… doy mi vida. A cambio de
vejeces y ambiciones ajenas. Cada día más antiguas, suciamente
deseosas y extrañas.
Juan Carlos Onetti
Para qué preocuparse por ir apagando una a una las luces de salones,
pasillos y cuartos en los que algunos viejos olvidados han estado
soñando con un futuro que no existe, en el que en todo caso no
tendrán ninguna vida que vivir porque para ellos, sin contar la edad
que puede empujarlos por caminos definitivos, vivir es tener sobre la
cabeza un techo y sobre la mesa un plato lleno tres veces al día. No
habrá más de esa vida cuando lleguen las máquinas y todo se vuelva
un polvo que atormenta la respiración y la sensación de que el
derrumbe de paredes y el trituramiento de pisos, árboles y grama
equivale al fin de una especie de sueño en el que nunca se creyó
demasiado pero se buscó con terquedad por lo que de promesa de paz
tenía.
Así va a estar, oscuro, pero sin sombras cuando no haya más nada
que hacer y yo esté de regreso al mismo lugar del que vine, otra vez
aburriéndome en las misas de muertos, bautizando carajitos que
lloran sin razón y sin cansancio. Para que vengan después hombres
con planos, otras máquinas, y pueblen este espacio de pequeñas
casas blancas en las que habrá un nostálgico recuadro de grama al
frente, un techo para guardar el carro de la lluvia y el sol que todo
lo atormenta en este pueblo, tal vez un perro de lengua afuera y
niños que gritan y la mujer que achica los ojos para ver desde la
reja quién atraviesa la luz de la tarde.
Aquí pasaron o pudieron pasar mil cosas, pero un derrumbe de
ladrillos y tejas por orden del gobierno municipal es lo único para
lo que estas paredes no estaban preparadas. Tal vez ha sido una
especie de castigo, aunque no haya castigo sino dos o tres hechos que
coinciden insinuándonos que hay dioses y que toman una decisión
cualquiera cada cierto tiempo. Castigo por los días en los que la
gente fue sintiendo que algo estaba ocultándose en el ancianato,
porque se oían quejidos en la noche, gritos y alaridos que pedían
un perdón, misericordia y olvido. Siempre se habían oído, pero
ahora las casas están más cerca. El cerro había sido todo nuestro,
lugar para la soledad de los sapos en medio del silencio, hace unos
diez años. Pero el pueblo necesitaba más espacio para sus
pretensiones de ciudad y fue subiendo por el camino empinado
cubriéndolo todo hasta llegar a nuestro patio y, claro, los ruidos
no pueden esconderse cuando hay tanta gente para oírlos.
El padre Samuel busca con los dedos la forma de la llave que cierra
cada puerta y que desde hace años no necesita mirar para reconocer.
Cierra todo como si hubiera algo que proteger, guardar del mundo de
afuera, en el borde mismo del fin, a un día y medio del momento en
el que no quedará más que rastros fracturados como ruinas y no
habrá una sola cerradura ni llave en la que las manos del padre
Samuel puedan reconocer una forma precisa. No lo escucho, pero es
como si oyera los pasos lentos que se arrastran un poco, empeñándose
en seguir adelante como si las claras amenazas del futuro no hubieran
sido ya descubiertas. Habrá una cuadra y media entre mi casa y el
asilo de ancianos. Algo así, no es fácil saberlo porque en esta
parte del cerro los constructores olvidaron dividir cuadras y
manzanas, es una sola calle larga que sube desde el pueblo en un
sentido, llega al viejo convento convertido en ancianato, y baja
paralela a sí misma en sentido contrario como si dijera por donde
llego, me voy, estoy de paso. Como si tuviera el ánimo que yo tuve
al llegar hace ¿cuánto? años que no he contado. Dije que iba de
paso, me dije que sería un tiempo para la calma alejada de los
agites inútiles de Caracas, del vivir veinte pisos más arriba del
suelo haciendo equilibrio para no caer en trampas de deudas, del
juego de comprar.
