Esta es la historia de una traición. Lo que no está claro es quién traicionó a quién. Cuando la división entre los bandos está clara, es fácil asignar culpas, responsabilidades. Las víctimas quedan iluminadas por una claridad sin mancha. Pero cuando no sabemos bien quién lanzó la primera piedra, cuando los bandos se infiltran entre sí, se imitan en sus tácticas, se fagocitan, se espejean, entonces las trincheras se desdibujan y el resultado es un campo de batalla en el que todos luchan contra todos. La anarquía. En ese lugar en el que reina el caos, todas las víctimas son o pueden ser al mismo tiempo perpetradores de las más crueles ofensas. Crímenes de lesa humanidad. Nos pasamos media vida justificando un lado del conflicto y nos empeñamos en imaginar que había razones válidas para lo que hicimos. Insistimos en que nuestros crímenes no eran equivalentes, porque en estado de excepción la respuesta de la víctima no se puede medir en la misma balanza que la ofensa original. Pero ahí está el error básico del razonamiento de todos los que justificamos la generalización del conflicto como una resistencia autorizada moralmente. Nos negamos a retroceder lo suficiente para establecer cuál había sido la ofensa original. Porque podíamos haber elegido como origen de todos los males los cincuenta años de abandono que sucedieron antes de lo que hoy llamamos la ofensa original. Pero ese era el argumento que ellos usaban y en ese momento estábamos todavía muy lejos de admitir que tenían razón. Todavía no queríamos parecernos a ellos. Era el tiempo de diferenciarnos y de mostrar que éramos capaces de hacer las cosas de otra manera. Estuvimos casi veinte años usando esa bandera blanca. La no violencia. Hasta que algo se quebró y empezamos a responder al fuego con fuego. Ojo por ojo, diente por diente. Con la boca apretada y la voz ronca repetíamos la Ley del Talión, cuando nos quedábamos a oscuras por días y hasta semanas. Y la gente se nos moría en los hospitales, los viejos y los niños primero. Ojo por ojo, comenzamos a murmurar por las mañanas, cuando se hizo imposible ir de un lugar a otro porque los carros se dañaron y no había repuestos, o porque ya no había gasolina en las bombas. Diente por diente, empezamos a decir en voz más alta cuando el día se nos iba metidos en colas interminables para comprar comida y medicinas. Ojo por ojo empezamos a gritar en las plazas a donde íbamos a escuchar a un líder que se iba pareciendo cada vez más al carismático dirigente que lo había destruido todo. Cantábamos el himno nacional al principio y al final de cada acto, exactamente igual que lo hacían ellos. Abrazábamos la bandera con el mismo fervor que ellos lo hacían. Nada de eso hubiera importado si todo se hubiera quedado en una guerra de símbolos. Escudos, himnos, banderas. Pero las guerras que se libran bajo los mismos símbolos terminan peleándose con las mismas armas. Y así fue como llegamos a poner en práctica aquel mantra que nos acunaba por las noches. Ojo por ojo. Cuando empezamos a escuchar más disparos en medio de la noche y pensamos que eran ellos los que se mataban entre sí, no hicimos mucho caso. Mientras menos, mejor. Pero los disparos fueron saliendo de la noche y se acercaron cada vez más a los lugares en los que nos creíamos a salvo. En un café, al aire libre, bajo el sol esplendoroso de una mañana cualquiera, de pronto una ráfaga. Un solo disparo ya no era suficiente. Las ráfagas partían el aire, los huesos, los músculos, los órganos internos que se desparramaban en cualquier acera sin importar si había niños cruzando la calle. Los asesinos usaban las mismas motos para escapar, los mismos uniformes negros, las mismas gorras y los mismos pañuelos tricolores les tapaban la cabeza y la cara. No sabíamos bien cómo llamarlos hasta que nos dimos cuenta de que estaban ajusticiando a los torturadores, a los generales, a los ministros del régimen y a sus familiares. Entonces empezamos a llamarlos valientes. Y al asignarles ese nombre todo nuestro edificio moral se vino abajo. Ya no era posible distinguir los bandos. Lo que nos separaba de ellos era la historia que contábamos, la historia de las víctimas que creíamos ser. Pero en la realidad, en las calles en las que la muerte era la única que estaba ganando, todos éramos asesinos.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
2 comentarios:
Esto; "Pero las guerras que se libran bajo los mismos símbolos terminan peleándose con las mismas armas". Desconfiar de los juramentos y de las banderas.
Esto: "Pero las guerras que se libran bajo los mismos símbolos terminan peleándose con las mismas armas" Desconfiar de los juramentos y banderas.
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