, pero escuchamos por azar, oímos que eran cuatro las personas que habían vivido allí. También oímos una frase que escucharíamos muchas veces más en relación con la casa abandonada: la llamaban the cursed place –el lugar maldito.

Aquí hay que hacer un paréntesis que tal vez eche a perder el efecto compacto que debería tener esta historia, pero creemos que es necesario. Cursed no es una palabra fácil de traducir. Podríamos pasar por encima de esa dificultad adoptando sólo uno de sus sentidos –maldito– y dejando a la imaginación y a la experiencia de quien escucha el resto del trabajo. Pero cursed puede ser tantas cosas distintas que a veces la imaginación no alcanza y por eso este paréntesis es tan necesario.

Cursed es una palabra que resuena como un insulto, reverbera como un juramento y viaja por el aire como un grito. Significa maldición, pero también abominación, enfermedad, improperio, aflicción, blasfemia y amenaza. Pronunciarla da escalofríos, despierta odios, produce horror y saca a la superficie miedos que se creían superados. En otros tiempos, las mujeres solían llamar the curse a la regla que, como una maldición, las visitaba cada mes. En pueblos pequeños como este la palabra se sigue usando para señalar esa incómoda recurrencia, aunque no sea algo que se diga en público y uno sólo se entere cuando se encuentra con la frase en una conversación demasiado íntima que no se debería estar escuchando.

Cursed es una palabra que separa, que hace evidente una frontera más allá de la cual languidecen los que están marcados porque no pertenecen y han sido condenados a no integrarse nunca. A menos que quienes están del otro lado, los que estampan la marca de la maldición, se olviden de la historia y dejen de ser capaces de reconocer a los marcados. Por eso el pueblo mantiene siempre viva la memoria de la casa maldita, para recordar que allí vivieron una vez seres abominables, monstruos con los que nadie quiso nunca tener nada que ver. Fin del paréntesis.

Si alguien nuevo se muda al pueblo se le examina con cuidado por un tiempo, se le observa entrar y salir, hasta que eventualmente –cuando ya los vecinos han determinado que quizás, algún día, pueda llegar a pertenecer a la comunidad– se le cuenta la historia de la casa maldita. Así fue cómo comenzamos a entender que se nos había dado el beneficio de la duda. Al contarnos a retazos, sin muchos detalles, la historia de la casa, nos estaban dando a entender que temporalmente nos consideraban dignos de estar al tanto de al menos una de las fobias colectivas, de uno de sus miedos más extendidos. Se esperaba, ante todo, que entendiéramos y acatáramos.

Pero eso lo entendimos mucho después. Fue por casualidad, o así nos pareció en el momento. Nos enteramos de parte de la historia cuando ya habíamos dejado de preguntar, porque llegamos a convencernos de que era una zona oscura en la que era mejor no entrar sin ser invitados. No es fácil explicarlo. Tal vez sólo lo pueda entender quien haya vivido en un pueblo pequeño. Todos los pueblos tienen esas historias que sirven de ejemplo o de advertencia. Son al mismo tiempo un manual de uso y un libro de mandamientos. En las ciudades grandes las reglas están más disueltas. Cada quien construye un manual de supervivencia a su cuenta y riesgo. Pero en los pueblos pequeños las normas están claras. Y son inflexibles.

Aquí, las historias encargadas de imponer las reglas sólo pueden ser contadas por ciertos personajes que conocen la versión correcta y saben decidir quiénes son dignos de recibirla. Nuestra vecina parecía ser una de esas personas a quienes se les había otorgado la custodia del relato de la casa maldita y sus misteriosos habitantes. Y fue ella la autorizada a darle un contorno más preciso a la imagen que ya teníamos de lo que había pasado detrás de la puerta negra. Estábamos sentados en la sala. La vecina nos había invitado a tomar el té. No quisimos negarnos, como lo habíamos hecho tantas otras veces, porque la pobre había estado enferma y nos daba pena inventar otra excusa para dejarla sola con sus achaques.