Pero ya he comprado una casa recién construida y olorosa a cemento
en la que terminé de guardar hasta el último papel en un sitio
definitivo. Cuando uno le encuentra un lugar a cada cosa es que nunca
va a irse. Y todo tiene también su hora, levantarse temprano –lo
que aquí llaman temprano que es como a las ocho de la mañana–
bajar a la universidad donde hay un café caliente antes que nada y
después un escritorio repleto de papeles. La cara de profesor que
hay que ponerle a los alumnos tan aplicados que piden permiso en
horas que no son de clases para hacer dos o tres preguntas y ver cómo
es el cubículo del tipo que los aburre con historia los martes y
jueves. Corregir, buscar razones para tener la razón y apoyarse en
teorías sobre las que se tiene más de una duda que no vienen al
caso cuando se trata de enseñar. A eso de las doce y media buscar un
lugar donde comer algo y subir a dar unas vueltas por la casa hasta
que sea hora de caminar al convento y sentarme con el cura Samuel al
lado de la gruta de la Virgen a recordar un tiempo en el que no
sudábamos bajo este sol. Hacer uno que otro favor a los viejos del
asilo que piden libros, exigen explicaciones sobre fechas y nombres.
Ese es un momento del día que ya no voy a saber cómo llenar. Desde
pasado mañana se me va a quedar la tarde como suspendida en un
espacio que no encuentro y será preciso armar hábitos nuevos para
llenar las tres o cuatro horas que me ocupaban el padre Samuel y el
ancianato. A mi edad una rutina que se rompe arrastra una especie de
caos silencioso hacia el que todo parece irse en fuga desesperada
para dejar sólo un hueco blanco donde la única manera de
reconstruir algo es a fuerza de imponerse obligaciones inútiles.
El profesor Salgar Calero mira en el espejo una cara marcada por
líneas largas que le extravían el gesto. Un día y medio será
suficiente para que también él pierda su razón de estar despierto
bajo el sol de las tres de la tarde que todo lo tuesta. Hora de
encontrarse con el padre Samuel al lado de la pequeña cueva que
hicieron los curas hace más de treinta años, con piedras de río,
para dejar ahí olvidada la imagen de una virgen. No sé por qué me
acuerdo de él en un momento en el que debería estar pensando que yo
estoy a punto de perder mi puesto, mi sueldo, el lugar al que le he
dedicado seis horas diarias de mis últimos tres años. No es que sea
complicado manejar una biblioteca que no supera los dos mil
ejemplares y que tiene como únicos usuarios a los viejos olvidados
de ese asilo que prefieren sobre todo las revistas de deportes y los
folletines de crímenes. Buscan en las fotos, en las que la sangre se
adivina en cada mancha marrón de un cuerpo maniatado, la imagen que
quisieran para ese crimen que han planeado alguna vez. Todo viejo se
arrepiente en uno de sus últimos años de no haber matado a alguien,
también de no haber seguido esa inclinación al beisbol que los
llevó a ser buenos primera base en los años en que las niñas no
habían empezado a ser lo más importante. Ese es el sueño que rozan
cuando acarician temblorosos sobre el papel las gorras azules o rojas
de peloteros sonrientes sobre los que saben cada fecha importante,
cada cifra record, cada millón de dólares ganado en las grandes
ligas.
Pero son tres años de estar ahí a la hora en punto, siempre
tratando de ser amable, sintiéndome vieja entre viejos sin haber
cumplido los treinta y buscando la manera de justificar haber
escogido quedarme aquí cuando tuve opciones, posibilidades de viaje
y la compañía de hombres que me habrían ofrecido una vida en
común, juez y cura de por medio si yo insistía, una vida en la que
me sintiera dueña y señora de una seguridad a toda prueba siempre y
cuando privara el silencio, una especie de perfección sumisa, un
ensayo constante de tolerancia. Era mucho pedir. Escogí este modo de
tirarme en el medio de la cama, brazos y piernas abiertos, viendo el
techo quedarse ahí arriba sin ningún sentimiento de piedad hacia
mí. No tener que preguntar dónde está el cepillo, quién usó mi
paño, por qué no recoges esa ropa sucia, ¿me amas?, ¿todo está
bien?
Y la señorita Olga, pobre, tan sonriente, parece que nunca tuviera
calor. También ella debe estar pensando en este desastre que viene.
Mañana es el último día y ella estará echada en la cama, boca
arriba, esperando sentir por lo menos tristeza. Pero quién sabe si
lo logra. Yo no voy a tener ni tiempo de esperar que me llegue algo
como un dolor al estómago, desde temprano va a ser cargar y cargar
cajas, ir y volver del edificio a los camiones para terminar de
recoger lo que queda. Es mejor no pensar en lo que va a venir después
de que el último polvo del último viaje se haya asentado otra vez
en el camino. Además, esta noche María debe estar esperándome y
debe haber sacado ya a la muchacha que limpia del cuarto de atrás
para que podamos estar juntos por última vez.
