Al entrar sintió el peso de una especie
de culpa. Una culpa que arrastraba desde antes de nacer y de la que
no podía desprenderse. Todo parecía estar igual en el penthouse en
el que terminaron viviendo sus abuelos cuando derrumbaron la casa
vieja para hacer ese edificio. Ahora su tío Francisco Evelio
compartía el apartamento con lo que quedaba de su abuela Sofi, un
carapacho vacío y arrugado que ya no podía hablar y no reconocía a
nadie. Miró la sala de la que tantas veces había querido escapar y
se preguntó si realmente era necesario estar ahí. Pensó en sus
hermanos y tuvo la vaga impresión de que tal vez hacía todo esto
por ellos.
Caminó hasta el fondo del pasillo y
entró en el cuarto de la abuela. No quedaba de ella ni la sombra de
lo que había sido, ni su porte de reina ni su talante de matrona. El
cuarto mismo había sido despojado de todos los objetos en los que
una vez se había asentado su poder. La inmensa peinadora, la butaca
de leer, la mesita en la que revisaba papeles y ordenaba las cuentas
de la casa. Todo había sido removido hasta dejar apenas la cama,
demasiado grande ya. La saludó con un beso en la frente y le dijo un
par de cosas inútiles. Doña Sofi levantó los ojos por un momento y
se quedó mirándola con la vista perdida. Glinda luchó contra las
ganas inmensas de llorar y dio media vuelta para salir justo en el
momento en el que su tío Francisco se asomaba a la puerta del
cuarto.
-Tengo diez minutos -le dijo en su
permanente tono de hombre ocupado.
Glinda lo siguió al otro extremo del
penthouse, donde el hermano mayor de Blanca tenía la habitación de
enormes ventanales que llamaba su despacho. Era el mejor espacio de
la casa, más que todo porque el Ávila entraba entero por las
ventanas y ese verde que cambiaba de tonos a cada momento del día
iluminaba las paredes con un resplandor que parecía de otro mundo.
No era justo, pensó Glinda, el desperdicio de toda esa belleza.
-Necesito que firmes aquí y aquí -le
dijo el tío Francisco Evelio, señalando un par de documentos
extendidos sobre su escritorio.
Glinda levantó uno de los documentos y
se lo llevó hasta el ventanal para leerlo con calma. Ante la
evidente impaciencia del tío quiso acentuar el gesto y rodó una
silla, rayando un poco el parquet, y se sentó con exagerada
parsimonia.
-Tengo menos de diez minutos antes de que
empiece una reunión vía skype a la que me urge asistir -le volvió
a aclarar el tío.
Glinda lo miró con un gesto neutro y le
recordó que él mismo le había enseñado que no podía firmar nada
que no hubiera leído antes con detenimiento. Al reportar la lección
aprendida, su voz había intentado producir el mismo tono engolado
con el que el mayor de los hermanos Pérez Alcántara se dirigía a
todo el mundo. Más de una vez, Glinda y sus hermanos se habían
divertido imaginando al tío tratando de enamorar a alguna de las
muchas amantes que todos decían que tenía. Martín era el que mejor
lo imitaba y Ninfa y Glinda se orinaban de la risa escuchándolo
decir frases supuestamente románticas en aquel tono de voz que
chirriaba y cortaba el aire como un cuchillo.
Francisco Evelio salió de la habitación
impulsado por la furia, pero tuvo la decencia de no tirar la puerta.
Glinda terminó de leer el documento y se levantó a leer el otro que
había quedado sobre la mesa. Agarró un lápiz de los muchos que
había dentro de un cubo forrado de cuero y comenzó a subrayar
algunas frases. Puso marcas y signos en el margen de las páginas.
Hizo anotaciones y formuló preguntas. Al terminar dejó el lápiz
sobre los documentos y salió al pasillo.
-¿Firmaste todo? -preguntó el tío.
-Más o menos -respondió Glinda mientras
recogía su bolso.
-¿Cuándo van a venir tus hermanos a
firmar?
La pregunta sonó como una orden. Glinda
ya había abierto la puerta y se estaba cruzando el bolso en
bandolera sobre el hombro izquierdo.
-Cuando tus abogados redacten un nuevo
documento -dijo Glinda con toda calma.
Mientras esperaba el ascensor escuchaba
sin inmutarse las amenazas y los gritos. El tío había entrado a
buscar los documentos y había regresado con los papeles en la mano
mirando horrorizado las enmiendas y las notas al margen. Se había
parado en el marco de la puerta abierta y durante todo el tiempo que
tardó en llegar el ascensor se había dedicado a recordarle que sin
la familia ellos no eran nada. Le reclamó que se había convertido
en una copia al carbón de su madre, que Blanca seguramente estaría
muy orgullosa de ella, pero que si seguía así iba a terminar
exactamente como había terminado Blanca. Tirada en un charco de
sangre en medio de una plaza.
El ascensor se abrió y Glinda entró
despacio y marcó el botón de la planta baja sin decir nada. El tío
Francisco seguía insultándola y cuando la puerta del ascensor
comenzó a cerrarse metió el pie y una mano para impedirlo. Hubo un
corto silencio. Glinda lo miró de frente. Había venido preparada
para entrar y salir sin causar demasiado escándalo y sin que todo
aquel trámite la afectara más de la cuenta. Hasta ese momento había
logrado mantener la calma. Pero la imagen del cuerpo maniatado de
Blanca se le atravesó en el ánimo y no pudo callarse por más
tiempo.
-Yo sé que fuiste tú -le dijo.
Francisco Evelio soltó la puerta y dejó
que se cerrara. Lo último que Glinda pudo ver fue la expresión de
su cara, en la que había una mezcla de sorpresa y odio. Se dejó
caer en el rincón del ascensor cerrado que descendía los siete
pisos haciendo un ruido de trenes. El recuerdo del Ávila en los
ventanales la acompañó hasta abajo, donde sin saber cómo logró
recoger ánimos para levantarse. Salió secándose las lágrimas. Al
pisar la acera ya sabía que no iba a regresar nunca más.
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