Cuando queríamos distraernos dibujábamos en la tierra un tablero y recogíamos piedras claras y oscuras. Jugábamos a las damas con los niños que saltaban de alegría cuando una de sus piezas llegaba al otro lado y podía convertirse en reina. Entonces el juego se salía del tablero y empezaba la caza de la piedra reina. Subíamos y bajábamos por los montes. Nos asomábamos ávidos a las quebradas. Corríamos barranco abajo con los perros. Asustábamos a las gallinas y a los chivos. Y regresábamos de aquellas excursiones con la cara iluminada y los bolsillos llenos de guarataras reinas. Coronábamos la esquina en medio de una algarabía desproporcionada, y pretendíamos seguir jugando a las damas por un rato más. Pero sabíamos que el ánimo nos volaba en carreras hacia el monte. Entonces los grandes y los pequeños, los viejos y los jóvenes, jugábamos a perseguirnos o a ser perseguidos. Una mano en la espalda o en el hombro liberaba al perseguidor de su tarea y convertía a un perseguido en el próximo verdugo. Fijábamos taimas en los árboles o en las enormes piedras que habían bajado del cerro en el último deslave. Una cadena humana podía salvar a un niño en peligro, siempre y cuando al menos una mano o un pie estuviera en contacto con la taima. Corríamos gritando como locos entre los árboles y las piedras. El miedo a ser tocados se parecía tanto a otros miedos antiguos cuando cada huida podía ser la última, pero duraba apenas unos pocos segundos. Terminábamos siempre tirados en el monte. Agotados y sedientos. La última carrera era hasta el chorrerón más cercano. El agua cristalina nos borraba el sudor y los malos recuerdos.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
viernes, 3 de mayo de 2019
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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