A los diecisiete años es una suerte contar con alguien como María
que no tiene miedo, que se lanza a lo prohibido como con un
paracaídas en la espalda, sin dudar de que va a abrirse en el
momento justo para salvarla. Solamente lo sabemos nosotros tres y es
como un juego saltar la pared de atrás del convento y caer en su
patio haciendo un ruido de gato que caza, entrar en el pasillo oscuro
tanteando la pared en que aparecerá bajo mi mano la puerta, abrirla
y cerrar en silencio para comenzar a adivinar las sombras. María va
a estar ahí inmóvil, mostrándome una sonrisa que no puedo ver. A
veces pierde la paciencia y se me abalanza desde la obscuridad con
una especie de sed, otras veces se queda en la cama esperando que su
cuerpo desnudo me atraiga sin un solo movimiento.
Se llama Juan, igual que el otro Juan, el estudiante del liceo, que a
veces me visitaba cuando estaba en el internado. Ya debe estar
buscando el modo de salir al patio y saltar la pared para venir a
estar un rato conmigo y hacer el amor sin vernos ni hablarnos como el
primer día en el que descubrí que entraba por las noches al cuarto
de la muchacha que limpia. Jugamos a que yo soy ella, pero hay tantas
diferencias que no es posible creer que él no se dio cuenta del
cambio. En el momento que puso su mano sobre mi vientre y la arrastró
con fuerza alrededor de mi cintura para atrapar mis nalgas escuché
una sonrisa asustada que era su manera de indicar que aceptaba la
trampa. Hace casi un año que caemos en ella con el mismo placer de
no tener que componer para el otro una cara precisa ni construir
frases que tengan sentido ni pensar en lo que va a pasar después.
Y mientras tanto el resto de la casa duerme. No es que sea mucha
gente: la tía Ana, mi mamá y mi papá cuando no está en Caracas
firmando un contrato o durmiendo con la querida. Qué manera de
llamar a una mujer que te saca plata por entretenerte el sexo una
hora al día, algunos días. Y mi mamá esperando, con tantos sueños
perdiéndosele en el tiempo que pasa. No se puede decir que sea
infeliz, porque la falta de felicidad hay que sentirla para que sea
real y ella parece estar todo el tiempo buscando una cosa que no sabe
qué es, insatisfecha siempre pero confiando en algo, que es como
tener una esperanza.
Y María ha pasado tanto tiempo lejos de nosotros, metida en ese
internado, que no puede ser tampoco un consuelo. Cuando estaba
chiquita era más fácil sentársela en las piernas y decirle mira,
mi amor, mamá está triste porque se siente sola… ella me
escuchaba sin entender nada, claro, pero como si sintiera con sólo
tocarme exactamente lo mismo que yo sentía y era un alivio inmenso.
Después vino Alberto y su propuesta de casarnos aunque yo tuviera
una hija y era tan simple imaginar una felicidad en la que los dos
nos miráramos y sonriéramos a toda hora sin que hubiese ninguna
necesidad de decirse demasiadas cosas porque todo estaría ahí,
sobre la piel, brotando simplemente hacia afuera sin dobleces. Nada
que esconder. Pero es que uno piensa tanto, se siente feliz por tan
poco tiempo, que comienza a buscar una razón cualquiera para estar
triste, para inventar una desconfianza aunque sea tonta, para tener
miedo de perder lo que tiene. Tener, tener una casa y un carro y algo
de dinero para pagarle a la mujer que limpia y a la cajera del
abasto. No es eso lo que la gente defiende cuando dice «no quiero
perder lo que tengo». No sé. Es como si uno buscara sostener un
andamio que sostiene unas tablas que sostienen una escalera que
sostiene un tobo que contiene la pintura con la que estamos dándole
un color agradable a los días que pasan.
Tener miedo de perder algo se vuelve, después de que uno le ha dado
muchas vueltas, el miedo mismo de perderlo todo. Es como el padre
Samuel, pobre, tan atento, tan luchador y dispuesto a mover la tierra
y el cielo para no perder el convento. Hasta con Alberto vino a
hablar. Me daba un poco de lástima verlo decirme, porque usted es la
señora de Narváez Fonseca, un hombre influyente, importante, tal
vez él pueda hablar con alguien, hacernos ese favor… Pero no había
nada que hacer, cuando se mezcla la política con los negocios casi
nunca hay nada más que hacer. Aún así, el padre Samuel es un
hombre que no se rinde. Debe ir por el pasillo apagando luces y
cerrando puertas como si quedara una esperanza, una salida
cualquiera.
