Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Memorias ajenas

Para Ricardo Alonzo, que atesora recuerdos


Estaba a punto de irme pero no quería perder la tarde que me quedaba hablando de los males del presente. Llevábamos días comentando las noticias, cada declaración del dictadorzuelo que gobernaba la tierruca, cada container con comida podrida que se descubría, cada medida contra los empresarios, los obreros, los estudiantes; cada muerto que aparecía en los callejones de cualquier ciudad y que nunca nadie investigaba. Pero ya estaba cansada de llegar a la misma conclusión una y otra vez. No sabía cuándo íbamos a volver a sentarnos a comer juntas, porque el exilio está lleno de esas incertidumbres, así que me propuse cambiar de tema ese último día.

Quería grabar las historias de la infancia de mi mamá y sus hermanos, para poder contarlas con una especie de autenticidad que mis propios recuerdos no tenían. Hacía meses que me rondaba la idea de que tenía que escribir sobre su exilio, que era en cierto modo el preludio de mi propio exilio y del desperdigado deambular de mis hermanas y mis sobrinos. Pero no sabía cómo. Esos no eran mis recuerdos ni mi propio tiempo. Me parecía que era necesario tener una versión de primera mano de aquellos recuerdos que no me pertenecían. Así que ese último día, a la hora del almuerzo, saqué de mi maleta el grabador que me había llevado para grabar un curso que había dictado en la universidad y con el que pretendía escribir un artículo académico sobre la novela histórica venezolana. Prendí el grabador y lo puse entre las dos mientras comíamos. Pensaba que esa grabación me daría el tono correcto, porque la voz de quien recuerda es como la piel de la memoria misma, su envoltorio natural.

Casi seis meses después, mientras veía caer la nieve a través de la ventana de mi casa en un perdido pueblito escocés, me senté frente a la pantalla de mi laptop a escuchar por tercera o cuarta vez el archivo de mp3 donde había guardado aquella larga conversación. Buscaba un hilo que me ayudara a armar una historia. Lo había intentado varias veces y no había podido dar con la forma, con el modo correcto de contar aquello. Porque cada vez que escuchaba la grabación y trataba de armar con ella algo que tuviera una especie de principio y fin, algo que pareciera un relato, me daba cuenta de que la historia que estaba buscando no era la que mi mamá me había querido contar aquella tarde.

Lo que yo quería era armar la historia de un sentimiento. Del sentimiento que yo misma vivía desde que me había ido de mi propio espacio y había tenido que pasar por la angustia y la tristeza de vivir al otro lado del mundo. Quería saber cómo mi propia familia materna se había adaptado a una nueva tierra y había aceptado pertenecer a ella. Supongo que estaba buscando una experiencia que me guiara una especie de ejemplo a seguir. Pero no hay nada más difícil que recordar tristezas. Y en realidad no hay recetas para salir del abismo del desarraigo. Como sucede con todos los duelos, el alivio sólo existe en el simple transcurrir del tiempo.

Por más que pasé dos horas haciéndole preguntas de todo tipo, no logré que mi mamá me dijera una sola frase sobre el modo como se sintió al dejar su país a los doce años y enfrentarse a una realidad totalmente nueva. Ella sólo quería revivir los recuerdos alegres, los personajes curiosos, las historias extrañas que se habían contado una y otra vez en la familia, sobre lo tremendo que era su hermano Julio cuando estaba chiquito, lo impresionante que era ver a la tía Ventura, que era totalmente ciega, hacer todos los quehaceres de la casa sin trastabillar y sin equivocarse nunca, las cinco profesiones que había estudiado el tío Maximiliano, el matrimonio fallido de la tía Fefé con un edecán de Trujillo, esas cosas.

