Pero también estábamos nosotros, los que quedamos atrapados en el medio del fuego cruzado sin poder elegir un lado o el otro. Los que no podemos elegir porque estamos demasiado ocupados tratando de sobrevivir, de comer aunque sea una migaja cada día. Los que buscamos sin parar algo que darle a los niños para que no se nos mueran de puro flacos y alimentamos con lo que podemos a los viejos para que no se nos desaparezcan entre las sábanas antes de que amanezca. Somos los que deambulamos rebuscando en la basura. Los que miramos desde las ventanas entreabiertas las marchas y contramarchas que pasan allá abajo en la calle. Los que salimos cuando las marchas se acaban a recoger las botellas tiradas por el suelo o dejadas con cuidado cerca de un poste, para sumar una gota a otra gota y juntar en un solo pote un líquido marrón que le damos de beber a los más sedientos. Recogemos panfletos, afiches y pancartas, pintados con consignas en las que no podemos creer, sin saber todavía cómo vamos a usarlos después, porque lo que no se come es más bien inútil y estorba. Pero hemos aprendido que todo puede ser usado y vuelto a usar. Reciclaje lo llaman en la radio. Recogemos bolsas de papitas, maní y tostones. Siempre queda un resto de algo olvidado en el fondo, aunque sea nada más unos granos de sal que se nos pegan a los dedos ensalivados cuando los hacemos llegar hasta el último pliegue. La sal también alimenta. A veces, si tenemos suerte, encontramos paquetes intactos. Una arepa que se cayó de un morral sin que nadie la probara y sobrevivió de milagro al borde de una acera después de que unos tipos con uniformes negros sacudieron a una muchacha hasta quitarle de encima todo lo que cargaba y se la llevaron después en una moto, un esbirro adelante y otro atrás, tocándole las nalgas y las tetas. Pobrecita. Iba, tal vez, ella también con hambre. Pero sobre todo iba con miedo. Y sabemos muy bien de ese miedo, que es el nuestro, pero agradecemos sobre todo esa arepa con queso y mantequilla que seguro unas manos de abuela, madre o tía, prepararon con esmero y angustia para esa niña que se iba a la marcha tan temprano y tan sola. Esa niña que tal vez no regrese pero que sin saberlo ha alimentado con su merienda intacta a dos niños que esperan en la casa con el estómago hinchado y las costillas al aire. Media empanada, dos papitas, cuatro tostones húmedos, dos dedos de cocacola light. A veces conseguimos eso y más. Otras veces regresamos con las manos vacías aunque lleguemos con los dedos empegostados de sal.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
jueves, 6 de junio de 2019
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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