Cómo saber qué piensan cuando miran a lo lejos a través de una
ventana. Tal vez se trata sólo del momento justo en que descubren
con sorpresa un gesto repetido mil veces que dejó ya de tener
sentido o puede ser justo el instante en que se entregan a creer con
desesperación que hay algo que puede salvarlos. Nadie diría, en
todo caso, que yo cultivo la inofensiva distracción de imaginarme
diálogos, la forma en que alguien mira o sonríe cuando dibuja la
frase justa que he imaginado y corregido hasta que cada pausa está
en su sitio. Tampoco diría nadie que esa mujer que vive detrás del
convento tenga una razón para quejarse. Pero a mí no me cuesta
imaginar un dolor aunque ella tal vez nunca lo haya sentido porque la
peluquería, el abasto diario antes del almuerzo, los frenos que hay
que mandarle a ajustar al carro… son cosas que ocupan su tiempo.
Pero siempre hay el momento de quedarse detenido en un gesto, en una
pausa del programa de televisión, ese momento en que el operador de
guardia se distrae –el aparato se queda ciego, mudo– y nos asalta
un sentimiento de abandono, de que no hay nada de qué agarrarse,
ningún grito que dar ni una palabra que pueda ser oída. Un instante
en el que una especie de duda total viene corriendo hacia nosotros
trayendo una amenaza de destrucción. Entonces la imagen del
televisor vuelve y es como si algo se salvara. Pero tal vez es que se
perdió para siempre la posibilidad de entender o de sentir un pedazo
verdadero de esto que nos agobia.
No se puede saber si han pensado –vuelto palabras, cambiado
adjetivos y adverbios para ser más precisos o sonoros– sobre este
dolor o aquella alegría. Pero es seguro que si lo han hecho no lo
contarán y si lo cuentan, después de muchas vueltas –encender un
cigarro, tomar un vaso de agua o una taza de café, mirar el piso
como buscando el modo– saldrá tan fragmentado y disperso, tan
lleno de pausas, que el que oye tendrá que reconstruir aquel
estallido silencioso y formar con los fragmentos un todo que
forzosamente será distinto del original. No hay remedio, es como una
condena. Pero yo intento construir ese posible diálogo, ese monólogo
angustioso y fraccionado, únicamente por el placer de creer que está
sucediendo en alguna parte.
Aunque hay muchas cosas que me falta por saber. Indagaciones en las
que no me he aventurado porque sólo cuento con las aceras por las
que camino y miro vivir a la gente. Veo al profesor Salgar Calero
salir por la mañana en un Fiat tan lleno de polvo que da la
impresión de ser prestado. Lo veo volver después del mediodía y a
veces coincidimos en algún tramo de la acera cuando va despacio
desde su casa hasta el asilo donde sé que conversa con el cura.
Veo a la esposa de Narváez Fonseca regar las matas del jardín como
a las nueve, con un vestido de algodón azul y una expresión que
parece tensa. Me saluda un poco sin querer, temiendo que quiera
quedarme a conversar, cerrando algunas veces la llave y recogiendo la
manguera para indicarme que no tiene tiempo para mí. Y también
logro ver a veces cómo entra y sale María, con su pelo largo
agarrado en la parte alta de la cabeza con una inmensa cola, sin
tomar en cuenta a nadie, como si el mundo estuviera sobrando.
A la señorita Olga es a quien más me cuesta encontrar por ahí.
Está siempre encerrada en alguna parte, en su casa, en la biblioteca
o en el bar. Lo sé porque un día la vi entrando por la puerta que
se abre discreta al fondo del restaurant de Pedro, sin mirar a los
lados, sin ningún temor, como quien realiza un recorrido habitual.
Creo que se toma uno o dos tragos para llenar las tres horas muertas
que se le abren de par en par al salir del asilo y en las que no
tiene nada más que hacer. Más o menos pasadas las siete sale del
bar decidida a enfrentarse otra vez con una casa medio vacía, en la
que no hay más que una tía vieja. Ignoro la historia de Olga. Nunca
la he oído hablar. No sé si siente la soledad desesperada en la que
todos creemos que está. No tiene ni treinta años y es como si ya la
vida no le guardara ninguna alegría. Pero lo más seguro es que
estemos equivocados y ella tenga sus razones para levantarse
temprano, ser eficiente, perseverar. Una mujer se sostiene sobre
extraños pilares. Extraños para nosotros que creemos que sólo lo
que se hace a la vista de los otros es importante y tiene sentido.
La mano poderosa, Mérida. 2008
.
.
.
1 comentario:
Estoy desempolvando viejos textos para ver si me pongo al día. Éste ejercicio narrativo forma parte de un texto más largo que se puede leer completo aquí: http://apuntesparajuego.blogspot.co.uk/
Publicar un comentario