Después de mucho escuchar aquella grabación decidí que el primer paso tendría que ser transcribir todo y ver si lo que se escuchaba en la grabación se veía mejor en el papel, mejor dicho, en la pantalla de mi laptop. Había abandonado la idea de la voz como piel de la memoria y me había resignado a la tiranía de lo escrito, al imperio de la puntuación, a la sordina irresponsable de la letra que es incapaz de reproducir la calidez de un tono, la la implacable lógica del cortado y pegado. Mientras transcribía me daba cuenta de las preguntas que debí haberle hecho y no le hice, o de los comentarios que hice sin darme cuenta de que estaba interrumpiendo el libre flujo de un recuerdo que tal vez hubiera llegado a revelar la memoria de algo realmente significativo que nunca llegó a expresarse.

Mi mamá había preparado una sopa de pollo que es la sopa que más me gusta, pero sólo como ella la prepara. Estábamos sentadas una frente a la otra en el comedor de su casa en Mérida. Le habíamos agregado a la sopa varios trozos de queso blanco y un cambur picado en ruedas. Los dominicanos siempre comen la sopa con cambur, y esa era parte de la herencia que compartíamos. El sabor dulce de la fruta que sólo nosotros llamamos cambur, pero que en Santo Domingo, y en todo el resto del mundo, se llama banana, me trajo a la memoria historias que había oído en mi propia infancia, en las que se mezclaban los abuelos y los tíos. Para intentar llegar de algún modo a ese tiempo, o a lo que quedaba de él en su memoria, le pedí que me contara sobre su casa de infancia. Había escuchado muchas veces los cuentos de las casas en las que ellos habían vivido en República Dominicana, antes de venirse a Venezuela y pensé que sería un buen comienzo.

—Cuando estábamos chiquitos nosotros vivíamos en Mao, pero cuando mi papá y mi mamá viajaban nos quedábamos en Santiago, en la casa de la abuela Dominga. La calle en la que estaba la casa se llamaba 30 de marzo, que es una fecha muy importante en Santo Domingo. Al llegar había que subir una escalera como de siete escalones y al entrar había una galería a la que daban todas las puertas de los cuartos. La puerta del medio era la entrada principal y las demás eran las entradas de los cuartos. En vez de ventanas lo que había era puertas. Después del recibo había dos cuartos y un estar. Después había dos cuartos más y en la parte de atrás había otra galería en la que estaba la cocina, el baño y una parte de lavandería. Ahí abajo era donde estaba una especie de desván donde mi tío Maximiliano guardaba sus libros y una calavera que Julio siempre sacaba para asustarnos.

Me explicaba todo esto usando las manos para dibujar en el aire dónde quedaba cada cosa. Yo me acordaba de la historia de la calavera, porque se la había oído contar a todos mis tíos y a mi abuela muchas veces. Le hice un par de preguntas más sobre la casa de la abuela Dominga. Pero ella le había echado picante a la sopa y se le había pasado la mano. Por eso, de pronto, en la grabación aparece una tos, un ahogo, un carraspeo. Yo le pregunto si está bien, si quiere agua o un pedazo de pan. Ella me dice que no, que ya pasó. Entonces perdimos el hilo de lo que estábamos hablando y le pregunto por la casa del abuelo.

—La casa de mi abuelo era muy parecida a la de mi abuela Dominga, pero más grande. Estaba toda rodeada de galerías que miraban a un patio que estaba en el centro. Y en la parte de abajo estaban los cuartos del servicio. Había unos tanques de agua que se llamaban aljibes. Yo tengo una foto sentada en uno de esos aljibes.

Yo había visto esa foto en un album viejo de la abuela Julia y había oído muchas veces hablar de la casa grande, alta y llena de gente, en la que habían nacido los tres hermanos mayores, Miguel, Julio y Sonia. Esa era la casa en la que yo me había imaginado siempre a mi mamá, rodeada de sirvientas y nanas, escapando de las severidades de un abuelo demasiado estricto por aquellos sótanos oscuros y húmedos.

