Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

viernes, 19 de mayo de 2017

Lo que no se sabe

La redacción estaba vacía a esa hora. Glinda tocó dos veces el marco de la puerta abierta. Patricia levantó la vista y le sonrió por un segundo. Tenía el gesto consternado de siempre. Esa mezcla de preocupación con asombro que Glinda recordaba tan bien. Le dio un fuerte abrazo y le pidió que se sentara. Patricia era la que menos había convivido con Blanca y sin embargo era la persona que Glinda tenía más ganas de ver. Hablaron del viaje de regreso, de la cita que Glinda ya tenía para reunirse con Olga en Londres, de La Nena y de Luna. Dieron vueltas alrededor del tema que las había juntado sin tocarlo, hasta que Patricia dijo que tenía hambre y que podían ir a comer a un sitio que quedaba cerca donde vendían el pollo en brasa más rico de toda Caracas.
Glinda no se sorprendió cuando bajaron al estacionamiento y se subieron al carro de Patty. Pero igual preguntó si no podían ir caminando. Patricia la miró extrañada y le dijo que si pensaba que era posible caminar en Caracas ya se había vuelto extranjera. Rodaron apenas diez minutos y dejaron las llaves del carro en la puerta con un muchacho larguirucho y nervioso que se encargaría de estacionarlo quién sabe dónde. Glinda no pudo evitar notar la contradicción enorme entre el miedo a caminar por la ciudad y la confianza ciega con la que los caraqueños le entregaban a un ser desconocido una de sus más preciadas posesiones.
Pidieron un pollo entero, hallaquitas y tostones, guarapos de papelón con limón. El olor a pollo asado hizo que la saliva brotara a chorros en la boca de Glinda. Para distraer el hambre hizo la pregunta que vino a hacer y esperó la respuesta sin angustia.
Es verdad, dijo Patty. Fue un sicariato, la mandaron a matar. Sabemos quién lo hizo. El hombre, como sabes, ya está preso y el juicio está en camino. Patricia hizo una pausa para esperar que el mesonero pusiera en la mesa los guarapos, las salsas, los cubiertos y las servilletas. Tenemos una idea más o menos clara de quién dio la orden, porque sabemos quién le pagó al sicario. Pero en un crimen interviene a veces mucha gente y no siempre es fácil atribuir la responsabilidad solamente a un par de personas. A Glinda le pareció que Patricia usaba un tono seco y burocrático que le servía para esconderse de sus propios sentimientos.
Hubo otro silencio mientras el pollo, las hallaquitas y los tostones iban inundando la mesa. En el caso de Blanca hay tanta gente involucrada que intentar que se haga justicia es más bien una ilusión, dijo Patricia. Glinda escuchaba sin interrumpir, reconociendo los sabores que la hacían regresar a la infancia, a los viejos buenos tiempos. Recordaba risas y carreras por un patio cubierto de grama con jardineras llenas de flores. Alguien contando hasta cuarenta con los ojos cerrados y la frente recostada a un inmenso árbol de mango. Las matas de bambú moviéndose frente a los niños que temblaban de emoción a la espera de ser descubiertos.
Podemos intentar poner las cosas en blanco y negro, estaba diciendo Patricia, aunque sea para quedarnos con las cuentas claras, sin esperar nada más. La justicia no se logra solamente a través del castigo. Saber la verdad, o una versión aproximada de lo que probablemente sucedió, es también una forma de justicia. Una justicia por otros medios, dijo como si hablara para sí misma.
Me imagino que no ha sido fácil para ti, se animó a decir Glinda. Patricia la miró con una inmensa tristeza. Se limpió los dedos en la servilleta y estiró la mano para tocarla. Nosotros perdimos la noción misma de lo que es pedir justicia, dijo. Tenemos una piel tan gruesa que todo nos rebota. Nada nos duele ya. Eres tú la que debes estar sintiéndote en medio de un infierno sin saber cómo salir.
No. Más bien me siento como si estuviera viendo una película que en realidad no quiero ver, dijo Glinda. Patricia tomó un trago y apartó el plato como si de pronto se le hubiera hecho un nudo en la garganta y no pudiera comer un bocado más. Respiró hondo y dejó que Glinda hablara sin cambiar de expresión. Sé que va a durar un tiempo nada más y que después voy a salir afuera y todo va a regresar a la normalidad, dijo Glinda. Pero al mismo tiempo sé que no puedo salirme todavía y que no me queda otra que atravesar por el medio de esta pesadilla.
