Era
una de esas cenas en las que el compromiso y la amistad intentan
confundirse. Habíamos hablado de todo un poco, como se suele hacer
entre colegas. Pasamos revista a los temas habituales: el clima, la
política local, los viajes, las distintas razones para el destierro,
las curiosidades de los tres o cuatro idiomas que hablaban los
comensales. Cada uno había contado sus pequeñas anécdotas, no muy
íntimas y sin embargo ligeramente personales: algún sueño, un
recuerdo remoto de infancia, esas cosas. Pero, como es inevitable en
cenas que no son ni de familia ni de negocios, siempre llega un
momento en el que se acaban los temas.
Por
suerte, esta vez ese momento
de silencio incómodo llegó cuando estábamos al final de la comida.
Nos salvó el ritual de levantar los platos y desocupar la mesa para
hacer espacio para el té. El anfitrión trajo una bandeja con la
tetera humeando. La anfitriona ofreció una caja con seis tazas, cada
una de un color y textura distintos. Me pareció curiosa la idea de
permitir que los comensales eligieran su preferida. Entonces sugerí
inventarle una historia a cada taza, por puro amor al juego y para
superar el silencio que parecía instalarse en medio de la noche.
Sin
que nadie me dijera que estaba de acuerdo con la idea me lancé a
inventar una teoría de las preferencias, tomando en cuenta los
colores y las texturas. Especulé con el tiempo y con el espacio,
afirmando que algunos colores sugerían el deseo de quedarse,
mientras otros apuntaban hacia la necesidad de irse siempre, de no
hacer nido. Hice algunas suposiciones tomando en cuenta las líneas
vitales, los distintos momentos de la existencia: los que eligen los
colores vivos podrían ser los que se quedan detenidos en la
infancia, los que prefieren los azules están estancados en la
adolescencia; los que se deciden por los tonos ocres han aprendido a
crecer y aceptan la edad adulta cuando llega y quienes prefieren los
colores más oscuros sólo maduran cuando atraviesan un trauma que
los obliga a actuar según su edad.
Seguí
hablando sin que nadie me interrumpiera, mientras el té se hacía.
En el impulso de mi perorata no me di cuenta de que nadie se atrevía
todavía a elegir una taza. Diserté sobre la gama de colores que
podría tener que ver con la posición en la familia, si eres hermano
mayor o menor, por ejemplo; expuse distintas opciones que vinculaban
las texturas con el modo de relacionarse con los demás en la amistad
y en el trabajo, con la capacidad de plantearse metas o la
imposibilidad de perseguir los sueños. Hablé sola como loca por un
rato largo, sin que me importara mucho estar aburriendo a todo el
mundo.
Pero
no podía soltar el tema hasta que hubiera puesto al menos un
ejemplo. Es uno de esos malos hábitos que arrastro desde que me
ganaba la vida en un salón de clases, por más que trato de
evitarlo, el tono didáctico se me sale a veces. Así que dije, por
ejemplo, esa taza de vetas amarillas y fondo marrón podría
representar el pasado que vuelve. La anfitriona ya tenía en sus
manos la taza y la puso sobre la mesa cuando comencé a hablar de
ella. El fondo marrón es el presente, el día a día, la vida
cotidiana. Las vetas amarillas, que parecen surgir desde abajo, como
raíces que salen a respirar al aire, representan los traumas del
pasado que de pronto afloran interrumpiendo la vida, haciendo que
recordemos un tiempo pasado, una nostalgia, una culpa, un
arrepentimiento.
Seguramente
dije alguna otra cosa y pasé a continuación a hablar de la taza
oscura, casi negra, que había elegido otro de los comensales. Yo no
lo conocía mucho, sólo había estado en un par de comidas con él,
pero lo había oído hablar de sus viajes y de los lugares a los que
quería ir, así que me pareció divertido hablarle del futuro. La
taza negra, dije, podría representar la incertidumbre de lo que está
por venir, el destino que nos aguarda sin que podamos presentirlo. Ya
iba a lanzarme a hablar de los imponderables, de las coincidencias
inevitables, de las formas que toma la providencia, cuando la
anfitriona me interrumpió con su voz bajita, casi en un susurro.
–Yo
no tengo nostalgias –dijo–. Pero culpas sí.
Todos
la miramos asombrados. Apenas había
intervenido en las conversaciones de la cena. Sólo habló para
responder preguntas directas acerca los platos que estábamos
comiendo. Era una de esas personas que prefieren observar en lugar de
participar. Y hasta el momento del silencio que me obligó a inventar
el juego de las tazas todos estábamos conversando con tanto ánimo
que apenas quedaba lugar para sus tímidas sonrisas y sus amables
gestos. Se había limitado a preguntar si queríamos más, si pasaba
la ensalada, si era necesario cortar más pan. Por eso su frase tuvo
la resonancia de una revelación íntima y no supimos qué hacer con
ella.
Yo me
mordí la lengua y secretamente comencé a arrepentirme de haber
tenido el atrevimiento de jugar con las intimidades ajenas. Ese es
otro defecto que cargo conmigo desde mis años de docencia, se me
olvida que la gente se toma en serio lo que digo. Siempre he pensado
que basta con que diga las cosas en cierto tono, con cierta sonrisa
tenue, para que se entienda que estoy jugando. Pero cuando trato de
hacer eso en un idioma que no es el mío nunca me sale bien. No logro
el efecto de la ironía cuando hago la traducción simultánea de mis
propios pensamientos. Y la gente me toma siempre mucho más en serio
de lo que quisiera.
–Mi
culpa es haber dejado solos a mis padres cuando me rogaron que no me
fuera –dijo, sin que nadie se hubiera atrevido a hablar.
Su
marido nos miró a todos con un aire de vergüenza ajena y comenzó a
hablar en un tono más alto de lo necesario sobre la mezcla de té
que estaba sirviendo en ese momento. Comentó que llevaba un punto de
Assam, pero que era sobre todo Nilgiri. Explicó que la mezcla de los
dos tipos de hojas producía un efecto fuerte pero refrescante, más
dulce que amargo, que el resultado había sido considerado
extraordinario por algunos catadores de té y que se había creado
toda una asociación de cultivadores para elevar la calidad del
producto. Siguió hablando sobre las distintas regiones de la India
en las que se cultivaban los distintos tipos de plantas, pero ya
nadie estaba escuchando. Todos mirábamos nuestras tazas, amarillas o
azules, ocres o negras, preguntándonos si tal vez nuestra elección
había sido equivocada. Al menos yo miraba el líquido marrón en el
fondo de la taza como preguntándome por las desgracias que me
deparaba el futuro o por los inevitables errores del pasado.
Cuando
ya nos poníamos los abrigos y nos amarrábamos al cuello las
bufandas para salir al frío de la noche alguien le puso la mano en
el hombro a la anfitriona y le dijo algo en francés que no entendí.
Ella me miró con una especie de asombro y construyó para mí una
sonrisa amable o, más bien, condescendiente. No me hagas caso, le
dije, adivinando que hablaban de mis impertinencias. Siempre hablo
más de la cuenta, murmuré mientras le daba los dos besos de
despedida que se acostumbran aquí. No te preocupes, me dijo en un
susurro, con la misma sonrisa. Mis padres murieron hace tiempo.
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