—Las casas estaban montadas como en un segundo piso y estaban rodeadas de corredores, que allá se llaman galerías. Abajo de todas las casas lo que había era como un gran galpón donde se guardaban los alimentos, las herramientas y esas cosas. Todas las casas viejas eran así. Había un hático en la casa del abuelo que tenía unas ventanas que daban al techo. Julio una vez se salió por una de esas ventanas, se resbaló y se cayó para abajo. Pero no le pasó nada. A él nunca le pasaba nada. Era terrible.

Cuando comenzaba a contar cosas que yo ya sabía o había escuchado y recordaba vagamente, yo la interrumpía para precisar los datos de los que no me acordaba. Después, cada vez que escuché la grabación me arrepentí de haber impedido que hablara siguiendo el hilo de las imágenes que se le venían a la cabeza. Pero ya no había nada que pudiera hacer. Si la llamaba de pronto para preguntarle por algún detalle que se quedó en el aire en medio de aquella conversación, lo más probable era que no lo recordara. En realidad no se puede esperar que la memoria de alguien que ha vivido tanto sea ordenada y coherente. Por eso creo que en algún momento me resigné a los saltos entre un tema y otro y me fui olvidando del orden pautado por las casas, porque sospechaba que mi mamá no se acordaba de ellas por separado sino que tenía una memoria condensada en la que todas las casas de su infancia se juntaban en una.

—El papá de mi mamá se llamaba José Espinal. Era la persona más importante del pueblo. La casa de mi abuelo quedaba enfrente de la plaza. Rodeando la plaza quedaba el cuartel, la iglesia, el club y la casa de mi abuelo, así que te puedes imaginar lo importante que era. El primer baño que hubo en Mao estuvo en la casa de mi abuelo y el primer carro que cruzó por las calles de Mao era de mi abuelo. La casa ocupaba casi una cuadra enfrente de la plaza, porque en la esquina vivían unos primos de ellos, y de un lado estaba la tienda. En esa tienda vendían de todo. Esa era la única tienda del pueblo.

Me explicó que en realidad la que tenía dinero de cuna, como se dice, era su abuela. Ella era de la familia Tió, una familia muy antigua, que había venido de España y tenía escudo de armas y todo. Yo había visto un libro que la tía Cynthia había traído de Santo Domingo, donde estaba toda la historia de la familia. En ese libro aparecía el árbol genealógico de los Tió, que llegaba hasta la generación de mi mamá. También aparecía la historia de los personajes más públicos de la familia, entre los que estaba un pariente que participó en la conjura para asesinar a Trujillo. Me distraigo un rato buscando su nombre en la red y descubro que se llamaba Luis Amiama Tió. Leo su biografía, veo las fotos en las que aparece con una expresión severa. Vuelvo a la transcripción con la sensación de estar oyendo un pedazo de historia.

—El abuelo José había hecho plata con su propio esfuerzo, con los negocios que montó, pero la que tenía plata era la abuela. Por eso cuando mi abuela se murió y mi abuelo se volvió a casar, los hijos del primer matrimonio, mi mamá, mi tía Fefé, mi tía Antonia y mi tío Pachelo, se pusieron furiosos y desde esa época se pelearon con el abuelo. No era solamente porque se hubiera vuelto a casar, sino porque se casó con una sobrina de mi abuela. Era una muchacha jovencita, que incluso había vivido un tiempo en la casa.

Suena un ruido afuera. Tal vez un camión que pasa. Supongo que miramos por la ventana y vemos la llovizna eterna de Mérida empañarlo todo. Hay una construcción del otro lado de la Avenida Las Américas y el ruido que hacen los camiones que entran y salen, las máquinas y los hombres está todo el tiempo como telón de fondo en la grabación. También se escuchan pasar las motos cada tanto. Hay una pausa breve y un comentario sobre ese ruido que no se acaba nunca. Le hago una pregunta sobre la relación entre mi abuelo y su segunda esposa y ella vuelve a un recuerdo que es más bien una sentencia familiar, una de esas declaraciones inmutables que se han fijado en la memoria más por la insistencia de un encono antiguo que por haber estado ahí cuando sucedieron los hechos.

