Blanca me contó una vez que había matado un
pájaro. Un pajarito, más bien. Se había caído de un nido que
había en alguno de los árboles del patio y el jardinero lo llevó
a la casa para que lo cuidaran. Blanca tendría doce o trece años y
faltaban apenas un par de años para que se escapara de aquella casa
y aquella familia. Pero en ese momento todavía era una niña y tenía
los típicos caprichos de las adolescentes que arman berrinches si no
se hace lo que ellas quieren. Se empeñó en cuidar al pichón ella
misma a pesar de que la cocinera le explicó que tenía que
alimentarlo cada vez que pidiera comida, de día y de noche.
Al principio mostró una dedicación que asombró
a todo el mundo. Mojaba migas de pan en una taza con leche tibia y
cada vez que el pichón piaba y abría la boca, ahí estaba ella con
el pan y la leche. Cuando el pichón se sentía lleno y se dormía,
satisfecho y panzudo, Blanca se quedaba mirándolo con una devoción
que a todos les parecía auténtica y seguro que a ella también. Dos
días y dos noches le duró el entusiasmo. Al tercer día unas primas
la invitaron a la piscina del Círculo Militar. Pidió permiso y su
abuela le recordó que se había comprometido a cuidar al pichón.
Ella prometió que iba a regresar en dos horas, que dejaría al
pichón bien alimentado y que no le iba a pasar nada.
Como era de esperar, Blanca regresó al final de
la tarde, feliz y despreocupada. Venía con el pelo todavía mojado y
la piel tostada por el sol. Le bastó entrar en la casa para
acordarse del pichón que había dejado abandonado. Lo encontró frío
y espichado como una de esas bombas de cumpleaños que quedan tiradas
por el suelo al final de la fiesta. Inventó para ella misma un ritual funerario que la
hizo sentirse mejor, pero sobre todo importante. Todos en la casa la
vieron llorar, bajar las escaleras con su pájaro envuelto en un pañuelo,
arrodillarse en el patio de atrás y cavar un hueco en la tierra húmeda. Puso
flores y pedazos de grama sobre la sepultura mínima. Prendió una
vela que el viento apagó casi de inmediato.
Nadie se atrevió a
reclamarle que había dejado morir de hambre al pobre pájaro. Nunca
supo si alguien escuchó piar desesperado al pichón durante el
tiempo que tardó en morirse. Pero se dio cuenta de que ella no era
la única culpable y aprendió la lección definitiva que tarde o
temprano aprenden todos los adolescentes: que siempre puedes culpar a
los demás de tus propios fracasos. Aún así, el grito desesperado del
pichón moribundo la atormentó durante mucho tiempo. Lo escuchaba en
el medio de la noche y se despertaba llorando. La angustia llegó a
un punto que un día, sin que nadie la viera, desenterró al pájaro
para ver si de verdad seguía ahí.
El asco que le dio ver aquel cuerpo invadido de
gusanos y hormigas la curó para siempre de la nostalgia y de la
culpa. Cerró otra vez la tumba minúscula, sin que mediara ritual
alguno, y cuando todavía no se había limpiado la tierra de las
manos ya su atención estaba puesta en otra cosa. Nunca más quiso
tener mascotas. Le gustaban los gatos callejeros. Se paraba a
saludarlos al borde de las aceras y ellos le correspondían como si
reconocieran a uno de los suyos. Los perros le gustaban menos, pero
no podía ver de cerca a ningún pájaro, ni libre ni enjaulado.
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