Patricia no quiere entrar al metro por el centro de la plaza. La verdad es que prefiere evitar completamente pasar por aquel lugar en el que vio por última vez un cuerpo que había dejado de ser Blanca. Así que baja por la primera avenida de Los Palos Grandes hasta la esquina de la avenida Francisco de Miranda y cruza a la derecha. Va por la acera esquivando peatones con bolsas, una señora que lleva un niño en un coche destartalado, los clientes que compran en un quiosco que de milagro sigue en pie vendiendo tarjetas de teléfonos, caramelos, bolsas de papitas fritas y dos o tres periódicos a los que apenas les quedan cuatro páginas y eso porque hay campaña electoral y la propaganda política todavía los sostiene. Entra al metro y deja que las imágenes de la reunión que acaba de tener con los hermanos Pérez Alcántara vuelvan a repetirse en su memoria. Sabe que tiene todo grabado, pero lo que quiere en realidad no es recordar una palabra precisa o una frase, sino una sensación. Porque hubo un momento en el que sintió, con total claridad, que algo no estaba bien. Ese radar para detectar mentiras, que había tenido desde niña, comenzó a hacer ruido en un punto de la conversación. Un ruido sordo, repetitivo. Como la alarma de un carro que se dispara en medio de la tarde.
Pero la conversación tenía su propia dinámica y no había podido detenerla. Cuando llegara a la redacción iba a poder escuchar todo otra vez. Pero en ese momento, mientras esperaba en el andén a que llegara el tren, su mente volvía una y otra vez a reordenar la escena para entender dónde había comenzado a sentir que algo no cuadraba. Había entrado en el apartamento de Francisco Evelio con una sensación de déjà vu. Todo estaba exactamente igual a la única otra vez que había estado ahí. La misma pared coronada de alambre de púas, las mismas cámaras de seguridad, el mismo vigilante en la puerta con la cara amarrada, el mismo ascensor privado que se abre directamente en el recibidor del penthouse. La misma mesa circular con un ramo de flores frescas, la misma muchacha uniformada que la lleva al salón y le pide que espere un momento por favor. Y ahí la memoria le da un salto y la conversación ya está a medio camino. Antes, en algún momento previo, debió haber preguntado si podía grabar. Seguramente puso el grabador sobre la mesa cuando le dijeron que sí, que por supuesto, que todos querían esclarecer cuanto antes el caso. Le ha preguntado a Francisco Evelio, el empresario, si la familia recibió algún mensaje de rescate. Hay una mirada entre Francisco Evelio y Marco Aurelio, el militar. Patty sabe que hay algo en esa mirada, algo que el grabador no pudo haber captado y que está solamente ahí, en ese silencio que tiene en su memoria.
Mientras se sube al vagón, que por suerte no está lleno, intenta describir esa mirada. Se cuelga de uno de los agarraderos a mitad del pasillo, intentando no molestar a nadie ni pisar las bolsas de la señora que tiene enfrente, y busca esa frase que no se le termina de ocurrir. Una mirada preocupada, inquisitiva. Una mirada de advertencia. Una mirada cómplice, tal vez. Entonces se da cuenta de que fue exactamente ahí que comenzó a sonar la alarma. Justo en ese cruce de miradas hubo un sonido imaginario. ¿Dos espadas chocando? ¿Dos aleteos en el aire? ¿Un tambor que anuncia que ha llegado el momento de desplegar las armas? Le parece que justo ahí hubo una duda o una representación de la escena de la duda, ya no está segura. Francisco Evelio sacó un teléfono de una gaveta, hizo varios gestos sobre la pantalla y dejó correr la grabación de un mensaje. Su memoria vuelve otra vez a ese silencio que hubo justo antes de escuchar la voz del secuestrador o del mensajero de los secuestradores. En ese silencio la alarma suena más alto, porque el empresario saca el teléfono de una gaveta. ¿Por qué el empresario saca el teléfono de una gaveta?
Las puertas se abren, salen varios pasajeros en la estación de Parque del Este. Casi nadie entra. Patricia de pronto se da cuenta de que es sábado. Vuelve a la escena del teléfono que está en una gaveta. Entonces retrocede y confirma que su memoria conserva nítida la imagen de Francisco Evelio respondiendo un mensaje en un teléfono que lleva en el bolsillo de la chaqueta que parece casual, deportiva, barata, pero no lo es. Está cortada a la medida y probablemente tiene adentro una etiqueta de seda con una firma que sus pares reconocen. Responde el mensaje con destreza y rapidez en el momento en el que José Antonio está entrando y saluda a Patty con un beso. Amable como siempre. Una breve distracción que permite un gesto furtivo. ¿Por qué el mensaje de los secuestradores está en otro teléfono, en un celular que nadie usa, que está en una gaveta? Entonces viene el sonido de la voz del hombre que dice tenemos a su hermana, si quiere verla viva otra vez tiene que seguir exactamente las siguientes instrucciones. La voz parece estar leyendo. Lee mal. Se equivoca. Repite lentamente una palabra: instrucciones. Entonces enumera. Uno: el monto en dólares. Dos: la cuenta bancaria. Tres: la fecha y la hora. Hay una despedida que incluye una amenaza. Nada de involucrar a la policía. Aquello parece de película. ¿A qué secuestrador en Caracas se le ocurriría recordarle a la familia de un secuestrado que no tiene que involucrar a la policía? La policía nunca investiga nada en este país, piensa Patty. ¿Y quién usa en este país el verbo involucrar?
Sale del vagón sin que nadie la empuje y lo considera una victoria, el anuncio de que tal vez algo va por buen camino. La palabra instrucciones se repite en su memoria. Sube las escaleras mecánicas con esfuerzo. Están apagadas, como siempre. La frase involucrar a la policía se repite en su memoria. Es la frase a la que va a volver más tarde, un par de veces, retrocediendo y parando la grabación, cuando converse con Carla, Nela y Juancho en la redacción. Ninguno de ellos va a sentir esa alarma que ella siente sonándole entre los oídos. Es verdad que parece medio de película, va a decir Juancho. Pero los delincuentes también ven películas. Es más, va a decir Nela sonriendo, capaz que se copiaron la nota de rescate de una de esas series gringas traducidas al mejicano. Entonces va a imitar el acento chilango con la gracia con la que hace todo lo demás y poco a poco el sonido de la alarma va a desvanecerse, no del todo, pero casi.
Porque la verdad es que Patricia lo va a seguir escuchando en sordina durante el tiempo que le lleve escribir las tres cuartillas contando el secuestro y el desenlace fatal como si Blanca no formara parte de su vida, como si no la hubiera conocido nunca. Cada frase que afirma que hubo un contacto con la familia le va a sonar falsa y mientras escribe se va a acordar de aquel gesto de Francisco Evelio sacando el celular de una gaveta. Y se va a acordar de aquella mirada que anunciaba el inicio de algo, la puesta en marcha de un plan. Pero las tres cuartillas van a estar listas antes de la hora de cierre. Nela va a diseñar la página de esa manera elegante y precisa que le sale tan natural. Juancho va a elegir la mejor foto de Carla. Rodríguez va a estar contento aunque su cara enfurruñada nunca va a aflojarse cuando le diga que no está mal, que quedó redondo, que valió la pena detenerse un poco en esa historia. Y al día siguiente, cuando Patty vea el texto impreso, cuando repase otra vez la distancia entre lo que aparece en tinta sobre papel y lo que sintió mientras conversaba con los hermanos Pérez Alcántara, aquella señal de alarma va a estar sonando todavía.
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