Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

martes, 30 de abril de 2019

Estallidos


¿En qué momento se pierde una guerra? Esa era la pregunta que teníamos que habernos hecho, antes de imaginar que bastaba con buena voluntad y mejores intenciones. Pero llevábamos el impulso de los que sienten que tienen la razón y no dejan que la duda los asalte. Ellos eran los salvajes, los violentos, los delincuentes desatados. Nosotros estábamos del lado de la ley. Nos habían elegido para salvar la patria. La razón estaba de nuestro lado. Nos dejamos encandilar por el número de gente que podíamos reunir en las muchas marchas de protesta que convocábamos. Creíamos que marchar era lo mismo que enfrentarse bala contra bala y metralla a metralla con un enemigo dispuesto a todo. Por eso celebramos cuando estalló la guerra. En unos cuantos días llegarían los gobiernos aliados que habían reconocido que sólo nosotros éramos legítimos. Los gobiernos amigos no permitirían que ellos nos masacraran. Pero la ayuda externa se limitó a dejar pasar algunas armas por las trochas más remotas de las descuidadas fronteras. Cuando empezaron a arrinconarnos seguíamos creyendo que teníamos la razón, que éramos mejores. Lo seguimos creyendo con sobrada euforia las pocas veces que logramos avanzar apenas. Lo juramos tocando las banderas. Hasta que las bombas comenzaron a sacarnos de las casas, los edificios, los parques y las plazas. La destrucción se hizo al mismo tiempo inverosímil y meticulosa. No puede ser, pensábamos, que sean capaces de destruir esa manzana entera. Y lo hacían. Se van a detener frente a esa iglesia. Y no se detenían. Van a respetar por lo menos las matas del jardín botánico. Y las matas ardían día y noche. Salvarán aunque sea los museos. Dejarán intacta por lo menos la ciudad universitaria. No van a ser capaces de destruir los viaductos, los puentes, los distribuidores, los túneles. Pero todo, todo, todo estallaba en pedazos. Amábamos tanto la ciudad que nunca imaginamos un odio capaz de destruirla. Ante la tierra arrasada, que fue al final la última consigna que esgrimieron, no nos quedó otra salida que la fuga. Pero logramos resistir lo suficiente para hacer estallar sus cloacas y acueductos. Inundamos el centro con las aguas inmundas de ríos y quebradas. Dejamos tras nosotros un barrial extendido, un lodazal donde hasta los tanques se atascaban. Y emprendimos la retirada soñando con mareas altas y sabanas abiertas, seguros de que todavía esta guerra no se había perdido.  


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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.