Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

lunes, 30 de noviembre de 2009

El encargo

La habitación se mantiene en penumbras porque a la doña le da dolor de cabeza la resolana. En este pueblo, cuando no es de noche, todo es resolana. Desde que el sol se instala, alto de una vez al llamado de los gallos, hasta que el sol se pone, en dos minutos sobre el horizonte en llamas, todo es resolana. El único alivio es cuando llueve, por días y días seguidos. Entonces la doña abre apenas las pesadas cortinas de las ventanas que dan al patio de adentro y una luz azul se encuentra con los muebles y las alfombras, produciendo una especie de tibieza húmeda. En esos días, un olor a flores secas se levanta de los pañitos tejidos que cubren las mesas y las cabeceras de las viejas poltronas.

Pero hoy no llueve. Faltan meses para que lleguen las lluvias. Hoy hay resolana y las cortinas están cerradas. La doña espera, refrescándose la frente con un abanico que sus parientes le obsequiaron cuando viajó a España. Está sentada en la silla más incómoda de la sala, la silla forrada de gobelino verde. Su traje es tan blanco y su piel tan pálida que parece un fantasma aliviado ya de todas las penas del cuerpo. Pero se nota que sufre, o al menos que piensa en cosas tristes, porque sus párpados se contraen de pronto y sus cejas se juntan y se separan como siguiendo el hilo de una antigua preocupación.

La veo gesticular desde mi lugar en la penumbra, al lado de la puerta que da al patio, mientras esperamos que Segundo llegue. La veo llevarse a la boca el vaso de agua fresca y volverlo a poner en la mesa con el gesto mecánico de quien se mueve sólo para hacer andar el tiempo. Pero los minutos pasan y hace cada vez más calor y no sabemos en qué momento Segundo va a pisar los ladrillos del zaguán con su paso a la vez firme y lento. Hace tiempo que esas pisadas taladran las noches. Nadie se alarma ya. Nadie prende lámparas ni se asoma al pasillo a ver quién vive. Los pasos de Segundo se han vuelto un sonido más de los tantos que esta casa reconoce y conserva. Tanto, que a veces suenan cuando Segundo no está. Por eso la doña se sobresalta y se endereza en la silla cada dos por tres. Pero de una vez se da cuenta de que no es él, que es la casa la que repite los pasos de Segundo como una memoria que suena.

Cuando los pasos se oyen de verdad en el zaguán y luego en el corredor del primer patio, la doña se pone de pie, se arregla el vestido y el pelo y se vuelve a sentar. Abre y cierra el abanico.

—Aquí estoy —dice Segundo— ¿qué es lo que quieres? ¿qué es tan urgente que no puede esperar hasta…

Segundo se da cuenta de que estoy aquí, a un lado de la puerta, y sabe que no puede terminar la frase ni seguir hablando en ese tono. Se calla. Se quita el sombrero y trata de recomponer el gesto.

—Parece que la guerra está por terminar —dice la señora por toda explicación.

Segundo le da vueltas al sombrero entre las manos gruesas y cambia el peso del cuerpo de un pie al otro. Los dos suspiran y se miran de frente. Parecen a punto de insultarse.

—Ya es hora, entonces —dice Segundo resignado.

—No creo que debamos esperar más —dice la doña.

—¿Ha pensado en lo que le dije? —dice Segundo, claramente incómodo con el trato formal que tiene que usar delante de mí.

—Sí, pero no quiero que nadie más se meta en este asunto —dice la doña.

Segundo mira alrededor. Reconoce en la penumbra cada mueble, cada mesa, cada retrato, cada centímetro del piso alfombrado. Un rato después me mira de frente, como para comprobar que sigo aquí.

—Te llevas al muchacho —ordena la doña, como si le estuviera leyendo el pensamiento.

—No —dice Segundo.

—Te lo llevas.

—No.

—Entonces no hay trato —dice la doña, levantándose de la silla de gobelino verde, como una reina que se cansa del trono.

Segundo da un paso hacia atrás, hacia el marco de la puerta que da al corredor y al primer patio. Se pone el sombrero sin dejar de mirar a la doña y está a punto de inclinarse para saludar cuando suelta una pregunta que parece no querer salirle de adentro.

—¿Por qué? ¿por qué yo? ¿por qué no puede ir otro? —dice Segundo, en un tono de súplica que nunca antes le había escuchado.

—Porque eres la única persona que queda que todavía está dispuesta a arriesgar la vida por mí —dice la doña, con tristeza.

Segundo se quita otra vez el sombrero y avanza como buscando una palabra que no encuentra.

—Y porque no tienes nada más que hacer con tu vida que complacerme y yo no tengo nada más que hacer con la mía que esperarte —cierra la doña.

—Entonces me vas a esperar —dice Segundo. Se arrepiente de inmediato y me mira otra vez como si me lanzara una amenaza.

—Hasta que la paz y la guerra dejen de ser una y la misma cosa en este país de mierda —dice la doña, sin que suene en lo más mínimo como una vulgaridad.

—Si me matan ya no tendrás que esperar más —dice Segundo poniéndose de nuevo el sombrero.

—Si te matan no habrá ya ninguna razón para esperar nada —dice la doña volviendo a sentarse, pero esta vez en una poltrona más cómoda.

Abrió y cerró el abanico. No había ya en su cara ninguna señal de preocupación. Parecía que se había quitado un gran peso de encima, como dicen los viejos del pueblo. Los viejos del pueblo también dicen que la doña tiene una herencia enterrada en un pueblo que quedó atrapado en medio de la guerra. Dicen que cuando la guerra se termine ella va a ser muy rica. Más rica que ahora, que sólo es como el fantasma de lo que alguna vez fue.

—Salgo al amanecer —dijo Segundo, caminando a paso firme por el corredor hacia el portón que da a la calle.

—Te mando al muchacho con lo necesario —dijo la doña antes de que se escuchara el sonido del portón cerrándose.

La doña se recostó en la poltrona como si se desintegrara después de un inmenso esfuerzo por mantenerse firme. Sostenía el abanico todavía en un puño cerrado. Sus cejas se juntaron y se separaron de nuevo. Se puso de pie y miró la sala como si se despidiera.

—Carga en la mula comida para dos semanas y dile a Indalecio que te dé las municiones y la plata. Él ya sabe cuánto —ordenó.

Me quedé solo en la penumbra de la sala. Olía a flores secas.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.