Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

miércoles, 15 de mayo de 2019

Modas


Mucho antes de que estallara la guerra los más viejos habíamos perdido el sentido del ridículo. Nos vestíamos como podíamos con lo que teníamos. No nos importaba el largo de los pantalones, ni el ancho de las camisas, ni la talla exacta de los zapatos, ni el alto de las medias. Dejamos de notar lo largo del pelo y salíamos a la calle sin preocuparnos por mantener nuestra cabeza en orden. Pero los jóvenes seguíamos haciendo un esfuerzo y nos negábamos a aceptar que ya era imposible mantener un balance, cierto equilibrio. Seguíamos cultivando un estilo propio. Porque el sentido de la novedad, lo que se llamaba antes la moda, eso sí había quedado en el limbo de las vallas y los anuncios publicitarios que seguían de pie al borde de las autopistas y las carreteras, palideciendo y desconchándose bajo el sol o la lluvia, hasta que no quedaba nada más que una superficie devastada en la que a veces asomaba un ojo insomne. Aún así, teníamos todavía energía para criticar a los viejos cuando no se molestaban en combinar los colores como es debido o juntaban cuadros y rayas en un solo atuendo disparatado. Nos burlábamos de su modo de abrigarse cuando hacía más bien calor, de su empeño en usar medias con zapatos deportivos, de la insistencia en ponerse bufandas o corbatas que no tenían nada que ver con el trópico. Los regañábamos como si fueran niños cuando se empeñaban en usar suéteres o chaquetas para salir a la esquina. Pero, sobre todo, nos negábamos a acompañarlos si no se habían peinado bien o si no se recogían las greñas de alguna manera. Cuando la guerra hizo que todo se volviera escaso, nos tocó el turno a nosotros. Porque no estábamos realmente seniles, sino que nos habíamos dado cuenta de que era inútil luchar contra lo que se veía venir. Ahora somos los viejos los que nos burlamos de los zapatos demasiado grandes y de las pepas que no combinan con las flores. A veces, sólo por ejercer una mínima venganza, nos negamos a caminar junto a los que no tienen nada más con qué taparse que un pantalón raído o una franela transparente de vieja. Péinate, les gritamos desde el borde del camino. Recógete esas greñas, les decimos cuando se levantan del petate con el estómago vacío. Y ellos se acuerdan. Por supuesto que se acuerdan. Pero nos miran de reojo como si nunca antes hubieran sido crueles.  


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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.