Aprendimos a mirar por encima del hombro, sin importar si estábamos avanzando o retrocediendo. No sabíamos de dónde iba a venir la última herida. Porque así como nosotros mandábamos a muchachos con aire de inocentes a infiltrarse en sus filas, ellos llevaban ya mucho más tiempo mezclándose en las nuestras. Sabíamos que estábamos inundados de espías. Orejas atentas que escuchaban todo lo que decíamos. Ojos abiertos que registraban el más mínimo movimiento. Cada emboscada despertaba un revuelo de sospechas que se extendía como una onda expansiva. Dudábamos de todos y conversábamos en susurros sólo con los que sentíamos más cerca. Mencionábamos algunos nombres entre signos de interrogación para ver cómo resonaba entre nosotros la pregunta. Algunas cabezas afirmaban, otras negaban. No había consenso sobre cómo proceder, a quién acusar con certeza, cómo castigar a los traidores. Por un tiempo ese fue nuestro talón de Aquiles. Porque sabíamos muy bien cómo actuaban ellos ante la más mínima sospecha. Los nuestros nos habían contado con lujo de detalles sobre los prolongados aislamientos, los días sin comer ni dormir, las muchas formas de amarrar y colgar un cuerpo inerte, los chorrerones de agua sobre la cara tapada con un trapo, los disparos tan cerca de la oreja que te dejan sorda, los cortes en la lengua que te dejan mudo, los tizones encendidos que se apagan en los senos o en los testículos, las mutilaciones genitales. Una lista de horrores que aceptábamos escuchar hasta el último detalle. Una y otra vez. Porque los que venían del otro lado a contarnos llegaban con los ojos desorbitados de terror y no podíamos con la culpa. Por eso fue cada vez más difícil convencer a alguien para que cruzara la línea borrosa que nos separaba de ellos. Apelamos a los que tenían familia o amigos del otro lado. Logramos que alguna muchacha inofensiva volviera a casa de sus padres o que algún jovencito insospechable se volviera a juntar con una vieja novia. Algunos alcanzaron a pasar inadvertidos y se disolvieron entre ellos como si nunca hubieran estado con nosotros. Eso nos hizo pensar en las viejas amistades que aparecían de pronto o en los primos lejanos que salían de la nada y venían con regalos. Comida y medicinas. Lo único valioso que podíamos intercambiar. Los sometíamos a largos interrogatorios. Los dejábamos aislados por días. Nos olvidábamos de darles de comer. En un descuido alguien les apagaba una colilla encima. En una mano, en un ojo. A muchos los dejamos ir. Unos pocos quedaron olvidados en sótanos oscuros. Cuando abandonamos la ciudad, alguien se encargó de bañarlos de querosén o gasoil y de dejarles cerca un cabo de vela encendido. No quisimos contar los incendios cuando nos volteamos a mirar desde lejos la mancha de escombros en que se había convertido la ciudad. En el camino siguieron las sospechas. Pero ya no había tiempo de hacer tantas preguntas. Todo se resolvía a paso redoblado.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
viernes, 19 de abril de 2019
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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