Entre gestos de asco y silencios cruciales, en los que cabían insultos no pronunciados, la vecina nos contó que aquella casa tenía años vacía porque los últimos que habían vivido ahí habían dejado sobre ese lugar una marca que sería muy difícil de borrar. Su relato era tan enrevesado, tan lleno de comentarios hechos en susurros o a medias, que nos costó entender el cuento entero. Un par de horas después, mientras preparábamos en nuestra propia cocina un té como es debido, reconstruimos en parte lo que habíamos entendido. Una sola cosa nos había quedado clara, los últimos que habían vivido en aquella casa eran extranjeros, probablemente indúes o paquistaníes.

En todo caso eran diferentes y su diferencia se veía –literalmente– a flor de piel. Eran oscuros. Así había dicho la vecina entre mohines y escrutando nuestras caras morenas y nuestros pelos crespos con un ojo precavido. No se vestían como el resto de la gente y sus niños no se comportaban como los hijos de los demás. La lista de diferencias era larga y aunque ya no recordamos los detalles mantenemos todavía viva la memoria de haber comparado nuestras diferencias con las de los extraños habitantes de la casa abandonada. Recordamos claramente que, mientras recogíamos las tazas y los platos, habíamos llegado a la conclusión de que aquellos seres malditos no eran demasiado distintos a nosotros.

Tuvimos por un tiempo la sensación de que debíamos cuidarnos. Que nos hubieran contado parte de la historia podía ser visto como un índice de que nos habían aceptado, pero también podía significar que habían decidido hacernos llegar una velada advertencia. Había una línea muy fina entre la enseñanza y la amenaza. Por esa línea caminamos con cautela por meses, mirando siempre por encima del hombro, tratando de adivinar cuándo se iba a convertir en agresión abierta. Pero los vecinos seguían siendo tan amables como al principio. Nos seguían saludando camino al abasto, cuando paseábamos por el parque o nos encontrábamos en la parada del autobús. Por un tiempo dejamos de escuchar la historia y bajamos la guardia.

Pero la historia volvió a cobrar vida cuando empezó a haber movimiento detrás de la puerta de la casa abandonada. Como si se tratara de una alarma silenciosa que se dispara ante un peligro difícil de detectar, de pronto todos en el pueblo recordaron el cuento de aquellos oscuros seres que habían ocupado por última vez la casa. La escuchamos en el abasto y en la farmacia, en el pub y en la oficina de correos. La oímos en conversaciones que tenían los vecinos en la barbería y en el café de la esquina. La escuchamos en el parque cuando la gente se detenía a saludarse y dejaba que los perros corretearan como locos persiguiéndose. Si hubiéramos ido a la iglesia los domingos, con toda seguridad la habríamos escuchado en las reuniones de feligreses que entraban o salían de misa.

En cierto modo repetían lo que ya sabíamos. Pero agregaban detalles que nos sorprendían. Algunos francamente contradictorios entre sí. La versión que conocíamos era más o menos simple, y en realidad decía más de la actitud de los vecinos del pueblo frente a los extraños, que de los seres oscuros que habían dejado su maldición eterna entre las paredes de la casa marcada. Pero esa versión ya no se sostenía. Era como si la historia original, tras recibir una certera carga explosiva, hubiera estallado. Era como si cada uno de los pedazos libres y rotos de la historia se hubiera echado a andar por su cuenta para crear infinitas versiones. Era como si ya nadie tuviera control alguno sobre esas ramificaciones que proliferaban nerviosas.

Aquella explosión de versiones no era más que la reacción del pueblo ante la inminente reforma de la casa, de las dos casas que estaban detrás de la misma puerta negra marcada con los números 125 y 127. A principios de la primavera apareció una cuadrilla de obreros que armó en un par de horas un andamio. Los tubos fijados en los extremos con gruesos tornillos cubrían toda la fachada de la casa. Cuando terminaron de armar aquel caparazón de metal y tablas, el trabajo comenzó. Primero adentro. Por semanas sólo se escucharon los ruidos apagados de los obreros desmontando pisos o tumbando paredes.

Era como si la casa estuviera volviendo a la vida desde las entrañas. Como si un desmemoriado cirujano se hubiera empeñado en ignorar el hecho de que operaba sobre un cadáver y lo estuviera reviviendo, órgano por órgano, con un terco empecinamiento. Mientras más ruidos se oían dentro de la casa, más historias circulaban sobre la maldición que acechaba, ya no a los que habían vivido entre esas paredes, sino a los que se atrevieran a vivir otra vez detrás de la temida puerta negra.

