Hay días en que lo único que cuenta es el estómago vacío. El dolor retorcido del hambre que resuena en mitad de los cuerpos magros. El centro del universo está ahí, en esos gases que retumban entre las costillas, en los ácidos digestivos que han estado demasiado tiempo sin nada que atacar. Cuando ya no podemos con el ruido de nuestras propias tripas, ni con el ardor que nos sube por la garganta y nos quema la lengua, exigimos matar para comer. Entonces empieza el inventario y el debate. Antes teníamos la opción de los saqueos. Ahora sólo podemos sacrificar lo que está vivo. Las ratas y las palomas desaparecieron primero. Casi todos los gatos después. Sólo conservamos los perros que nos ayudaban a montar guardia. Ya en medio de la fuga aprendimos a reconocer los granos y los tubérculos que siguieron creciendo salvajes aunque nadie los cultivara ya. Ordeñábamos las vacas y las cabras que alcanzamos a enlazar, para hacer cuajadas que envolvíamos en hojas de plátano pasadas por brasas. Algunas mujeres recordaban cómo era que hacían arepas las lentas bisabuelas, moliendo los granos del maíz jojoto que amasaban con agua y cocinaban después sobre piedras convertidas en budares. Cuando el azar permitía que coincidieran en un mismo momento las arepas y el queso, todo lo demás dejaba de importar y la guerra se volvía un espejismo apenas visible allá en el horizonte. No había fruta que se quedara quieta en su sitio si pasábamos cerca. Limones, aguacates, cemerucas, naranjas, ciruelas, tamarindos. Era la gloria encontrar en el suelo una patilla intacta. Y ya no recordábamos un gozo más entero que chupar un mamón pasado de maduro o abrir de par en par una parchita. Las guanábanas nos acompañaban por días, como tesoros que había que madurar. Cosechábamos los mangos y las piñas con una devoción casi mística y nos untábamos su olor como un perfume detrás de las orejas. Secábamos taparas para usarlas como recipientes, platos hondos, cuencos, tazas. Todos los líquidos que nos entraban en el cuerpo pasaban primero por una de esas nobles taparas secas. También recogíamos en ellas la sangre de los animales que sacrificábamos, pidiéndoles perdón, dándoles las gracias, mirándolos directamente a los ojos.
Cuando vienen y se quieren quedar conmigo, escribo cuentos y los dejo aquí.
domingo, 28 de abril de 2019
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Datos personales
- Raquel Rivas Rojas
- Soy escritora y traductora. Venezolana de origen. Británica por adopción. Vivo en Edimburgo. Leo y escribo.
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