A
María Teresa Vera
Podía
verse de las dos maneras. Aquella mujer, que seguramente acababa de
comprar un impecable abanico blanco, decidía en un impulso para mí
incomprensible mancharlo con un bolígrafo verde, escribiéndole
encima. Pero eso no fue lo que más me llamó la atención. Lo que me
sorprendió en realidad vino después, cuando miré por encima del
hombro de aquella mujer y vi mi nombre escrito con absoluta nitidez.
No tuve dudas. Era mi nombre. Estaba ahí junto a una especie de
dedicatoria y la fecha, el año, la ciudad. Barcelona, Junio 2012,
decía.
La
mujer se bajó en la estación Sants y, aunque yo debía haber
seguido hasta Verdaguer, por un impulso incontrolable salté del
asiento y salí detrás de ella un segundo antes de que se cerraran
las puertas. En el primer instante no pude verla entre la multitud.
Un grupo de estudiantes uniformados o tal vez de miembros de algún
equipo de fútbol se atravesó en medio. Pero luego me pareció
reconocer un abanico blanco que se abría y se cerraba en el aire.
Avancé entre la gente que iba y venía con maletas y morrales,
haciendo un ruido como de pájaros o insectos.
Alcancé
a la mujer en el momento en que se abrazaba estrechamente con otra.
Veía de espaldas a la mujer del abanico blanco y frente a mí estaba
la otra. Pero no podía verle la cara. Sólo lograba entrever una
falda marrón y una camisa de algodón beige que me resultaron
extrañamente familiares. Las mujeres debían haber pasado muchísimo
tiempo sin verse, porque aquel abrazo no se terminaba nunca. Mientras
se abrazaban se hablaban al oído y se balanceaban como si se
arrullaran mutuamente.
Al ver
ese cariño compartido recordé a mis amigas que estaban tan lejos,
recordé otros abrazos que yo también había dado y recibido.
Abrazos alegres y volanderos, o llenos de dudas o de controladas
vergüenzas, en los que no sabes si debes mantener los brazos
apretados por más tiempo o soltarte antes para no incomodar. Pero
sobre todo recordé abrazos tristes, llenos de lágrimas, de palabras
entrecortadas que intentaban murmurar un lo siento tanto... ya sé,
ya sé... llora, llora, está bien que llores. Está bien.
Un
hombre alto me tropezó con su maleta cuando las dos mujeres se
soltaron y se miraron de frente agarradas de las manos. Sonreían y
hablaban al mismo tiempo. Caminé un par de pasos para ver mejor a la
otra, justo cuando la mujer que había bajado del tren le daba el
abanico, abriéndolo para mostrarle que se lo había dedicado con
tinta verde, como se dedica un libro. Las dos celebraron el chiste,
que seguramente ya conocían, y antes de que se dieran la
vuelta para salir de la estación entendí por qué aquella otra
mujer me parecía tan familiar.
Con el
abanico blanco en la mano, hablando y sonriendo, al lado de la mujer
que yo había perseguido al salir del tren, iba una mujer idéntica a mí, vestida
con mi falda marrón y mi camisa beige.
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