En el momento no nos dimos cuenta, porque en nosotros pesaba más la curiosidad por lo que vendría que la preocupación por lo que había sucedido y estaba por repetirse. Como seguíamos siendo estraños, el peso de la memoria no teñía nuestras espectativas. Por eso nos costó entender que las historias habían comenzado a tomar un rumbo defensivo. Ya no contaban lo que había sucedido sino que se habían convertido en planes de acción, tímidos todavía, sobre lo que había que hacer en el futuro inmediato.

Un día, a principios del verano, los obreros dejaron de hacer ruidos adentro y salieron con sus bragas azules y sus chalecos amarillos a trabajar afuera, sobre el andamio escueto que impedía el paso por la acera justo antes de llegar a la oficina postal. Repararon el techo y las ventanas. Cambiaron el recubrimiento de piedras oscuras de la fachada por un friso color crema que le dio a la casa un aspecto casi alegre. Y después, durante las primeras semanas de agosto, cuando ya habían desmontado el andamio porque la casa estaba casi lista, pintaron de rojo la puerta que había sido negra y sobre el rojo encendido pusieron nuevos números dorados: 125 y 127.

Hubo un silencio. De eso sí nos dimos cuenta. No había manera de escapar de él. Era un silencio que podía tocarse. Nadie hablaba en el consultorio del dentista. No se escuchaban largas conversaciones en la puerta del centro comunitario cuando las madres dejaban a los niños, vestidos de kimonos blancos, para que aprendieran karate durante un par de horas. En el restaurant de comida china para llevar, la gente entraba con hambre y salía cargada de manjares fragantes en potes de plástico bien sellados sin detenerse más que a saludar. En la puerta del pub los fumadores se aferraban a sus cigarros, encerrados en un fiero mutismo. Nuestra vecina salía a colgar la ropa de manera furtiva, cuando no había nadie más en el patio de tendido, como si temiera preguntas impertinentes.

El silencio no duró mucho. O más bien se nos ocurrió pensar después que ese modo particular de silencio duró poco. Y en menos de una semana entendimos por qué. Lo supimos cuando escuchamos la sirena enloquecida del camión de los bomberos y vimos desde la ventana el humo denso y el aire se llenó de graznidos de gaviotas alborotadas. Llegaron demasiado tarde. Nadie parece haber visto el momento en que el fuego se desató y ningún vecino llamó a tiempo al número de emergencias. Cuando los diligentes bomberos comenzaron a lanzar agua a la casa, lo que quedaba de ella no era más que un cascarón chamuscado.

Los vecinos se reunieron a mirar el espectáculo de aquellos hombres enfundados en enormes chaquetas protectoras, cubiertos de cascos resistentes, luchando contra una fatalidad superior a sus fuerzas. Formaron un coro murmurante en la acera de enfrente. Nosotros nos acercamos también. Pero no quisimos ya escuchar las historias que contaban los vecinos sobre una maldición que seguía viva. De regreso a casa, miramos con inquietud creciente lo que quedaba en pie. Sólo pudimos distinguir con claridad los números todavía dorados sobre los restos rojos de la puerta entreabierta. 125 y 127.

.
.
.

martes, 31 de enero de 2012

Derrumbe

“Running! If there´s any activity happier, more exhilarating, more nourishing to the imagination, I can’t think what it might be”
Joyce Carol Oates


Creo que era jueves. Justo esa semana me había propuesto comenzar a trotar porque había leído que correr era un muy buen ejercicio, no sólo para el cuerpo sino también para echar a andar la imaginación. Había hecho ya los primeros intentos. Caminaba a paso apurado por tres minutos y luego corría hasta que sentía que no podía más. Calculo que no sería más de un minuto y medio. Después volvía a caminar lo más rápido que podía y, cuando sentía que el corazón se me aplacaba, volvía a arrancar a correr. Trataba de hacer coincidir los trechos de carrera con las zonas planas del parque, porque trotar y subir estaba más allá de todas mis fuerzas.

