Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

martes, 7 de marzo de 2017

No saber

Olga vino a verme porque Sere insistió. Me saludó con cierta distancia, como si no recordara que nos habíamos visto antes. En vez de sentarse caminó directo hacia el ventanal desde el que podía verse la mitad de la ciudad, con el río en el centro y el Ávila a la izquierda. Yo estaba acostumbrada. La torre de Parque Central en la que sigo trabajando, a pesar de los incendios y la ruina, tiene esa única ventaja, la vista casi aérea de Caracas. Quien entra por primera vez no puede evitar pararse frente a ese espectáculo.
Se quedó ahí mientras yo le contaba los trámites que ya habíamos iniciado para esclarecer la muerte de Carla y llevar al responsable a juicio. Describí los procedimientos habituales, nombré plazos y posibles retrasos, y fui dejando papeles sobre el escritorio que pensaba que ella iba a querer mirar. Pero seguía parada frente al ventanal como si no me estuviera escuchando. Mirar la ciudad desde esta distancia tiene a veces un efecto hiptótico. Sobre todo si acabas de llegar después de un largo destierro y sabes que no vas a quedarte. Le hice un par de preguntas. No respondió. Entonces me senté a esperar que reaccionara.
Traté de no mirar el reloj para que no se notara que estaba corta de tiempo, como siempre. Pero ella debió sentirse de algún modo atravesada en el medio del flujo del día y le dio la espalda a la ciudad para venir a sentarse delante de mí como si hiciera un esfuerzo que estaba más allá de su capacidad y de su voluntad. Miró los papeles que habían quedado sobre la mesa. Levantó una carpeta y la abrió. Parecía estar buscando el modo de decir algo que no sabía bien cómo expresar. Era como si intentara traducir un pensamiento desde un idioma antiguo, una de esas lenguas muertas en las que con una sola palabra se podían decir miles de cosas.
Te agradezco tanto, Natalia, de verdad. Fue lo primero que dijo y yo sabía que después iba a venir un pero, un sin embargo amable y contundente. Era una exigencia que nadie me había hecho antes. Todos los familiares con los que he trabajado en los casi treinta años que llevo lidiando con víctimas de la violencia me han pedido que aclare, que investigue, que insista frente a los organismos correspondientes para que se haga justicia. Todos me han exigido saber, enterarse, que los mantenga informados. Olga no. Su única petición fue simple: no quería saber.
Si tienes que hacer todo esto, me dijo, hazlo. Por Carla, por mi tía, por los primos que quedan, por los amigos. Pero no me lo cuentes. Yo no quiero saber quién mató a Carla, ni cómo, ni por qué. No quiero saber si metieron preso al culpable o si lo dejaron irse por un tecnicismo o una negligencia penal. Nada de eso me la va a devolver. No hay ninguna información, ningún dato, ninguna cifra que me haga sentir mejor. Saber más no te cura de la tristeza, me dijo. Su voz sonaba tan honda, su cara expresaba un dolor tan intenso que no pude responder.
Cuando reaccioné ya ella se había parado, se había puesto el bolso en el hombro y estaba contándome lo que Lena le había dicho sobre el traslado del cuerpo. Tal vez solo con la intención de no irse en silencio y de no sonar demasiado brusca al despedirse. Porque me estaba dejando ahí, en medio de la confusión, después de decirme que hiciera dos cosas contradictorias: seguir con el caso hasta poner preso al culpable y no decirle nada. Logré preguntarle por qué antes de que llegara a la puerta. Entonces se devolvió y se paró otra vez frente a mi escritorio. No me miraba a mi sino al cielo que estaba detrás. Los pájaros, las nubes altas.
He visto morir a mucha gente, Natalia. Me fui de este país cargando con la memoria de mis muertos. Esto no es nuevo para mi, me dijo. Lo que sí es nuevo es lo cerca que he sentido la muerte esta vez. Tal vez porque estaba tan lejos cuando lo supe, porque Carla era tan joven y le faltaba tanto por hacer. Tal vez porque nunca estás preparada para que alguien menor que tú se muera primero. Hizo una pausa y volvió a sentarse. Creo que las piernas se negaban a sostenerla. Dejó caer al piso el bolso que tenía en el hombro.
Carla no le hizo nunca daño a nadie, dijo. No estaba en realidad hablando conmigo. Me pareció que más bien hablaba con el destino, con el universo, con la desgracia misma. Era el ser más transparente, menos retorcido que es posible imaginar, dijo. Coleccionaba cajas y dentro de las cajas ponía botones y piedras, agujas y hebras de pelo. Tomaba las fotos más conmovedoras, le gustaba el café negro sin azúcar. Quería viajar más, pero también quedarse para siempre en cualquier lugar en el que estuviera. Era acelerada y lenta al mismo tiempo. Su imaginación no tenía fin...
Por un largo rato que ya no sé cómo medir, Olga siguió recordando a Carla. Cada detalle de su personalidad y de su vida fue apareciendo en una enumeración que podía sonar caótica pero que estaba destinada a armar una imagen nítida. Sus ojos estaban secos mientras hablaba. La voz no cambiaba de tono y más bien sonaba como una letanía, como un rezo. No hubiera podido interrumpirla ni que el mundo entero se viniera abajo. Apenas ahora que trato de recordar todo lo que me dijo, me arrepiento de no haber grabado aquella larga lista de detalles que formaron al final un todo sólido.
Cuando dejó de hablar yo tenía delante de mi a Carla, no como yo la conocía sino como la veían los ojos de Olga. Una gruesa lágrima se me había instalado en el ojo derecho y me rodó sobre la cara al intentar decirle algo que no pude. Volvió a levantarse, volvió a ponerse en el hombro el bolso que había dejado olvidado en el piso. Volvió a caminar hacia la puerta y antes de salir volteó a mirarme por última vez y me recordó, para que no se me olvidara, que ninguna justicia humana ni divina le iba a devolver lo que Carla había sido. Por eso prefiero no saber, me dijo. Y se fue sin cerrar la puerta.




 

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.