—Era como si se hubiera casado con una de sus hijas. De hecho, los hijos que tuvieron tenían los mismos apellidos, porque ella también era Tió. Así que los otros hermanos de mi mamá, los medio hermanos, son también Espinal Tió como mi mamá. Yo no los conozco, pero son muchos, como siete u ocho. Ellos siguieron viviendo en la casa de Mao, pero mi mamá y sus hermanos se fueron. Mi tía Fefé, que estaba soltera, se fue a vivir a Nueva York, porque no quería vivir con ellos. Cuando mi abuelo murió, vendieron esa casa y se quedaron con esa plata. Mi mamá se puso furiosa, porque la que tenía dinero era la abuela, eran los Tió, y a ellos no les correspondía esa herencia.

A esta altura de la historia me doy cuenta, meses después, de que no sé cuál es el nombre de la bisabuela. Creo recordar que también se llamaba Julia, como su hija, la mamá de mi mamá. Pero en realidad no lo sé. Mientras escucho la historia del segundo matrimonio del bisabuelo, que también había oído antes, recuerdo que cuando la abuela Julia estaba viva no se podía hablar de eso delante de ella. Era un tema prohibido, era como una especie de lado oscuro de la familia, de pecado original que no se podía mencionar. Pero la verdad es que no es fácil ocultar todo un lado de la familia. Mi abuela tenía siete u ocho medio hermanos, que eran tíos de mi mamá y tenían los mismos apellidos. Es demasiada gente para caber en un secreto. Me dio cierto vértigo pensar la extensísima familia que ignoro y que está regada por Santo Domingo y quién sabe por dónde más. Y como estábamos hablando de secretos mi mamá se acordó del otro gran secreto de la familia.

—La abuela Dominga nunca se casó con el papá de mi papá, porque él tenía su esposa y su familia legal. Él era un viejo muy acomodado y creo que tenía una farmacia o algo así. Eran de apellido Hernández. Cuando mi papá creció su papá quiso darle el apellido y mi papá no quiso. Le dijo que no, porque ellos siempre habían sido Rojas y su mamá los había criado sola y ellos no necesitaban más apellido. Mi papá siempre decía eso, que mi abuela los había criado sola y que su papá no la había ayudado nunca. Pero yo me acuerdo de un señor que llegaba todos los sábados, le entregaba a mi abuela Dominga un sobre, se tomaba un café y se iba. Yo creo que ese señor era un empleado del papá de mi papá. Se llamaba Bruno. Por eso yo creo que el viejo Hernández sí le pasaba dinero a la abuela Dominga, porque ese señor Bruno iba todos los sábados a entregarle a mi abuela un sobre.

La historia de la abuela Dominga me la había contado muchos años atrás Lucrecia, la señora que trabajó para la familia de mi abuelo y mi abuela durante años de años y se conocía todos los cuentos y había sabido guardar más de un secreto. Mi abuela la había convencido de venirse a Venezuela y, después de mucho viajar de allá para acá, terminó quedándose en Caracas y casándose con Felipe, un muchacho que mi abuela había criado. Al principio, el matrimonio había sido arreglado, sólo para que Lucrecia pudiera vivir legalmente en Venezuela y no tuviera problemas con inmigración. Pero después se enamoraron y terminaron viviendo juntos. Cuando Felipe murió, la noche en que su corazón no pudo andar un segundo más debido al mal de chagas, Lucrecia estaba durmiendo con él en la misma cama y alcanzó a escucharlo quejarse por última vez. Cada vez que oigo la historia del abuelo y de su madre soltera, me acuerdo de Lucrecia. Pero no sé si esa historia forma parte de ésta. O tal vez sí. Porque me acuerdo de lo que sentí cuando supe que mi abuelo era lo que llaman un hijo natural. Me pareció el secreto más tonto que se había guardado la familia. Algo por lo que hoy en día nadie se preocuparía en lo más mínimo.