El segundo o tercer día, el que creo que era jueves, yo había cargado mi iPod con canciones que tuvieran un ritmo acelerado, fuerte, que me impulsaran a caminar y a correr más rápido. Acompañada de esa música entré al parque con buen ánimo. Aunque hacía menos de cinco grados, el sol se veía claramente por encima del horizonte y no había una sola nube en el cielo. La canción que estaba sonando en mis oídos me impulsó a lanzarme a la carrera sin pensarlo mucho y corrí a buen paso desde la entrada hasta el banquito que marca el inicio de la bajada al río.

Me paré ahí, incapaz de dar un paso más, y traté de recuperar el aire sosteniéndome en el banco, que parecía haber sido puesto en ese punto exacto para rescatar a inexpertos corredores agobiados. En eso estaba cuando la vi pasar y me dejé invadir por esa envidia sin mala intención que sentimos todos los que sufrimos tratando de convertir la carrera en una rutina cuando vemos a alguien que nos pasa de largo a toda velocidad, con gracia y aparentemente sin ningún escuerzo. Miré sus piernas fuertes avanzar a zancadas seguras, sus brazos haciendo un movimiento perfectamente coordinado, y vi cómo el gorro que llevaba en la cabeza, que tenía un pompón en la punta, acompañaba los movimientos acompasados con saltitos minúsculos.

Seguí caminando. Respiraba hondo, tratando de no perder el ritmo. Al llegar al río me paré como siempre a mirar el agua oscura, de un color marrón transparente como si fuera ámbar líquido. Asomada al borde del puente de piedra, miré la corriente que hacía espuma en las piedras y se precipitaba río abajo en una loca carrera eterna. Pensé en la ligereza de ese movimiento fluido, en lo fácil que debía ser estar hecho todo de agua. Dejé atrás el puente, tomé impulso y arranqué a correr. Pasé bajo los árboles pelados, que sin embargo daban sombra por lo tupido de sus ramas negras. Y al final de la segunda curva, casi llegando a la recta que da a la casa del guardaparque, la vi avanzando. Iba más lento, pero su ritmo seguía siendo seguro, firme.

Traté de imitar su paso, el movimiento de todo su cuerpo que podía ver desde atrás, unos cien metros delante de mí. Pero un dolor agudo en el pecho, más en los pulmones que en el corazón, me avisó que era hora de parar. Me saqué el audífono de la oreja derecha para no escuchar demasiado el estruendo de la sangre tratando de recorrer mis venas a una velocidad inusual. Y un segundo después la vi caer. Ahora lo recuerdo como si hubiera sucedido en cámara lenta, pero la verdad es que debió pasar muy rápido. En un momento iba corriendo y al instante siguiente estaba de rodillas en el suelo. Ni ella ni yo reaccionamos de inmediato. Pero ella se movió primero. Puso las dos manos en el asfalto mojado y la frente sobre las manos. Su cuerpo se volvió un bulto que respiraba.

Fue ahí cuando arranqué otra vez a correr para alcanzarla. Cuando llegué a donde ella estaba creí que me iba a caer yo también de rodillas, pero logré mantenerme más o menos de pie. Le puse una mano en la espalda y le pregunté si estaba bien. Ella no se volteó inmediatamente a mirarme. Dijo que sí con la cabeza. Y se lanzó a llorar como una niña. Yo le preguntaba si estaba bien, si necesitaba ayuda, si quería que la ayudara a levantarse. Ya no me acuerdo qué más le pregunté o le dije, pero tengo una memoria vaga de mi voz resonando en medio de su llanto. Ahora que lo pienso, tenía todavía uno de los audífonos puestos y tal vez estaba hablando mucho más alto de lo necesario.

Terminé sentada en el asfalto húmedo y helado. Sabía que tenía que callarme y dejar a aquella mujer llorar hasta que se calmara. Pero algo más fuerte que yo me impulsaba a seguir hablando. Alguna vez leí, quién sabe en qué revista de esas que uno lee en los aeropuertos o en las estaciones de tren para matar el tiempo, que la voz humana es uno de los sonidos que más reconfortan. Por eso adquirí la costumbre de prender el radio por las mañanas, para tener una voy acompañándome a desayunar mientras agarro fuerzas para enfrentar el largo día que tengo por delante. Tal vez por eso no podía parar de hablar, pero en ese idioma que no es el mío no sabía más que un par de frases que podían sonar como expresiones de consuelo. Así que mientras me empeñaba en seguir hablando no lograba otra cosa que repetir las mismas frases con pequeñas variaciones y con entonaciones diferentes cada vez, como si le cantara una misma canción de cuna a un niño que no quiere dormirse.

