Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.

martes, 23 de abril de 2019

Alegrías


Por las noches cantábamos canciones. A veces eran viejos tangos o empalagosos boleros que hablaban de amores contrariados, mujeres abandonadas y hombres celosos. Pero los que se sabían de memoria esas canciones eran los más viejos y fueron ellos los que primero dejaron de cantar. Aunque algunos jóvenes trataron de aprenderse las canciones, en realidad lo que sobrevivió fue una mezcla de viejas melodías con nuevas letras. Palabras que iban cambiando con el tiempo. Tonadas que se iban modificando de maneras casi imperceptibles. A veces pensábamos que estábamos inventando una nueva canción, pero algunos de nosotros tuvimos la sospecha de que esos ritmos habían estado ahí desde antes. Ese tiempo que ya no sabíamos cómo nombrar porque no era ni siquiera un tiempo mejor. Era nada más aquel momento en el que habíamos tenido algunas cosas. Tocadiscos, reproductores, radios, aparatos varios de escuchar lo que pasaba en otras partes del mundo. Cuando la luz se fue para siempre y se descargó la última pila, sobrevivieron algunos instrumentos, pero los que sabían tocarlos se fueron yendo uno a uno. Así que nos tocó reinventar la música con lo poco que nos iba quedando. Lo más fácil era dar golpecitos con cualquier pedazo de madera para llevar el ritmo. También estaban los que silbaban con maestría y los que hacían sonidos increíbles con las manos ahuecadas. Pero sobre todo usábamos las voces. En cada campamento, cuando no era obligatorio estar callados, había siempre alguien que comenzaba a cantar en un susurro que apenas se escuchaba al principio y después iba creciendo poco a poco hasta volverse una pieza entera que otros iban reconociendo. Alguien se acordaba a medias de una letra o inventaba un verso. Cada quien se sumaba como podía, agregando tonos y rimas. No pocas veces logramos armar coros espontáneos que llenaban la tarde de algo muy parecido a la alegría. Cuando volvíamos al silencio y la noche se cerraba sobre los escombros y las ruinas, más de uno tenía los ojos llenos de lágrimas. Hasta los más jóvenes, que no tenían edad suficiente para reconocer la nostalgia se iban por los rincones para que no los vieran pasarse la mano por la cara. En los días en los que el silencio era obligatorio, escuchábamos atentos el canto de los pájaros.

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Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.