—No sé cómo se conocieron mi papá y mi mamá. Creo que mi papá tenía unas tierras en Mao. Pero la verdad es que no sé. Lo que sí me imagino es que no debe haber sido fácil que lo aceptaran en la familia. En Santo Domingo le hacen mucho caso a todo el asunto de los apellidos y la gente que tiene dos apellidos, al menos en esa época, ahora ya no, miraba con mala cara a los hijos naturales, como se dice. Pero yo creo que lo que terminó convenciendo al abuelo es que mi papá era muy trabajador y tenía muchas tierras. A fin de cuentas eso era lo que importaba, que él había sabido hacer dinero viniendo de abajo, igual que mi abuelo José.

Desde que conozco la historia de la abuela Dominga y del esquivo papá de mi abuelo he tratado de imaginarme cómo se conocieron esos dos seres que vivían en universos tan distintos. El abuelo Miguel vivía en Santiago de los Caballeros, era un joven hacendado y un hombre de negocios emprendedor. La abuela Julia era una niña de su casa, que vivía en Mao, rodeada de atenciones y vigilada cada segundo del día. Alguna vez alguien de la familia me contó que la abuela había tenido una institutriz francesa, como todas las niñas de su clase y de su generación, y había recibido lecciones de piano. Yo me la imaginaba como esas lánguidas señoritas que aparecían en las revistas de finales del siglo XIX. Y no podía encontrar un punto en común entre esas dos vidas tan dispares. El caso es que se conocieron, aunque ya nadie recuerde cómo, se casaron y tuvieron sus primeros tres hijos, dos varones y una hembra. Vivieron un tiempo en Mao y luego se mudaron a Santiago. Mi mamá no nombra la casa de la ciudad, pero se acuerda de la casa que tenían en el campo.

—En una de las fincas de mi papá había un molino que funcionaba con bueyes. Mi papá era unos de los pocos que vendía el arroz ya trillado y lo trillaban en esa finca. Yo me acuerdo clarito del molino. Ahí teníamos nosotros una casa a la que íbamos de vacaciones y algunos fines de semana. Era una casa de campo de madera a la que le pasaba un río por al lado. Esa casa estaba como en un cerrito y fue ahí donde Julio se montó un día en el carro de mi papá y yo le dije que me quería montar con él. Entonces Julio sacó el freno o puso el carro en neutro, no sé. El asunto es que el carro rodó por el barranco y nosotros nos fuimos para abajo. Me acuerdo que mientras bajábamos venía un gentío pegando gritos detrás de nosotros. Cuando llegamos abajo nos paró el río. Eso fue un escándalo horrible. A Julio le dieron una pela y a mí me encerraron. Fue horrible. Yo estaba chiquita, chiquita, pero yo todavía me acuerdo.

No había oído hablar antes de esa casa en el campo. Sabía que el abuelo tenía tierras y que en las vacaciones, en lugar de ir a la playa, como se esperaría de gente que vive en una isla, la familia se iba a la montaña. Supongo que esa era la casa en la que pasaban los veranos, lejos del calor y del sol. Mientras me congelo en este invierno casi ártico se me calienta el alma con sólo recordar el calor del Caribe, el mar azulísimo, las playas perfectas de las que tanto hablaba la abuela. Cuando vuelvo a dejar correr la grabación, escucho mi voz interrumpiendo el recuerdo de la casa de campo y preguntando por los colegios.

—Yo estudié en un colegio de monjas en Santiago que se llamaba Sagrado Corazón. No me acuerdo de haber ido a ningún colegio en Mao. El colegio del que yo me acuerdo quedaba en Santiago. Yo caminaba hasta la parada del transporte, que quedaba como a una cuadra de la casa en una plaza, y ahí esperaba el autobús que me llevaba al colegio. Iba con una muchacha que me cuidaba, porque uno no andaba solo por la calle, eso no se hacía. Y cuando regresaba, la muchacha estaba en el mismo lugar esperándome para llevarme a la casa. Era un colegio de niñas. Miguel y Julio estudiaron en un colegio de varones, pero no me acuerdo cómo era, lo único que sé es que quedaba cerca de un hospital, porque fue ahí que atendieron a Miguel cuando tuvo el accidente.