En algún momento la mujer reaccionó y se echó para atrás. Se limpió la cara con las dos manos. No con la palma, que estaba sucia de tierra, sino con el dorso, y se limpió la nariz con esa parte mullida en la que comienza el pulgar y que parece haber sido fabricada para esa única función. Me miró un segundo y volvió a bajar la vista. No era joven, pero era con seguridad más joven que yo. Sin embargo, su piel estaba llena de arrugas. Tal vez porque tenía una de esas caras que parecen no haber dejado nunca de estar tensas. El gorro que llevaba en la cabeza dejaba ver apenas las raíces del pelo, que era evidente que se pintaba de un color más claro.

–Estoy bien –dijo haciendo un esfuerzo enorme.

Me ofrecí a ayudarla a levantarse y, con algo de trabajo, logramos ponernos las dos de pie. Le pregunté si podía caminar y ella dio un par de pasos para probar que sí podía. Cojeaba un poco, pero eso no le impedía avanzar. De todos modos, le dije que nos acercáramos al café que está dentro de la casa del guardaparques para que se tomara un té con mucha azúcar y pudiera recuperarse antes de regresar a casa. Nos acercamos lentamente y fue un alivio entrar y descubrir que la chimenea estaba prendida. Una de las señoras que atiende el café nos vio entrar y no supo a cuál de las dos atender primero. Parecía que habíamos tenido un accidente grave.

Sentadas ya frente a dos humeantes tazas de té nos presentamos sin mucha formalidad, mencionando sólo nuestros nombres de pila. Ella se llamaba Margaret y se había resignado a que todos la llamaran Maggie, aunque el dimitunivo nunca le había gustado. Le dije que la llamaría por su nombre completo. No pareció importarle demasiado. Pensé que era una de esas personas que sólo era capaz de percibir las cosas realmente importantes.

–Te estarás imaginando que estoy pasando por un drama horrible –dijo como si se disculpara, después de vaciar la mitad de su taza–. Pero, en realidad, uno puede contar su historia de tantas maneras distintas que hasta la tragedia más cruel puede sonar intrascendente.

Traduzco del inglés. Del inglés de Margaret que no sonaba en absoluto pretencioso ni solemne, pero que se vuelve tieso cuando lo cambio a este idioma en el que escribo y en el que resuena la herencia de generaciones de hombres pretenciosos y estirados. Pronunciaba las frases con dulzura, pero sin ningún esfuerzo, como si estuviera acostumbrada a hablar en público con bastante frecuencia.

–Podría contarte mi vida como la historia de una pobre víctima: una mujer abandonada por un marido infiel y malagradecido.

Margaret sonrió de esa manera triste en que sonríen quienes han aprendido a salir al otro lado de los huecos más oscuros. Mirando al parque que se extendía más allá de la ventana me contó que, en efecto, había estado casada, su marido se había ido con otra y ella había decidido quedarse sola desde entonces. Pero esa desgracia sucedió hace tanto tiempo, me dijo sin una sombra de rencor en la voz, que ya ni siquiera le era posible convocar el sentimiento de pérdida que había arrastrado durante años.

–No me gusta el papel de víctima –afirmó sacudiendo una mano como quien espanta un pensamiento incómodo.

Las dos tazas de té se habían quedado vacías en la mesa desnuda. Yo jugueteaba con una cucharilla tratando de no hacer ruido y esperando a que Margaret agarrara impulso para seguir hablando. La pausa se me hizo larga, pero mientras organizaba una pregunta para hacer que el diálogo siguiera con cierta naturalidad, ella volvió a hablar en el mismo tono.

–Podría contar la historia de una mujer triunfadora, que por su propio esfuerzo logró llegar hasta donde se lo propuso, gracias a infinitos sacrificios. Pero el papel de heroína me atrae incluso menos que el de víctima.

Quise decir de inmediato que estaba de acuerdo, pero ella había tomado impulso y no me dio tiempo de interrumpir.

