Por un tiempo la guerra se concentró en las ciudades. Las calles se llenaron de alcabalas y puntos de control. La ciudad se dividió en sectores por los que sólo podían circular los que pertenecían al mismo bando. Al este, nosotros. En el oeste estaban ellos. El sur fue por largo rato un territorio en disputa, con su mezcla abigarrada de ranchos, superbloques, pequeños edificios y mansiones. Al norte estaba el cerro que todos queríamos preservar. No quisimos tocarlo hasta que ellos desataron los incendios. Entonces algunos de nosotros aprovechamos los meses de sequía para alimentar nuestro odio con la culpa de quemar lo más sagrado. El cerro terminó ardiendo por los cuatro costados. Pero ya para entonces habíamos volado las alcabalas. Los puntos de control se hicieron móviles, efímeros, volátiles. Al principio entrábamos y salíamos de territorios enemigos nada más para demostrar que se podía, que ellos no eran los únicos capaces de arriesgarse. Después íbamos a saquear, a cargar con todo lo que se podía mover. Nos organizamos en cuadrillas pequeñas y silenciosas que entraban a dejar constancia de que ya habíamos aprendido la lección aunque nos hubiéramos tardado tanto tiempo. Ya éramos capaces de matar en silencio y sin piedad. Hombres, mujeres y niños. Y cada incursión recibió una respuesta que nos costó vidas. Cuando nos sentíamos arrinconados hacíamos extraños movimientos envolventes y terminábamos atrapando en un remolino de pánico a los más débiles. Entonces ardían los palacios de gobierno, las cancillerías, los ministerios. Las iglesias, los cuarteles, los hospitales. Hasta los túneles por donde había circulado el metro se achicharraron. Pero ellos también se reagrupaban y cuando venía el contraataque no podía ser nada menos que feroz. Perdimos todo. Ellos y nosotros. Perdimos la ciudad en la que habíamos vivido por quinientos años. El centro histórico quedó reducido a escombros. Hubo cuadras enteras en las que ya no quedaba más que cenizas. Una arenilla negruzca que levantaba la brisa por las tardes y se posaba después sobre los árboles que quedaban en pie. Los pájaros se fueron al campo. Hasta las guacamayas, que nunca habían vivido en otra parte, abandonaron sus nidos para siempre. Cuando terminamos de destruir el sur, con sus cerros y sus hondonadas, era cuestión de tiempo que cayera primero el este y después el oeste o viceversa. Así fue como la guerra se fue mudando a los caminos. La fuga es desde entonces el único territorio que habitamos.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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