1.
El
ruido de las motos llenaba el espacio como un grito de amenaza, como
un insulto. Tal vez los vecinos se habían acostumbrado ya al desafío
de aquel ruido. Pero un recién llegado que caminara por la acera
justo en ese momento y llegara a la esquina en la que las motos se
encontraban sentiría de inmediato el impulso de salir corriendo en
dirección contraria. Eso no cambiaba nada, sin embargo. El estruendo
de los escapes libres seguiría persiguiéndolo por cuadras y
cuadras. Sobre todo si el que camina, el que acaba de llegar y ya se
arrepiente y regresa por donde vino tiene la mala suerte de intentar
regresar justo por la calle hacia donde se dirigen las motos en
cerrada formación. El sonido de los motores es una música infernal,
desafinada y sin armonía, pero efectiva a la hora de llenar de
espanto el aire. Y así avanzan. Los jinetes usan gorras y pañuelos
para taparse la cara. La bandera tricolor ondea en los volantes y
sobre los hombros de algunos parrilleros. Como no les basta el ruido
que hacen las máquinas, los jinetes van además gritando consignas.
Unos gritan primero. Otros responden después. Y sus gritos parecen
cantos de guerra que recorren un campo de batalla imaginario. No hay
muertos aún, no hay sangre todavía. Pero el escándalo que hacen
juntos los motores y los gritos presagia un horroroso encuentro que
tendrá fatales consecuencias. La amenaza sube por la calle
alcanzando a los peatones que aceleran el paso hasta que deciden
detenerse y dejarla pasar. En otro espacio, en otro tiempo, podía
haber sido un grupo de alegres camaradas viajando hacia una feria.
Pero aquí, ahora, los jinetes que se desplazan sobre ruidosas
máquinas, enarbolando coloridas banderas, no llevan el ánimo
preparado para la fiesta. Su corazón no está dispuesto para el
baile o la pasión amorosa que junta cuerpos en una lucha deseante.
Más bien se disponen al asalto, se aprestan a la rebatiña, al golpe
certero, al choque. Y el peatón que finalmente se ha detenido a
verlos pasar, casi sin querer se hace encima del pecho la señal de
la cruz y mira al cielo. Sabe que no hay misericordia, que no hay un
dios arriba que pueda detener lo que viene, pero se niega a
prescindir de esa forma inocente de esperanza. Se ha salvado por hoy,
piensa el hombre que se queda varado en la acera viendo pasar la
caravana multicolor de motorizados con las caras cubiertas. La
algarabía sigue calle abajo. Y cuando ya el peatón no puede verlos
se escucha el traqueteo de una ráfaga. La guerra ha comenzado a la
vuelta de la esquina. El hombre corre. ¿En qué dirección?
2.
El
clac-clac del arma resonó en el silencio de la madrugada. Sólo se
oía ese ruido seco y unos perros ladrando en alguna otra azotea, tal
vez a una cuadra de allí. Los hombres se movían en la oscuridad
tratando de no hacer ruido, con movimientos precisos. Hablaban en
susurros y se pasaban con la misma parsimonia las armas y las
botellas. Tomaban whisky esa noche, en lugar del ron o la cerveza de
otros días, porque el vecino del penthouse que acababa de unirse al
grupo había traído de regalo dos botellas para celebrar una especie
de ritual de iniciación: la llegada de un nuevo integrante del
comité de vigilancia. El ritual consistía en un brevísimo
entrenamiento en el que el novicio aprendía los códigos de la
tribu, las señales que se hacían en la oscuridad y que significaban
cosas como, “movimiento sospechoso a la izquierda”, “peatón
con paquete bajo el brazo”, “motorizado que ha pasado dos veces
por la misma calle”. Eran señales de alarma, reacciones defensivas
frente a los que se consideraban intrusos.
No era
necesario ningún entrenamiento para aprender a usar las armas que
pasaban de una mano a otra, con algunos suspiros de admiración.
