Nos fuimos desperdigando para distraerlos. Algunos nos quedamos en los restos de pueblos que íbamos encontrando en el camino, sin saber si podíamos engañarlos haciendo como si nadie estuviera viviendo en esas ruinas. Nos volvimos expertos en habitar las casas muertas, en apagar a tiempo toda hoguera, en distraer a los niños para que no lloraran, en callar a los perros, en desaparecer todo vestigio de vida si hacía falta. En esas treguas hallábamos refugio. Un lugar donde escondernos de la resolana o de los insistentes aguaceros. Un rincón donde juntar los trapos, donde poner los huesos y asentar la cabeza. Una esquina quieta donde sentarnos a pensar o a cantar bajito una canción de cuna. A veces encontrábamos restos de velas o lámparas de aceite intactas. Entonces podíamos alumbrar las madrugadas y cuando todos los niños estaban ya en el quinto sueño, los adultos contábamos historias. A nadie le gustaban los cuentos de la guerra. Nos dormíamos más bien recordando esos tiempos en los que no era necesario pensar dónde íbamos a estar al día siguiente. Cuando los escuchábamos venir, con el oído puesto en la tierra, sabíamos que teníamos el tiempo justo. Cargábamos con niños y morrales, animales y cestas. Desaparecíamos en el monte sin dejar rastro. Los convoyes pasaban con su ruido de guerra, arrogantes, blindados, pesados como barcos, dejando en el camino un reguero de latas. Registraban las ruinas en busca de señales. Si teníamos suerte, a veces ni se molestaban en quemar los techos que quedaban en pie. Y dejaban intactas las ventanas, aunque destrozaran con saña cada puerta.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
jueves, 16 de mayo de 2019
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
1 comentario:
Hermoso y cruel como un dios. Gracias por regalarnos este cuento.
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