Isa se levanta del escritorio cuando escucha sonar la puerta. Por el golpe insistente sabe que es Susan, la vecina que cada tanto aparece para pedir algo. Que le compre cigarros en el abasto, o un remedio en la farmacia. ¿Qué será esta vez? va pensando Isa mientras baja las escaleras y siente que una rodilla se le resiste. Voy, dice en español cuando se renuevan con más ansiedad los golpes en la puerta. I’m coming, se corrige. Atraviesa la cocina y abre. Una ráfaga de viento helado le atraviesa la falda de algodón y le hiela los tobillos desnudos. Hi Susan. La vecina tiene despeinados los pocos pelos blancos que le quedan en la cabeza. Parecen un halo infernal, una corona de puyas secas, la disuelta trama de un seto vivo, la melena hirsuta de una fiera ya vencida. Isa se da cuenta de que ha estado mucho tiempo traduciendo poesía y que las palabras resuenan en su cabeza como si estuvieran escritas en verso. La vecina dice algo que no logra entender palabra por palabra. Pero la ve irse con su andadera de cuatro patas haciendo un gesto de que venga y entiende al menos eso. Que venga, que necesita encargarle algo. Isa le dice que ya va, que tiene que ponerse encima algo que la abrigue, que hace tanto frío. La vecina se ríe y la mira extrañada, como siempre, como si no la hubiera visto nunca antes.
Mientras se viste Isa piensa que ya van a ser trece años desde que llegó a vivir en esta casa que le alquila a un vecino, que a su vez se la compró a la autoridad municipal cuando el gobierno conservador decidió que ya era hora de que la gente dejara de depender de la caridad pública. La idea era que los que vivían en estas casas tuvieran todas las facilidades para comprar. Pero, claro, los ideales no siempre se cumplen y los que más tienen terminan teniendo siempre más. El tipo más rico del pueblo compró tres, cuatro, cinco casas. Entre ellas la casa en la que vive Isa. Durante esos trece años ha visto a Susan envejecer y pasar de ser una señora bien entrada en carnes, con su pelo entero y peluqueado, que tenía un perro al que sacaba a pasear por las tardes; a ser una viejita enclenque cada vez más flaca, cada vez más perdida en su propio mundo, encerrada en su casa esperando que la vida por fin se termine.
Isa baja apurada. Ahora que se ha movido un poco ya no le duele la rodilla. Se pone las botas y la chaqueta. Afuera está a punto de seguir lloviendo. Sale por la puerta de la cocina y camina los cinco o seis pasos que la separan de la casa de al lado. Toca. Espera. Toca otra vez. Susan no responde. Abre la puerta, porque sabe que siempre está abierta, y grita con la cabeza metida adentro de la cocina que huele a cigarro encerrado y rancio. ¡Susan! Espera. ¿Susan? Nada. Entra despacio, siempre llamando a la vecina. Abre la puerta que separa la cocina del resto de la casa. ¡Susan! Tiene de pronto un terrible presentimiento que por suerte se disipa cuando escucha la voz de su vecina llegar desde la sala. Hi there. Susan está sentada en la butaca de siempre. Tiene alrededor una cantidad de bolsas de plástico y cajas de cartón. En una mesita que mantiene al lado de la butaca está el control remoto del televisor y un teléfono inhalámbrico. Los dos llenos de una mugre espesa. Sobre el sofá hay otras cosas, botellas de plástico, más bolsas, trapos, cojines. Con sus manos engarrotadas Susan le pasa una lista que dice, dos cajas de cigarrillos, tres botellas de agua, dos rolls.
Isa mira la lista y empieza a dudar. Le pide a Susan que le dé una de sus cajas de cigarros para poder pedir en el abasto la marca exacta que ella fuma. Susan revuelve entre las bolsas que tiene a su lado izquierdo. Encuentra una caja vacía y se la extiende a Isa repitiendo varias veces la marca de cigarrillos que de todas maneras Isa no entiende. Isa vuelve a mirar la lista y pregunta cuál es el agua que quiere y el proceso se repite otra vez idéntico. Susan revuelve las bolsas de plástico que la rodean buscando una muestra del agua que quiere. Las bolsas y cajas de desperdicios se han ido acumulando a su alrededor y se nota que ni ella misma sabe qué ha ido guardando en ellas. Susan no se mueve de esa butaca en todo el día. La andadera que usa para caminar está enfrente de ella y cuando no encuentra lo que está buscando se agarra con fuerza del aparato de metal y se levanta. Isa le dice que puede ayudarla a buscar, pero Susan no la escucha y avanza hacia la cocina, siempre hablando, hablando todo el tiempo con ese acento incomprensible que a Isa le cuesta tanto descifrar.
