Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

jueves, 17 de agosto de 2017

Dos sueños

Soñé una historia esta madrugada. Sé que vi la historia completa en ese sueño, pero en la mañana, cuando me desperté con el cuarto inundado por un sol veraniego que parecía casi mediterráneo, la historia había quedado hecha pedazos en mi memoria. Me levanté sin hablar, rechacé los saludos con una mano en alto y antes de desayunar me senté a escribir en mi iPad lo que recordaba. Después del desayuno quise agregar los detalles que ya no estaban en las notas rápidas que escribí al levantarme. Pero solamente pude recordar unos pocos.
La primera escena es esta: hay una mujer morena limpiando el piso de una casa enorme. Hay muebles lujosos, matas cerca de las ventanas, largas cortinas que se arrastran un poco por el piso. Hay una luz tenue y la dueña de la casa está sentada leyendo. Las paredes están tapizadas de libros. Donde no hay libros hay cuadros que imagino valiosos. Parecería la escena de una anticuada película inglesa, si no fuera porque la convivencia de la sirvienta y la dueña de la casa es impensable en esas películas en las que los de arriba y los de abajo apenas coinciden. Y es impensable también por lo que sigue.
La sirvienta deja de limpiar y se acerca a la dueña de la casa con una pregunta. Una petición más bien. Le pide que la ayude a escribir una carta o que le enseñe a escribir una carta. Ya no recuerdo las palabras exactas con las que se hace ese pedido. Pero sé que la joven habla con mucha dignidad, aunque utilice el palo del haragán como escudo y lo agarre muy fuerte entre las dos manos morenas. Creo que hablan en español (pero podrían también estar hablando en inglés, a veces no distingo) y que la dueña de la casa no se asombra ni se alarma por lo que la sirvienta le pide. En la mañana pienso que eso es lo que salva a esta historia de ser totalmente anacrónica. Esa mirada de la dueña de la casa que no es alarmada ni condescendiente.
Lo siguiente sucede un tiempo después. Es posible que me haya olvidado de lo que pasó entre una escena y otra. Puedo imaginar los días en que las dos mujeres se sentaron en la mesa de caoba de la biblioteca, o tal vez en el comedor informal en el que se desayuna los días de semana, o en el pantry más bien incómodo pero acogedor que está dentro de la cocina (la casa es enorme, ya lo dije) a repasar borradores de cartas. Es una escena didáctica, en efecto. Una mujer enseña y la otra aprende. Pero hay algo en ese intercambio que no es del todo civilizatorio. Hay una corriente igualitaria, un impulso de empoderamiento, como se dice hoy.
Como sea, esas escenas no las recuerdo. Sólo estoy inventando porque la próxima escena se me queda en el aire si no. Y es otra vez el salón en el que las matas ocupan espacios estratégicos cerca de las ventanas. La misma luz, las cortinas, los estantes llenos de libros. Ahí está la joven que pasa un coleto eterno por el mismo piso ya excesivamente limpio. Pero algo ha cambiado. Se oyen ruidos afuera. Una multitud parece estar gritando un nombre y el tumulto se acerca a la paz de la casa con estruendo de guerra. La paz ya está rota. La dueña de la casa ha bajado el libro que intentaba leer y mira a la joven que también ha dejado de limpiar y se asoma a la ventana.
Ya es hora de que te cambies al cuarto de huéspedes, dice la dueña de la casa. Hay un tuteo allí, estoy segura. ¿Por qué no hay hombres en esa enorme casa? No tengo respuesta a esa pregunta. Sólo puedo ofrecer un presentimiento. Los hombres se han ido de viaje y tal vez están por llegar. Esa ausencia me inquieta. Pero el ruido que viene de afuera es lo que construye la tensión de esta escena. Y no hay una imagen clara que me lo explique pero sé lo que está pasando. Afuera, en esa entrada que imagino ancha y majestuosa, hay mujeres que vienen a pedirle a la sirvienta que escriba para ellas más cartas, que escriba tantas cartas como sea posible para acabar con todas las injusticias, los errores, los malos tratos.
De una carta íngrima y seguramente mal escrita hemos pasado a la multitud. Un reclamo solo se ha ido multiplicando hasta convertirse en ese clamor que ha llegado a la puerta de la casa y la sirvienta es ahora la cabeza de un movimiento. Ella no lo eligió. Su desafío original había sido casi en sordina, un gesto doméstico. ¿Para quién habrá escrito esa primera carta? ¿pidiendo qué? Como sea, la dueña de la casa la acompañó en su empeño y eso me hace pensar que no calculó las implicaciones o, si lo hizo, no pensó que llegaría a esto. Pero ahora reconoce con un solo gesto que ha perdido una sirvienta y ha ganado una huésped. Desde ahora la joven va a tener que ser su invitada de honor.
Imagino que manejará su agenda, que no permitirá que la agobien demasiado. Tengo la impresión de que vienen a visitarla los líderes políticos y creo que le ofrecen lanzarse a un cargo. Me gustaría pensar que hace una inmensa campaña para presidente. Pero mi sueño llega sólo hasta ese ruido que se acerca desde afuera y a esa frase que cambia en un instante el estatus de la sirvienta. Es la cenicienta otra vez, pienso mientras transcribo el sueño en la mañana, preguntándome qué historia estoy volviendo a repetir. Pero no, me discuto, aquí no hay príncipes azules. No hay madrastras mezquinas. Esta joven morena está sonriendo. Sabe que desde el cuarto de huéspedes su vida va a dar un vuelco impredecible.
También soñé con una calle sola bajo el sol del mediodía que en la noche se vuelve un lugar de encuentro, con mesitas y sillas verdes en las aceras. Es una calle de adoquines. Hay botellas de vino, velitas sobre las mesas y huele a algo muy rico. Luces de colores cuelgan de un balcón a otro y en medio del murmullo de las parejas que conversan se escucha de pronto una risa de mujer. Pero ese es otro sueño y no he encontrado el modo de hacer que la sirvienta y la dueña de la casa vengan a sentarse en una de estas mesitas y compartan un vaso de vino y unas gambas con ajo.
.
.
.




