Eran buenos los tiempos en los que todavía podíamos correr a toda velocidad por las autopistas desiertas, quemando los últimos galones de gasolina que quedaban. En los pocos ratos en los que podíamos darnos el lujo de distraernos, nos montábamos en las camionetas y en las motos para atravesar la ciudad de un extremo a otro, desafiando a los francotiradores. Escuchábamos las balas pasar y nos reíamos a carcajadas cuando alcanzaban a romper un vidrio o abollar una puerta. No tenían que recordarnos que el riesgo era innecesario. En los peores momentos de la calma chicha las misiones suicidas eran lo único que tenía sentido. Mientras duró la gasolina no había nada mejor que desbocarse a grito pelado por las avenidas. Regresábamos con algo de comer y eso justificaba la osadía. Dejamos de usar los carros y las camionetas para ahorrar, pero nos negamos a abandonar las desbocadas carreras en mitad de la noche. Poco a poco las motos se fueron quedando donde se les acabó la última gota de gasolina. Entonces nos envolvió un silencio que costó mucho llenar con otros ruidos. Nada suena tan bien como un motor encendido. Envidiábamos sus tanques y sus aviones, los helicópteros con los que nos sobrevolaban cuando todavía podían operar las refinerías y a nadie se le había ocurrido hacerlas volar. Cuando nos fuimos retirando hacia las afueras, los más atrevidos enlazaron caballos que llevaban tiempo realengos por los campos. Conseguimos también burros y mulas que al principio sólo usábamos para mover la carga y después aprendimos a montar a pelo. Para el momento en que nos dividimos y salimos en grupos hacia el norte y el sur, nos repartimos las monturas con la misma meticulosidad con la que dividimos todo lo demás. Al llegar a la sabana abierta recuperamos el vértigo de la velocidad y aprendimos a sentir el galope tendido como si fuera parte de nuestros propios cuerpos. Nos volvimos centauros. Los tanques que nos perseguían se quedaron varados y secos en los caminos de tierra. Dejamos de escuchar los motores de los helicópteros. Hasta hoy, que ya nos hemos comido todos los caballos y las mulas, las refinerías siguen ardiendo.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
domingo, 21 de abril de 2019
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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