Esperó que cambiara
la luz y cruzó la calle con un susto en el estómago. Se alegró de
ver que la panadería en la que había desayunado tantas veces estaba
todavía ahí. Miró las mesas desplegadas enfrente, donde
revoloteaban servilletas usadas y palomas. Se acercó al mostrador y
escuchó una voz que le hacía preguntas desde atrás de una vitrina
de plástico atiborrada de cajas de dulces, probablemente vacías. Le
costó reaccionar y en el tiempo que le robó la duda otro cliente
pidió en voz alta un café y un jugo. El cajero le dijo el monto que
debía pagar y el hombre deslizó por la rendija unos billetes
arrugados, recibiendo a cambio un ticket. Entonces recordó cómo era
que había que hacer las cosas.
Pidió un café con
leche, pagó una cifra que le pareció astronómica, recibió su
ticket. En el mostrador del lado derecho un hombre bajito y
malencarado manipulaba la máquina desde la que salía un vapor que
se disipaba en el calor de la mañana. Tal vez la memoria ya no le
alcanzaba, pero le pareció que el olor del café ya no era el mismo.
Trató de explicar exactamente cómo quería el café, un marrón
claro, no muy fuerte, pero tampoco muy aguado. El hombre le arrancó
el ticket y lo partió en dos con un gesto de furia. Después mezcló
el café con la leche en tres gestos rápidos, casi violentos. No se
sorprendió al comprobar que el vasito de plástico que el hombre le
puso enfrente tenía exactamente el color que debía tener. Esa era
una de las cosas que recordaba bien.
Las mesas estaban
vacías. Eligió una lejos de la calle. Quería mirar pasar los
carros y la gente sin que el ruido y el tumulto le echaran a perder
el café. Todavía no sabía si era posible tener hambre. Ya
decidiría más tarde si pedía otro café para comerse uno de esos
cachitos que vio en las
bandejas metálicas. No parecían muy frescos, pero seguro que eran
del día. Una paloma que había estado picoteando en el piso levantó
vuelo y se paró en el respaldar de una silla. Dos niños se sentaron
en la mesa más cercana. Miraban de reojo su ropa y sus zapatos. Hizo
como si no se diera cuenta. Dos minutos después se acercó el más
bajito
y le extendió una mano pequeñita que no había visto ni agua ni
jabón en mucho tiempo.
Tenía por norma no
dar limosna. Ni aquí ni en ningún lado. Era una ley que se había
impuesto desde la adolescencia. Una de esas respuestas automáticas
que ayudan a eliminar las incertidumbres menores. Pero había estado
lejos por demasiado tiempo y otra vez se le vino encima la duda.
Justo cuando estaba a punto de revisarse los bolsillos buscando una
moneda, el hombre que le había cobrado en la caja salió desde
detrás de su trinchera a ahuyentar a los niños con palabras duras.
Hacía aspavientos con los brazos como quien espanta pájaros. Los
niños y las palomas salieron huyendo con el mismo revoloteo
asustado. Las palomas volvieron un minuto más tarde. Los niños no
tardarían en regresar.
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2 comentarios:
Buenos días.
Espero que esté bien.
Anoche terminé de leer su relato o novela corta "Muerte en El Guaire".
Le escribo para felicitarle por su trabajo.
Hoy es mas vigente que nunca.
La forma en la que aborda la situación venezolana es impresionante, porque somos muchos los que pensamos así, los que como la narradora, razonamos una y otra vez sobre este hoyo donde nos encontramos y donde no vemos la salida.
Mi saludo y agradecimiento por su escrito.
Atte.
Yelitza Morales Rondón
Mil gracias Yelitza! Es un gusto enorme saber que Muerte en el Guaire revela lo que muchos están pensando. Ojalá te animes también a leer los cuentos que cuelgo en este blog. Un fuerte abrazo!
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