Mientras miro nevar desde mi ventana trato de imaginarme cómo sería ese colegio de señoritas, lo estrictas que seguramente eran las monjas, el día a día de aquella niña confinada entre el colegio y la casa, siempre acompañada de una chaperona. Aquella niña que estaba por perder todo de un solo golpe. Pero en la voz de mi mamá no hay tristeza. Creo que todo el esfuerzo se le va en recordar, en tratar de fijar las imágenes para responder mis preguntas. Y ahora que la escucho y trato de ordenar en el papel sus palabras dudo que sea posible traer a la memoria el abismo que se te abre bajo los pies si a los doce años te dicen que tienes que recoger lo mínimo y salir en volandas a otro país.

—Nosotros nos vinimos a Venezuela porque Trujillo no dejó entrar a mi papá una vez que estaba viajando con mi mamá. Antes de que naciera Kenya, mi papá y mi mamá estaban en Nueva York. Ellos viajaban para allá por lo menos una vez al año y a nosotros nos dejaban con mi abuela Dominga. Cuando se iban a regresar para Santo Domingo, el abogado de mi papá le dijo que Trujillo le iba a quitar las tierras. Que si él estaba dispuesto a vendérselas que regresara, pero si no, lo iban a poner preso. Entonces mi papá se fue para Puerto Rico y mi mamá se regresó a Santo Domingo a ver qué pasaba. Trujillo le quitó todas las tierras a mi papá. Pero el abogado le recomendó que no firmara nada, porque cuando cayera Trujillo esas tierras se las podían devolver, pero si firmaba algo no le iban a pagar y las iba a perder todas. Entonces él no firmó.

Reconozco aquí otra vez un fragmento de la historia que he escuchado contada varias veces de distintas maneras. Durante mi infancia y mi adolescencia Trujillo era como el lobo del cuento, la maldad absoluta. Porque era el culpable del exilio de los abuelos, que durante toda mi infancia hablaron de Santo Domingo como el paraíso, el lugar donde la comida era más rica, el azúcar más dulce, el mar más azul. Todo expatriado desarrolla de algún modo esa forma de la nostalgia que embellece hasta el extremo lo que ha dejado atrás. Yo también he embellecido parte de mis recuerdos y he aceptado que esa especie de ensueño forma parte del duro proceso de adaptarse al desarraigo. Como forma parte del repertorio del exilio la historia de los tiranos que nos obligaron a hacer las maletas y dejar todo atrás.

—Pero yo me acuerdo que lo presionaban mucho, a él y a mi mamá. Nosotros vivíamos también en una casa alta y teníamos varias mujeres de servicio. Desde arriba veíamos que una de las mujeres entregaba papeles y cosas así a unos hombres que venían todas las noches. Cuando mi mamá descubrió que esa mujer nos vigilaba, le preguntó que quiénes eran esos hombres y a la mujer no le quedó otra que contarnos que a ella la habían puesto ahí en la casa con la misión de informarle a la policía de todo lo que nosotros hacíamos y decíamos. Pero nos dijo que ella no decía nada importante, sólo comentaba cosas normales de todos los días. La mujer le dijo a mi mamá que no la delatáramos porque de todos modos, si ella se iba, mandarían a otra que iba a hacer lo mismo y podía ser incluso peor.

Escuchando cómo el tono de voz de mi mamá se vuelve tenso, ante el recuerdo de una espía colada en su propia casa, pienso que las historias de todas las dictaduras se parecen. Todas coinciden en esa siembra de miedo que tiene tantas formas. Una de las formas es la de la separación misma, la destrucción de las familias, disgregándolas por el mundo, impidiendo que sus miembros se encuentren, restándoles la fuerza que les da el estar juntos. Divide y vencerás, dice la máxima de guerra. Y así es como toda dictadura, una vez que declara un enemigo, se afana en dividirlo. Cuando el enemigo es la sociedad toda, la familia está en el centro del objetivo. Y es eso lo que hay que partir en pedazos y lanzar a los cuatro vientos.