Porque todos eran expertos. Cada uno pertenecía a alguna academia de
tiro y muchos se habían conocido en esos salones en los que el
tirador se enfrenta con un enemigo imaginario, de papel, y aprende a
apuntar al pecho y a afinar la certeza de poder matar con un solo
disparo. No todos eran hombres. Un par de mujeres subía con ellos a
la azotea cada noche. Se vestían también de negro, se tapaban el
pelo amarillento con gorras o pasamontañas comprados en algún viaje
a los Estados Unidos y de vez en cuando aceptaban un trago para
calentarse. Hacían guardias con la misma disciplina que los hombres,
que eran sus maridos o cuñados o hermanos. En el día era más fácil
y por eso la mayoría de las mujeres que se habían anotado en el
comité de vigilancia preferían cumplir sus guardias en las mañanas
o las tardes. Pero eran las guardias de las noches las que producían
una sensación de aventura y un sabor a peligro que no se parecía en
nada a la euforia del campo de tiro o a las guardias anodinas de las
tardes chatas.
Era
una noche tranquila, o lo fue durante las tres primeras horas de la
guardia. Pero de pronto todos se pusieron alerta y con señas de
diverso tipo, unas más extravagantes que otras, seguramente
aprendidas en películas de espionaje o de guerra, se avisaron que
algo sospechoso sucedía en la fachada sur del edificio. Se colocaron
en posición de ataque. Apuntaron sus armas a un par de bultos que se
movían en la oscuridad. Todo ser que llegara a pie o en moto era
sospechoso. Como era sospechoso cualquier carro viejo, cualquier
escarabajo destartalado. Porque en esa urbanización cerrada los
vecinos manejaban grandes camionetas último modelo o carros
espaciosos y brillantes. Nadie andaba a pie. Ninguno de ellos
compraba carros usados. Los dos bultos venían por la acera sin
apuro. Desde la azotea era imposible escuchar si hablaban o reían,
si planeaban asaltar algún carro que llegara a esa hora o entrar a
algún jardín mal iluminado para intentar forzar una puerta y de ahí
al robo, al secuestro, a la violación o el asesinato había sólo un
paso.
Todos
los ojos estaban sobre las miras y las miras apuntaban a los bultos
que avanzaban despacio sobre la acera. Los dedos se mantenían tensos
sobre los gatillos. Por varios minutos no se escuchó más que la
respiración acelerada del vecino del penthouse que por primera vez
vivía la experiencia de apuntarle a un ser humano y sentir que en
sus manos estaba la decisión suprema, el límite que separaba la
vida de la muerte. A medida que los bultos se acercaban les fue
posible distinguir que la pareja estaba formada por un hombre y una
mujer, probablemente jóvenes, por el modo como se movían. La alerta
creció cuando se detuvieron frente a la puerta del mismo edificio en
el que hacían guardia los miembros del comité de vigilancia. La
pareja parecía dudar entre entrar o salir. Los dedos en los gatillos
se impacientaban. De pronto se oyó la reja. ¡Alerta! ¡Alerta! Se
dijeron entre señas confusas y aceleradas.
Es una
mujer. Tiene llave. Las dos mujeres que había en el grupo habían
reconocido a la muchacha, o más bien habían juntado un par de datos
de la realidad más evidente y habían llegado a una conclusión
lógica. Es la hija de la concerje, dijeron en un susurro. Pero los
hombres seguían apuntando, mandándose señales de alerta, armando
conjeturas por lo bajo. Puede ser alguien que sacó una copia de la
llave, una sirvienta, una niñera, la cocinera del otro penthouse, el
jardinero que viene todos los sábados, el que le hace mantenimiento
a la piscina, el guardaespaldas del que vive en el piso 3. ¡Es la
hija de la conserje, coño! gritó esta vez una de las mujeres,
quitándose el pasamontañas.
Los
hombres bajaron las armas, desilusionados. La muchacha terminó de
entrar. Hubo una ronda de whisky. Faltaban todavía dos horas para
que entregaran la guardia. Había sido una noche tranquila.
..
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