La
mujer está parada en la acera y arma un cigarrillo con un papel
cualquiera. Parece ser un pedazo de papel de revista o de periódico.
Desde donde estoy mirándola se ve claramente que no es papel de
cigarrillos, porque tiene letras y números y colores apagados. La
miro desde el piso de arriba de un autobús detenido en el tráfico.
La ciudad está llena de turistas y una vez más han cambiado el
flujo de las calles, el tiempo de los semáforos, los cruces de
peatones, porque el festival pone todo patas arriba cada agosto. Por
eso el autobús está detenido en la calle y yo puedo mirar desde
arriba a esta mujer que arma con parsimonia un cigarrillo.
Sin
hacer mucho esfuerzo puedo ver el borde negro de sus uñas, las
manchas amarillas de nicotina en los dedos. No creo estar imaginando
el leve temblor en las manos, aunque se lo atribuyo a una ráfaga de
viento helado. La mujer está cubierta apenas por una franelilla de
tela muy delgada que deja afuera los brazos pálidos. Lleva jeans
apretados, creo. Pero no es su ropa lo que en realidad me llama la
atención, sino su pelo recogido en apretadas trenzas que le cruzan
el cráneo y que desde arriba se ven como cadenas montañosas de un
mapa fantástico.
El
autobús avanza medio metro, haciendo un chillido de impaciencia, y
por un rato dejo de mirar a la mujer y me concentro en el libro que
estoy leyendo en el iPod. Leo un cuento sobre un exiliado que regresa
a Bulgaria, su lugar de origen, a encontrarse con una culpa vieja. Me
concentro por un rato en el final de la historia, trato de no elegir
ningún lado porque cada personaje parece tener un buen motivo para
hacer lo que está haciendo. Cuando llego a la última línea vuelvo
a mirar hacia afuera. La mujer sigue armando su cigarro y el autobús
no se ha movido ni un milímetro.
Entonces
la veo agacharse a recoger algo del piso. Con sus dedos amarillos
deshace la colilla que acaba de escoger del montón que se esparce
alrededor de un basurero. Hay por lo menos cincuenta cigarros
apagados en el piso. Sus largos varían desde casi medio cigarrillo
hasta colillas que fueron apagadas más allá del filtro y apenas
abultan contra la acera. La mujer se agacha otra vez. Su cigarro está
casi completo pero parece necesitar una pizca más de tabaco. Hace
malabarismos para que el viento no se lleve las diminutas hojas que
ha acumulado con tanto esmero.
Cuando
sus dedos sienten el grosor necesario, calculado a base de una
práctica que seguramente lleva años, la mujer pasa la lengua por el
borde del papel y cierra con un movimiento experto el pitillo.
Entorcha uno de los lados primero y luego apenas el otro. Se pone el
cigarrillo en la boca y se palpa los bolsillos del apretado pantalón.
Antes de que el autobús arranque la veo pedir fuego a un hombre que
pasa, con un gesto tal vez reconocible en el mundo entero.
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