Hubo un silencio lleno de ruidos y olores y recuerdos. Este es el hombre que le disparó a Blanca, dijo Patricia usando un pote de salsa para representar al asesino. Este es el hombre que pagó por el encargo, dijo poniendo otro frasco detrás. Entonces puso el servilletero en la fila, un poco más lejos, y lo señaló con el dedo. Y aquí está lo que saca más provecho de la muerte de Blanca. Pero esto que ves aquí no es un individuo, ni siquiera un grupo, sino más bien una idea, una legión, una danza macabra.
Fue el turno de Glinda de retirar el plato, limpiarse los dedos y tomarse hasta el fondo el guarapo en el que ya quedaban apenas dos trocitos mínimos de hielo. La palabra que lo explique todo puede ser poder, dijo Patricia. Pero esa es una palabra pretenciosa, académica. Si pudiéramos hablar todavía en el código religioso que nombra los pecados capitales, podríamos llamarlo codicia o avaricia. Pero ya no tenemos esas palabras para nombrar lo cotidiano, porque lo que nos rodea no puede tener nombres tan inflados ni tan solemnes.
Hemos perdido las palabras para nombrar los pecados que cometemos unos contra otros. Tal vez porque perdimos los dioses que nos protegían contra esos demonios y no tenemos ya a quien rogarle que nos libre de todo mal. Disculpa que divague, dijo Patricia. A veces la piel dura se me resquebraja y descubro que tengo memoria de haber sentido alguna vez un dolor que ahora apenas recuerdo. Esto que ves aquí, dijo señalando otra vez el servilletero grasiento, es una voluntad de estar en el centro de todo lo que ocurre, de obtener todas las ganancias sin tener que compartirlas con nadie. Un deseo ciego de exclusión, un impulso de exterminio.
Pidieron café y sintieron un alivio enorme cuando la mesa quedó limpia de sobras y el mesonero se llevó junto con todo lo demás al sicario, al que pagó por el crimen y a la fuerza devastadora que el servilletero se había visto obligado a representar. Te puedo dar una lista de nombres, dijo Patricia. Algunos de ellos aparecen cada día en la prensa, así que vas a reconocerlos. Otros son más bien oscuros, pero están siempre ahí, un paso atrás de la línea en la que empieza la luz de los reflectores. Todos están conspirando, eso es lo que los une aunque estén en distintas trincheras.
Pero creo que en favor de la brevedad tenemos que quedarnos con unos pocos. Al menos un representante de cada tendencia. Y por eso te hice una lista de tres. Este es un militar retirado, dijo señalando el primer nombre que aparecía en el papel que había extendido sobre la mesa. Este es un viejo político que tiene un historial tan largo como un prontuario criminal. Y este es un líder en ascenso que está a punto de lanzarse como candidato de un nuevo partido. Varios testigos nombraron a los dos primeros en distintas oportunidades. Sobre el último sólo te puedo decir que tengo sospechas y que sigo buscando una prueba que nunca va a ser irrefutable. El tipo se sabe cuidar.
Hay un flujo de dinero que recorre al grupo que estos tres representan. Es ese movimiento el que ha quedado registrado y se puede rastrear, hasta cierto punto. Y eso sí te lo puedo probar, dijo sacando más papeles de su bolso. Aquí están las cifras y los montos. Aquí está quién compró a quién y por cuánto. Si sigues ese rastro te lleva finalmente al sicario, que por cierto recibió la tajada más flaca. A pesar de todo, a lo único que podemos aspirar es a inculpar a los dos que tienen más enemigos: el militar y el viejo político. Va a tardar, pero es posible. Porque hay mucha gente esperando verlos caer.

Afuera, mientras esperaban bajo una lluvia tenue que el joven larguirucho volviera con el carro, Glinda le dio las gracias a Patricia por seguir insistiendo, por no rendirse a pesar de todo. Patricia la miró con una especie de ternura y le dijo que lo había hecho por ellos, por los hijos de Blanca. Y por Guillermo. Cuando llegaron a la estación de metro donde Glinda le había pedido a Patricia que la dejara, se quedaron en silencio buscando un modo de despedirse. Lo hemos perdido todo, dijo Patricia al fin. Pero nos queda la decencia, respondió Glinda recordando una frase que le había escuchado a Luna en el Barrio Chino.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.