martes, 1 de agosto de 2017

Inventario para después de la guerra

Para Gina Saraceni

Luchar contra la muerte al descampado, en medio de las ruinas de una guerra que acaba de terminar o continúa en otra parte.
Los ruidos de la guerra lejana que avanza o retrocede.
Los animales que nos rodean. Aves de rapiña, perros salvajes, ratas, insectos alados. Caimanes en los ríos. Culebras venenosas debajo de las piedras y los palos.
Harapos. Se usan unos trapos encima de otros. Los trapos más viejos se desintegran y se van cayendo solos, a pedazos. Las tiras sueltas se levantan a veces con la brisa.
El olor a quemado. Siempre y todo huele a quemado. Hasta que llueve. Entonces huele a cenizas remojadas y a sangre disuelta. Después sale el sol y el olor a quemado resucita.
Los caminos de tierra. Polvorientos o embarrados. Caminar por ellos es siempre una tortura. No parecen llevar a ninguna parte. Y sin embargo, a veces, una ruina se atraviesa en el camino.
Los pies descalzos. Nadie tiene ya zapatos. Quedan algunos trapos gruesos que se amarran con tiras de otros trapos. Y después, siempre y sin remedio, los pies descalzos.
La ausencia del deseo junto al golpe sorpresivo y repentino del deseo.
El hambre. Las tripas llenas de aire. El aire que circula por las tripas vacías produciendo un dolor desarraigado. Un dolor que empieza en las encías y termina en el ano. Un dolor que se prolonga hacia afuera al orinar tres gotas y al expulsar una cagarruta dura como una piedra.
Los pelos, las uñas, los dientes. No tener con qué cortarlos ni cómo lavarlos.
Los tesoros. Se guardan los objetos encontrados en los campos de batalla y en las ruinas. La vida es caminar entre un campo de batalla y otro, siguiendo a los zamuros, para rastrear el terreno y encontrar los tesoros.
Los trueques. Un día intercambiaremos los tesoros. Una bala por una lata de atún. Una medalla dorada por un kilo de caraotas negras. Un día todos los tesoros van a convertirse en comida.
Las hogueras. Los fuegos que hacemos y los que otros han hecho. Túmulos funerarios en los que quemamos el miedo y asamos animales que comemos casi crudos. Alimentamos en la noche las hogueras para que no deje nunca de oler a quemado.
El agua. De lluvia o de río. Sabe siempre a sangre. Los pozos. Las quebradas. Los torrenciales aguaceros. Nunca, nunca, el mar.
El miedo. Por los caminos el miedo se disuelve mientras se mira lejos y no se ve a nadie. Por las noches el miedo crece, aunque se logre dormir en una cuneta fuera del alcance de las bestias y los hombres. Pero el miedo no se va nunca. A menos que se agrande y se convierta en terror. El terror es un miedo que inunda.
Las pausas. Los refugios que le arrebatamos a las ruinas. Las sombras de los árboles. Los días sin sol. Ese momento en el que el sol se esconde pero hay luz todavía.
Los sueños. Se sueña con el mar. Con olas enormes que crecen sin reventar nunca. Pero, sobre todo, se sueña con banquetes interminables. Dulces y salados. Bebidas y licores. Jugos de frutas y agua de coco.