—Cuando mi mamá vino de Nueva York llegó en estado de Kenya. Y después de regresar fue el accidente de Miguel, que de vaina no se murió. Él venía en una bicicleta y un camión se lo llevó por delante y lo arrastró por más de una cuadra. Le destrozó la cara y toda la parte derecha del cuerpo, por eso Miguel era tuerto y tenía una placa de metal en el cráneo. En la pierna tenía una herida tan honda que se le veía hasta el hueso. Quedó vivo de milagro. Dicen que se salvó porque el accidente fue cerca de un hospital y lo atendieron rápido, pero Miguel estuvo mucho tiempo grave, grave. En esa época mi papá trató de regresar, pero todo el mundo le dijo que si volvía lo iban a poner preso y no iba a poder hacer nada. Entonces, cuando nació Kenya y mi papá tampoco pudo entrar, resolvieron que tenían que irse a vivir para otra parte, porque no tenía sentido vivir así.

No. No tiene sentido vivir así. Me puedo imaginar a la abuela, lidiando sola con tres hijos adolescentes y una niña recién nacida. Recibiendo rumores y amenzas, sintiéndose vigilada y espiada. Y mi abuelo, ¿cuántos meses estuvo el abuelo Miguel pensando qué hacer, desesperado, varado en una isla del Caribe que no era la suya? Me puedo imaginar su angustia, el silencio que lo rodeaba en las solitarias noches en las que se acostaba en su pobre cama vacía de exiliado a pensar otra vez en el plan que tenía previsto para reunir de nuevo a la familia. ¿Cuántos planes fallidos habrá tenido?

—Mi papá tenía todo listo para irse para Colombia. Pero de paso para Colombia se encontró con un amigo que vivía en Turén y que le dijo que no se fuera para allá, que en Portuguesa había un programa de ayuda a los extranjeros y que el gobierno estaba dando muchas facilidades para la gente que quería trabajar la tierra. Y como eso era lo que en realidad mi papá hacía, él sembraba arroz en Santo Domingo, entonces se decidió y compró unas tierras primero por la Quebrada de la Virgen y después compró otra finca cerca de Guanare. Pero no le fue nada bien y al principio lo que hizo fue perder plata.

Escucho la historia de todos los intentos que hizo el abuelo de sembrar arroz en una tierra tan distinta a la suya y con unos métodos que no conocía. Es un cuento largo, lleno de complicaciones, donde hay sequías, inundaciones, plagas y canales de riego que apenas funcionan. Pero me doy cuenta de que hemos pasado por encima del viaje, de la llegada, de las primeras impresiones sobre esa nueva tierra a la que todos iban a tener que acostumbrarse. Entonces la interrumpo y le pregunto por la fecha en la que llegaron. Me sorprende la precisión con la que me responde.

—Nosotros llegamos el primero de septiembre de 1950. Yo tenía doce años. Llegando nosotros aquí prácticamente empezó el gobierno de Pérez Jiménez. Mi papá decía que cómo era posible que saliéramos de una dictadura para llegar a otra. Pero no había nada que hacer, ya no nos podíamos regresar, porque Trujillo seguía mandando y después que mataron a Trujillo la dictadura siguió y eso se volvió un desastre. Nunca pensamos en regresar a Santo Domingo cuando se murió Trujillo, porque ya estábamos todos grandes y regresarse era como empezar otra vez de cero. Las tierras que mi papá tenía allá estaban todas invadidas y no había en realidad un lugar, una casa a donde volver.