–Siempre he tenido la impresión de que detrás de cada éxito se esconde una horrible injusticia. Alguna perversión o traición que sin falta tenemos que cometer contra alguien que no lo merecía.

Sus ojos se fijaron de pronto en mí. Me observó con la atención que se le dedica a un objeto recién descubierto. Pero estaba claro que no era a mí a quien miraba. Tuve más bien la impresión de que reconocía en mis rasgos de extranjera, en mi piel oscura o en mis ojos tercamente negros, una imagen que venía del pasado y que tal vez le recordaba alguna de las muchas culpas que parecía haber intentado ahogar o esconder en algún pliegue de los muchos olvidos que parecía cultivar con terquedad.

–No me queda más que representar el papel de un ser ordinario, que hizo lo que tenía que hacer cuando le tocaba y que incluso, más veces de las que quisiera reconocer, dejó de hacer lo que le correspondía –hizo una pausa, miró la taza vacía como lamentando una ausencia–, porque nadie estaba mirando, porque no había testigos, porque nadie iba a darse cuenta.

Me miró para ver mi reacción. Yo asentí con la cabeza sin atreverme a decir nada. Sentía como si estuviera escuchando un discurso muy bien pensado. Como si Maggie estuviera leyendo un libreto en un alto escenario y yo fuera su público. Pero también sonaba como una confesión. Como una parte sola de un diálogo entre dos que carecía del interlocutor ideal. Yo no era quien debía escuchar esa historia. Por eso no me correspondía decir nada y estaba bien que así fuera.

–La vida ordinaria está llena de vacíos, de pausas, de profundos desesperos que aunque sean breves parecen no terminar nunca –dijo como si de pronto hubiera querido recuperar ese recuerdo terco que yo le traía a la mente.

Entonces, cambiando de tema otra vez, me dijo que había trabajado por más de veinte años en una oficina muy importante. Mencionó un nombre que apenas entendí, pero que supuse que se refería a tres complicadísimos apellidos. Tal vez era una firma de abogados o de consultores. En todo caso, sonaba como un lugar prestigioso y ella pareció mostrar una pizca de orgullo al nombrarlo.

–Me retiré hace una semana. Pero hoy es en realidad el primer lunes laboral en que no he tenido que levantarme temprano, ni para atender a un marido, ni para preparar a los hijos para que vayan a la escuela, ni para alistarme para ir a cumplir con un horario.

Hice un gesto como si comprendiera. Creí entender su angustia y su desesperación, porque yo también había tenido que abandonar tantas cosas. Yo también me había quedado vacía cuando perdí a mis amigos, mi trabajo, mi patria, mi idioma. Yo también me había quedado muchas veces en el limbo de una espera que parecía no tener fin. Miré otra vez las tazas vacías y, como si estuviera en mi propia casa y fuera indispensable convocar cierto orden, comencé a recoger la mesa. Sin darme cuenta, estaba haciendo gestos de despedida y Margaret sintió que la conversación se había terminado.

–Pero no es esa la razón por la que me caí mientras corría y no pude dar un paso más sin echarme a llorar. La explicación es mucho más simple, aunque sin todo lo demás tal vez no sea fácil de entender.

Se levantó para ponerse la chaqueta liviana que había dejado sobre el respaldo de la silla. Su cara estaba serena, su mirada había dejado de vagar y se fijaba dura en el medio de mi frente.

–Esta mañana, a la hora en la que todos los días me preparo para salir a correr, tuve que ir al veterinario a llevar a mi perro. Era hora de ponerlo a dormir.

Con esa frase, dicha sin ningún énfasis particular, me extendió la mano como gesto de despedida. No dijo adios ni hasta luego. No me dio las gracias ni me preguntó si yo iba a salir también para esperarme. Simplemente dio media vuelta y salió al parque sin volver a mirar atrás ni una sola vez. Cuando llegó al camino de asfalto comenzó a trotar y en tres zancadas desapareció de mi vista.

No la he vuelto a ver. Supongo que volvió a su rutina de correr muy temprano en la mañana. Yo sufrí ese mismo día una lesión en la rodilla derecha y no he vuelto a intentar hacer ningún ejercicio más complicado que caminar. Pero me he dado cuenta de que cada vez camino más lejos y por más tiempo.
.
.
.

Archivo del blog

Datos personales

Mi foto
Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.