Las ruinas. Entre los caminos y los devastados campos de batalla hay ruinas. Ranchos, casas, iglesias. Un gran caserón a veces. Huelen a quemado y guardan los tesoros. Trapos, papeles sueltos, muy rara vez un libro entero, pedazos rotos de lámparas que parecen joyas, latas vacías, encendedores, fósforos intactos, velas. Nunca nada que se pueda comer. Algún día los tesoros van a ser cambiados por comida. Hay que llevarse nada más lo que se puede cargar. Lo demás hay que enterrarlo. Los caminos son circulares y es posible pasar otra vez por las mismas ruinas. Entonces, tal vez, será posible desenterrar los tesoros.
Los fantasmas. Las almas en pena de los que murieron en la guerra. Pero también de los que están muriendo ahora porque el hambre es mucha. Aparecen en medio del camino y nos acompañan por un trecho. Después se van. En silencio como vinieron. Llevándose la poca esperanza que nos queda.
Las marcas. Hay que dejar marcas. Marcas que los otros buscadores no puedan descifrar. Nunca dejar una marca directamente encima de donde se ha enterrado un tesoro. Las marcas apuntan a otro lado. Dicen: aquí estuve; aquí guardé algo para la próxima vez; ¿te acuerdas dónde está? O dicen: acuérdate; esta no es la primera vez que pisas estas ruinas. O dicen: volviste; estás caminando en círculos. Ya no hay nada aquí, cambia de rumbo. Las marcas también sirven para no volver.
Las armas. Un garrote duro como una piedra. El cuchillo encontrado en un pecho sangrante. Un machete amolado que se afila al borde del río con una piedra lisa. Piedras con las que se practica la puntería. Las uñas. Los dientes.
Las repeticiones. Pasado un tiempo, todo vuelve a suceder otra vez y es necesario encontrar el modo de romper el ciclo. No seguir el mismo camino polvoriento o embarrado. No pisar otra vez el umbral de esa casa quemada, porque se ve de lejos una marca dejada hace ya tiempo.
Las atrocidades. Hay quienes juegan con el borde de la muerte. Se alimentan de gritos. Prefieren no matar. Pero invocan a la muerte en cada tajo.
La marcha. A la vez una huida y una búsqueda. Sólo parece que se anda sin rumbo. En realidad se camina para sobrevivir, para luchar contra la muerte. Quedarse es morir. Dejarse alcanzar por los que vienen detrás es una forma de suicidio. Alcanzar a los que van adelante es un riesgo que es mejor no calcular. Todos los que quieren sobrevivir marchan al mismo ritmo. Perseguidores que se saben perseguidos. Hasta que llegue el día del intercambio de los tesoros.
Las voces. Cuando se escuchan, están siempre alteradas por la rabia. No son nunca susurros. Son gritos de terror o alaridos de angustia.
El horizonte. En algún lado, más allá de los campos de batalla y de las ruinas de la guerra, habrá una plaza al descampado donde vamos a ir llegando todos. Algunos llegarán tan cargados que apenas van a poder moverse y se sentarán en los bordes. Los más livianos irán caminando entre los montones de cosas que han traído los que llegaron antes. Los que no tengan nada más que su cuerpo desnudo ocuparán el centro. Hasta ahí llegarán a buscarlos los más fuertes: su cuerpo será el único tesoro que tendrán para ofrecer al mejor postor.
Los niños. Están en el centro de la plaza, rodeados por los que no tienen otra cosa que ofrecer que su cuerpo desnudo. Nadie los toca. Por ahora.
.
.
.

Archivo del blog

Datos personales

Mi foto
Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.