A Rafael Leonidas Trujillo lo mataron en mayo de 1961. Pero mi mamá no parece recordar esa fecha. Para ese entonces ella ya se había casado y había dado a luz su primera hija, que nació el 25 de septiembre de 1960. El mismo mes que mataron a Trujillo mi mamá saldría en estado de su segunda hija, que nacería el 12 de enero de 1962. Así que era imposible que la familia regresara. Sus dos hermanos mayores se habían casado ya y se habían ido a vivir a otra parte. Pero esto sólo lo descubro ahora, que estoy sentada frente a mi laptop y puedo buscar en Google las fechas históricas de nacimiento y muerte de aquel dictador empecinado que fue la causa del exilio de mis abuelos. Ahora que transcribo, viendo caer la nieve afuera, la voz de mi mamá que siguió alimentando en su imaginación la posibilidad de regresar a casa, me doy cuenta de que tal vez todos los que hemos dicho adiós para siempre, mantenemos oculta en algún lado la esperanza de volver.

Transcribo el resto de la historia, donde se mezclan los tiempos y las gentes. Los cuentos de las cinco casas en las que vivieron en Guanare antes de la casa que yo conocí, las historias del internado en el que mi mamá estudió hasta cuarto año de bachillerato, el cuento de la operación del abuelo en Estados Unidos, la historia de la casa de Doñana en Caracas, en la que mi mamá vivió un año mientras estudiaba quinto año. Mi mamá se detiene a contarme sobre esa señora que había sido la jefa de las enfermeras de la Maternidad Concepción Palacios y tenía una sirvienta sordomuda y una hija adoptada que fue abandonada por su padre. También me cuenta cómo vivieron en casa de Doñana la caída de Pérez Jiménez. El ruido de los aviones en el cielo y el entrar y salir de gente asustada. Después viene una historia más reciente, que conozco bien y ya no me interesa contar.

Releo el texto en la pantalla y me doy cuenta de que hay demasiadas lagunas que no puedo llenar. Después de tantas preguntas sobre las casas, no me queda claro, por ejemplo, cómo era la casa en la que vivieron mis abuelos con sus hijos en Santiago. Sólo tengo la imagen de esa niña caminando escoltada por una sirvienta hasta la parada del transporte que la llevaba al colegio. Y la imagen de esa mujer que espiaba cada movimiento de la familia mientras el abuelo se moría de angustia en Puerto Rico, sin poder regresar a ver al hijo que estaba muriéndose en un hospital o a la hija que acababa de nacer. Decido dejar reposar la historia por unos días.

Ayer abrí Skype y llamé a mi mamá. Después de hablar casi una hora y ponernos al día en las novedades de la familia, le cuento que estoy escribiendo sobre las casas de Mao y Santiago. Se queda pensando y me dice que tengo que llamar a Cynthia para que me cuente bien, porque ella en realidad no se acuerda mucho de esas casas, pero Cynthia sí, porque ella vivió allá después de grande. Me cuenta que la casa del abuelo, que está frente a la Plaza Duarte, en Mao, sigue todavía en pie. Me cuenta que cuando Estados Unidos invadió Santo Domingo, su hermana menor estaba viviendo allá y la mandaron de regreso para Venezuela a raíz de la invasión. También me recuerda que después que se murió el abuelo Cynthia vivió allá un tiempo. Ella se debe acordar bien de todas las casas, me dice, pero yo ya no me acuerdo.

Cuando cierro Skype siento que he llegado a un punto en el que puedo hacer al menos una pausa. No es un final, pero se parece. Sé que todavía no tengo la historia que buscaba, la de la angustia o la tristeza del desarraigo, porque eso es precisamente lo que más nos empeñamos en olvidar. Tal vez porque contar el dolor nos hace vulnerables y preferimos recordar las travesuras y los castigos, los accidentes y las afrentas, lo extraordinario en lugar de lo cotidiano. Pero creo haber encontrado el hilo de una experiencia que se parece a la mía.

Ha dejado de nevar y parece como si el tiempo intentara recuperarse. Pasan algunos carros despacio por la calle y un par de vecinos se animan a caminar por las aceras resbalosas. Algunos pájaros hacen ruido en los techos, contentos porque pueden por fin estirar las alas y echarse a volar. Pero el termómetro que está fuera de mi ventana sigue estacionado en un cero redondo como un susto.
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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.