Para Gina Saraceni
Luchar contra la muerte al descampado, en medio
de las ruinas de una guerra que acaba de terminar o continúa en otra
parte.
Los ruidos de la guerra lejana que avanza o
retrocede.
Los animales que nos rodean. Aves de rapiña,
perros salvajes, ratas, insectos alados. Caimanes en los ríos.
Culebras venenosas debajo de las piedras y los palos.
Harapos. Se usan unos trapos encima de otros.
Los trapos más viejos se desintegran y se van cayendo solos, a
pedazos. Las tiras sueltas se levantan a veces con la brisa.
El olor a quemado. Siempre y todo huele a
quemado. Hasta que llueve. Entonces huele a cenizas remojadas y a
sangre disuelta. Después sale el sol y el olor a quemado resucita.
Los caminos de tierra. Polvorientos o
embarrados. Caminar por ellos es siempre una tortura. No parecen
llevar a ninguna parte. Y sin embargo, a veces, una ruina se
atraviesa en el camino.
Los pies descalzos. Nadie tiene ya zapatos.
Quedan algunos trapos gruesos que se amarran con tiras de otros
trapos. Y después, siempre y sin remedio, los pies descalzos.
La ausencia del deseo junto al golpe sorpresivo
y repentino del deseo.
El hambre. Las tripas llenas de aire. El aire
que circula por las tripas vacías produciendo un dolor desarraigado.
Un dolor que empieza en las encías y termina en el ano. Un dolor que
se prolonga hacia afuera al orinar tres gotas y al expulsar una
cagarruta dura como una piedra.
Los pelos, las uñas, los dientes. No tener con
qué cortarlos ni cómo lavarlos.
Los tesoros. Se guardan los objetos encontrados
en los campos de batalla y en las ruinas. La vida es caminar entre un
campo de batalla y otro, siguiendo a los zamuros, para rastrear el
terreno y encontrar los tesoros.
Los trueques. Un día intercambiaremos los
tesoros. Una bala por una lata de atún. Una medalla dorada por un
kilo de caraotas negras. Un día todos los tesoros van a convertirse
en comida.
Las hogueras. Los fuegos que hacemos y los que
otros han hecho. Túmulos funerarios en los que quemamos el miedo y
asamos animales que comemos casi crudos. Alimentamos en la noche las
hogueras para que no deje nunca de oler a quemado.
El agua. De lluvia o de río. Sabe siempre a
sangre. Los pozos. Las quebradas. Los torrenciales aguaceros. Nunca,
nunca, el mar.
El miedo. Por los caminos el miedo se disuelve
mientras se mira lejos y no se ve a nadie. Por las noches el miedo
crece, aunque se logre dormir en una cuneta fuera del alcance de las
bestias y los hombres. Pero el miedo no se va nunca. A menos que se
agrande y se convierta en terror. El terror es un miedo que inunda.
Las pausas. Los refugios que le arrebatamos a
las ruinas. Las sombras de los árboles. Los días sin sol. Ese
momento en el que el sol se esconde pero hay luz todavía.
Los sueños. Se sueña con el mar. Con olas
enormes que crecen sin reventar nunca. Pero, sobre todo, se sueña
con banquetes interminables. Dulces y salados. Bebidas y licores.
Jugos de frutas y agua de coco.
Las ruinas. Entre los caminos y los devastados
campos de batalla hay ruinas. Ranchos, casas, iglesias. Un gran
caserón a veces. Huelen a quemado y guardan los tesoros. Trapos,
papeles sueltos, muy rara vez un libro entero, pedazos rotos de
lámparas que parecen joyas, latas vacías, encendedores,
fósforos intactos, velas. Nunca nada que se pueda comer. Algún día
los tesoros van a ser cambiados por comida. Hay que llevarse nada más
lo que se puede cargar. Lo demás hay que enterrarlo. Los caminos son
circulares y es posible pasar otra vez por las mismas ruinas.
Entonces, tal vez, será posible desenterrar los tesoros.
Los fantasmas. Las almas en pena de los que
murieron en la guerra. Pero también de los que están muriendo ahora porque el hambre es mucha. Aparecen en medio del
camino y nos acompañan por un trecho. Después se van. En silencio
como vinieron. Llevándose la poca esperanza que nos queda.
Las marcas. Hay que dejar marcas. Marcas que los
otros buscadores no puedan descifrar. Nunca dejar una marca
directamente encima de donde se ha enterrado un tesoro. Las marcas
apuntan a otro lado. Dicen: aquí estuve; aquí guardé algo para la
próxima vez; ¿te acuerdas dónde está? O dicen: acuérdate; esta
no es la primera vez que pisas estas ruinas. O dicen: volviste; estás
caminando en círculos. Ya no hay nada aquí, cambia de rumbo. Las
marcas también sirven para no volver.
Las armas. Un garrote duro como una piedra. El
cuchillo encontrado en un pecho sangrante. Un machete amolado que se
afila al borde del río con una piedra lisa. Piedras con las que se
practica la puntería. Las uñas. Los dientes.
Las repeticiones. Pasado un tiempo, todo vuelve
a suceder otra vez y es necesario encontrar el modo de romper el
ciclo. No seguir el mismo camino polvoriento o embarrado. No pisar
otra vez el umbral de esa casa quemada, porque se ve de lejos una
marca dejada hace ya tiempo.
Las atrocidades. Hay quienes juegan con el borde
de la muerte. Se alimentan de gritos. Prefieren no matar. Pero
invocan a la muerte en cada tajo.
La marcha. A la vez una huida y una búsqueda.
Sólo parece que se anda sin rumbo. En realidad se camina para
sobrevivir, para luchar contra la muerte. Quedarse es morir. Dejarse
alcanzar por los que vienen detrás es una forma de suicidio.
Alcanzar a los que van adelante es un riesgo que es mejor no
calcular. Todos los que quieren sobrevivir marchan al mismo ritmo.
Perseguidores que se saben perseguidos. Hasta que llegue el día del
intercambio de los tesoros.
Las voces. Cuando se escuchan, están siempre
alteradas por la rabia. No son nunca susurros. Son gritos de terror o
alaridos de angustia.
El horizonte. En algún lado, más allá de los
campos de batalla y de las ruinas de la guerra, habrá una plaza al
descampado donde vamos a ir llegando todos. Algunos llegarán tan
cargados que apenas van a poder moverse y se sentarán en los bordes.
Los más livianos irán caminando entre los montones de cosas que han
traído los que llegaron antes. Los que no tengan nada más
que su cuerpo desnudo ocuparán el centro. Hasta ahí llegarán a
buscarlos los más fuertes: su cuerpo será el único tesoro que
tendrán para ofrecer al mejor postor.
Los niños. Están en el centro de la plaza,
rodeados por los que no tienen otra cosa que ofrecer que su cuerpo
desnudo. Nadie los toca. Por ahora.
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