Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

miércoles, 22 de mayo de 2019

Espinas


Puestos a destruir lo destruimos todo. Las familias se desintegraron. Las parejas duraban apenas hasta el amanecer. Los padres se negaban a aceptar que esos hijos eran suyos. Las madres dejaban a los niños realengos o en manos de cualquiera que quisiera hacerse cargo. No era raro ver bandas de muchachitos abandonados a su suerte que se juntaban para sentirse menos solos. Dejamos atrás a los viejos y por las noches, mientras luchábamos contra el insomnio o nos dejábamos caer sin resistencia en el sueño profundo, nos permitíamos un minuto de culpa. Quedaron en pie algunas amistades, que se alimentaban de las rutinas, de la necesidad de guardarse las espaldas, de la conversación a media voz a las desordenadas horas de llevarse a la boca algo de comer. Pero más que todo nos volvimos extraños. Lobos solitarios que cazan en manada y después se dispersan. Nos volvimos ariscos. Sobre todo de día. Si alguien se nos acercaba demasiado por un tiempo que nos parecía más largo que corto, nos volvíamos erizos, anguilas, puercoespines. Siseábamos como las serpientes antes de atacar. Cascabeleábamos. Anunciábamos ruidosamente que no teníamos espacio para darle refugio a otra soledad que no fuera la nuestra. Pero algunas noches el frío o el miedo podían más. Entonces nos acurrucábamos en grupos sin pie ni cabeza. Nos volvíamos un todo indiscernible. Un apelotonamiento de nalgas y talones. Ronquidos, quejidos, murmullos, tripas ronroneando. Calor humano. Las noches se convertían entonces en lugares en los que era posible espantar la soledad. Y salíamos de esos encuentros con las espinas rotas. Listos para enfrentar otra jornada destruyéndolo todo sin descanso. 

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.