Al final, después de mucho revolver entre varias bolsas, Susan encuentra la botella y le explica a Isa que lo que ella quiere es que la tapa de la botella se abra así, y le hace una demostración con sus dedos temblorosos. Isa agarra la botella y lee que es un agua saborizada con jugo de cranberry y fresas. Vuelven las dos a la sala mientras Isa lee en voz alta el siguiente producto de la lista. Le pregunta si quiere un saussage roll o uno de jamón y queso o si hay alguna otra versión. Isa nunca en su vida ha comprado un roll, le parecen una mezcla letal de grasa con harina y más grasa. Cuando Susan logra entender la pregunta que Isa le repite un par de veces, pone una cara de asombro como si una extraterrestre estuviera en el medio de la sala preguntándole qué planeta es este. Un roll, dice sin salir de su asombro, un roll, repite. ¿Por qué será que a la gente le cuesta tanto explicar lo que le parece más obvio? Isa tiene tiempo apenas de hacerse esa pregunta, porque ya Susan está hablando de otra cosa y apenas logra entender que le está pidiendo que vaya a la tienda M&S, que queda a media hora en autobús, y devuelva unos pantalones que alguien le regaló y que a ella no le gustan o le quedan grandes o algo. Isa se arma de valor después de la tercera explicación y le dice que no, que ella no va a ir a M&S a cambiar ninguna ropa. Sorry.
Cuando sale por fin de la casa de Susan toda su ropa huele a cigarro rancio y siente que se le vienen encima unas ganas tenues de vomitar. Traga grueso y camina a paso rápido hacia el abasto. Encuentra el agua saborizada en las neveras que están al entrar y hace después la cola en la caja para pedir lo demás. Hay tres personas delante y todas piden un par de saussage rolls. Cuando le toca el turno, Isa trata de sonar casual, imitando el tono de los clientes anteriores. La señora que despacha le pregunta si los quiere fríos o calientes. Isa duda y la señora se da cuenta de que en realidad esa mujer morena y de pelo rizado que tiene enfrente no se ha comido jamás en la vida un saussage roll. Confirma esa impresión cuando Isa le muestra una caja de cigarros y le pide dos. Aquí todos los paquetes de cigarrillos son horriblemente iguales y muestran por los dos lados fotos de tumores cancerígenos que pretenden espantar a los fumadores. No parece que haga mucho efecto, piensa Isa. Recibe las dos cajas y saca el billete de veinte que Susan le dió. Faltan casi tres libras que Isa tiene que pagar con la tarjeta de débito que se metió en el bolsillo en el último minuto, por no dejar.
Regresa tan rápido como puede y le entrega a Susan todos sus encargos. Inventa una excusa para no quedarse mucho tiempo. Entra a la casa y se da cuenta de que ha perdido todo el ánimo de seguir trabajando. Se quita en la cocina toda la ropa y la mete en la lavadora. No hay nada que le repugne más que el olor a cigarrillo. Se huele el pelo mientras sube las escaleras en ropa interior. También le huele a cigarro. Decide aprovechar que ya escampó para ir a caminar un rato al parque. Después se dará un baño y se sentará un rato más a ver si puede avanzar en la traducción que tiene pendiente. Mientras se viste, imagina el trayecto que va a tomar esta vez. Se decide por el camino rodeado de pinos que sube por la montaña, al borde de la urbanización nueva. Ya siente en la nariz el olor del bosque. Se pone ropa interior térmica, medias gruesas, sus pantalones de caminar que cortan el viento y un abrigo de fleece que no hace bulto. Baja y se pone la bufanda, el abrigo amarillo y las botas de caminar en la cocina. Agarra el teléfono, los audífonos y las llaves y sale al viento helado como alma que lleva el diablo.
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